Marino tragó saliva, contrajo los puños pegados a los muslos. Era aquella una pregunta asesina, estimó Salva.
No obstante, su amigo capeaba el brete.
—Ranuras para paso de la palanca de seguridad y del expulsor… Taladros para pasadores de martillo, retenida —relataba con reflexiva lentitud—, expulsor, palanca de disparo, gatillo, eje de…
—¡GATILLO!… —graznó el oficial, botando de la mesa; un afilado mechón de pelo le saltó al ceño contraído—. ¡Gatillo! ¡Gatillo! —repetía con las manos en las sienes—. Pero qué clase de guardia civil va a ser usted. ¡Dios mío! Ni siquiera conoce su herramienta de trabajo. Y además, la insulta. Siéntese. Ahora mismo le planto un cero, un gran cero. Siéntese que no quiero ni verlo. Mira que llamar «gatillo» al disparador —e inclinado sobre la libreta subrayaba febrilmente.
—Fascista de mierda —masculló Marino, dejándose caer en su silla.
—Dios mío, qué pocas satisfacciones me dais —se quejaba el capitán, yendo y viniendo por la tarima. Se paró. Se devolvió el mechón a la jaula de gomina y se dirigió al alumnado, entre consternado e iracundo—. Yo me desgañito, os repito las cosas que de verdad importan. Pero ustedes no se esmeran. Y yo les pregunto: ¿qué clase de soldados guardias civiles (sí: porque el guardia civil como sol-da-do ve-te-ra-no, que dice el Reglamento) van a ser ustedes si no toman conciencia de la sustancia militar que nos caracteriza? ¿A quién vitorean más en los desfiles militares si no es a nosotros? ¡Que mañana serán ustedes, coño! —rugió, y se dio a murmurar, sin dejar de menear la engominada cabeza—: Gatillo, le ha llamado gatillo.
Arrojó la libreta al maletín y se llegó hasta el borde del proscenio.
—En fin. Pasemos a la lección de hoy: Código de Justicia Militar —dijo, aún sofocado y con cierto aire meditabundo, enajenado—. La milicia es una gran colectividad con derechos y deberes muy particulares y nadie mejor que ella misma para conocer y solucionar sus propios problemas. La Constitución reconoce la jurisdicción militar…
Se calló; buscó a Marino con los ojos.
—¿Cuál es su número? ¡¿Cuál es su número?! —exigió frenético. El dichoso mechón se le disparó como un fleje. Marino se lo dio—. Voy a plantear en la Junta de Profesores que se le reste un punto, o quizás dos, por reincidencia en la falta de aplicación militar. Quiero que esté atento al Parte y cuando se le cite aparezca con más garbo ante el señor teniente coronel Jefe de la Junta, y ¡PÓNGASE EN PIE CUANDO UN SUPERIOR LE DIRIJA LA PALABRA!
Marino se levantó con presteza pero sin amilanamiento.
Aquello pareció ofuscar aún más al profesor.
—Es usted un insolente, un faccioso. Siéntese. ¡Siéntese! El problema es gravísimo, sin duda. No me lo puedo creer. Les decía… Qué coño les estaba diciendo. A ver: jefe de Clase…
El jefe de Clase le mencionó la palabra Constitución.
—¿Qué…?
—Y Jurisdicción Militar.
Entonces el oficial retomó el hilo:
—Eso, sí. —Se tomó unos segundos en peinarse y continuó—: Pues eso: que la Constitución reconoce la Jurisdicción Militar en el ámbito castrense y en los supuestos de Estado de Sitio. ¿Cuál es la regla para no obrar nunca en contra del CJM? —regresó, acicalado y agrio, al filo de la tarima—. Los preceptos y normas contenidos en él son muchos y difíciles de retener en todos sus matices; mas todos ellos se resumen magníficamente en AMAR A ESPAÑA por encima de todo, procurando ser justo, dar a cada uno lo suyo y viviendo disciplinada y honradamente: hacer el bien y evitar el mal. ¿Saben ustedes lo que significa disciplina? —repasó al alumnado—. ¿Eh?
