—Ya veremos cuando yo pueda elegir destino y tú tengas que conformarte con ir a un poblacho medio abandonado.
—¿Acaso no te he hablado de que tengo una tía que trabaja para un general y que…?
—Como cien mil veces —le cortó—. Cállate. Me aburres con tus fantasías infantiles.
—¿Infantiles? Está bien, sigue en las nubes. Bueno, y de mi truco qué me dices.
—¿Qué truco?
—¡Cómo que qué truco! Ya lo has visto: a ti te han sacado y a mí no.
—¿Y…?
—Pues que cuando no me sé los artículos…
—Que es casi siempre.
—Bueno, sí —concedió Marino—, quiero decir ni pajolera idea, entonces miro directamente a los ojos de este profesor, como retándole a que me pregunte. Como ya le conozco, no me saca porque quiere pillar a alguno que cree que no se lo sabe. Bueno, ¿eh? —concluyó, jactancioso.
—Lo que yo digo: infantil. Tremendamente infantil. ¿Y con Parterra también piensas repetir táctica? —le arrojó a modo de pulla.
El capitán Parterra. Un oficial cortado por el mismo patrón que el profesor de gimnasia: lechuguinos espigados, ensoberbecidos. Arrogantes.
—Otro Millanito de mierda —lo motejó sin ambages Marino, para añadir con lúgubre exasperación—: Bah, que le den.
Y es que no era para menos. De los cuatro puntos que le habían volado ya del coeficiente, tres eran obra del capitán Parterra. Las notas con ese profesor eran casi el cien por cien de los suspensos que hasta la fecha arrastraba Marino. Su actitud de muda reluctancia durante sus clases tampoco contribuía a granjearle una posible clemencia.
Cumpliendo sus órdenes, los alumnos aguardaban en posición de descanso. Lo que quería decir que no debían abandonar el círculo físico que a cada uno le correspondía en la posición de firmes, al lado de las respectivas sillas.
El círculo del Malagueño era del tamaño exacto del aula: iba y venía como una pelota de frontón, correteando y repartiendo collejas. En un momento en que Salva no se lo esperaba, recibió una. El Malagueño lo festejó con una carcajada y el jefe de Clase dictó sentencia:
—Malagueño, al Parte.
—Jefe, eres un cabrón —replicó el Malagueño y, recuperando su sitio, dejó de armar jaleo.
Cinco minutos después de la hora, engominado y con el tricornio en la axila, llegó el capitán Parterra. Pasaron al firmes y el jefe de Clase se cuadró para darle novedades…
—¿Esa es la forma que tiene usted de dirigirse a un superior, a estas alturas del curso? —le interrumpió el oficial.
—Perdón, mi capitán… —titubeó el alumno.
—Digo que repita el cómo se tienen que dar las novedades. No ha ejecutado correctamente la posición de firmes y el taconazo no lo he oído. Hágalo bien, si no le importa.
El jefe de Clase pareció meditar: efectuó un movimiento de abducción con la pierna derecha, la sostuvo en el aire medio segundo y la retornó al tiempo que se estiraba como si quisiera parecer diez centímetros más alto.
Pese a tanto brío, el choque de talones sonó mínimo, lastimoso.
—Vaya cagada —gruñó el profesor, guardándose el estadillo—. Al menos le has puesto ganas. Siéntese.
Escaló la tarima, amontonó el tricornio y el maletín encima de la silla y, hojeando una libreta, fue a sentarse al pico de la mesa. La clase entera dejó de respirar… Hasta que se escuchó el nombre del Malagueño.
Y éste que se alza con voz estentórea, casi jubilosa:
—¡Presente!
—A la palestra.
El Malagueño se dirigió al entarimado, que atacó con singular audacia; ya en alto se cuadró dando cara al profesor con un estallido de tacones (inverosímil en un calzado de goma) que hendió el acongojado mutismo y reflejó a traición la complacencia del oficial.
Tras un instante de caos por la inopinada feracidad de su instrucción, el capitán preguntó:
—¿Qué sabe usted del funcionamiento combinado de los mecanismos del cetme?
—Bueno… —carraspeó el Malagueño, que parecía no alcanzar a comprender a qué se refería con aquella extraña pregunta; si bien debía de recordar algo, pues Salva en más de una ocasión le había señalado como muy importante la página que hablaba de ello en el Petete, el nombre con el que habían bautizado al gordísimo libro de materias profesionales.
No decía nada, y sin embargo no se le veía angustiado en exceso.
—Bueno… Cuando el tiro sale…
—Siéntese, guardia alumno —abrevió el oficial—. En mi asignatura tiene usted un ocho.
Un ocho era la máxima calificación.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —contestó el alumno con un paso lateral y repitiendo la detonación; más fuerte si cabe, fastuosamente escénico.
Una vez más, las artimañas del Malagueño le habían funcionado.
De vuelta, guiñó un ojo a los pasmados colegas