Nadie contestó.
—¿Usted se sabe al artículo 97 del Reglamento? —apuntó con el índice en dirección a Marino, pero en realidad marcaba al compañero.
—Sí, mi capitán —contestó Salva, poniéndose en pie.
—Díganoslo, pues.
—«La disciplina, elemento esencial en todo Cuerpo militar, lo es más y de mayor importancia en la Guardia Civil, puesto que la diseminación en que se hallan sus individuos hace más necesario en este Cuerpo el riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, amor al servicio, unidad de sentimientos y honor y buen nombre de la Institución. Bajo estas consideraciones, ninguna falta, ni aun la más leve, es disimulable.»
—Riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, etcétera, etcétera. Sí, señor. ¡Muy bien, hombre! Siéntese. Parece que vamos aprendiendo. A ver si nos aprendemos igual de bien esta nueva definición de la disciplina. La dijo el Generalísimo Don Francisco Franco Bahamonde y es la más pulida y certera que se ha dado nunca. Ni Napoleón, que dijo delante del Coliseo romano aquello de «Veinte siglos de Historia nos contemplan» —Marino dejó escapar un susurro feroz y peligroso: «Cágate, lorito»—, tuvo el talento de concretar. ¡Tomar nota, coño!
Un bullicio, como el paso de un torbellino, se alzó de golpe.
—«¡Disciplina! Nunca bien definida ni comprendida. ¡Disciplina!, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.»
Remarcando las severas arrugas en las comisuras de la boca, advirtió:
—Sabedla siempre. ¡Todos! Y de memoria. Olvidaréis Leyes de Pesca, de Caza, Contrabando, Normativas Fiscales… No importa. Las leyes cambian y conceptos como este, la DISCIPLINA, por nuestro Generalísimo, ¡en la vida!
Aulló la corneta.
—Llenaros de este mensaje, porque de lo contrario, clavo que asoma, clavo que es golpeado. Mañana el que no me lo conteste punto por punto, irá al Parte. Jefe de Clase: nómbreme dos alumnos para Servicios Mecánicos. En cinco minutos los quiero en el comedor.
Se echó el tricornio al sobaco y, al tiempo que resonaba un firmes con estrépito de sillas arrastradas, ganó la salida.
Salva, electrizado, tardó en reparar en la desventura de su compañero.
Marino permanecía sentado, y con aire abstraído pintarrajeaba objetos lanzados por una explosión: un cetro, una libreta —con un gran cero—, un maletín, estrellas, un rostro despeluznado…
—Si hubieras puesto un poco de arte, seguramente se habría limitado a una simple amonestación…
—No me doblegaré jamás —profirió Marino—. Atajo de fachas. Me echarán de aquí, pero será sin lavarme el cerebro. Atiendo mis propias reglas, como la gaviota que practica velocidad avanzada, al margen de la Bandada. A despecho del Consejo. ¡Que se jodan! Sólo que yo procuro que no se me note o se acabó el vuelo libertad.
—¿¡De qué hablas!? —le espetó Salva—. Estás a punto de ser expulsado. No te hubiera costado nada hacer un poco el paripé.
—Hablo de cosas mías. Y que me expulsen poco me importa. Yo soy un cimarrón. No pienso bajarme los pantalones ni hacer el capullo. Ya has visto que me tiene manía.
—Cosas tuyas, cimarrón, bajarte los pantalones… Aquí el único jodido serás tú. Vas de mal en peor. —Y como Salva tenía sus propias ideas (¿O eran sólo opiniones?), afirmó con un aleteo de duda—: Todos esos conceptos disciplinarios sostienen al Cuerpo y lo mantienen a través de los años. Deberías creer en el fondo antes que en la forma.
—Pues el fondo es peor, te lo digo yo. A mí no me engañan. Mi tío me tiene al tanto.
—De lo que te cuenten no te creas nada y de lo que veas la mitad —argumentó Salva, recogiendo sus cosas—. Ni que tu tío fuera general.
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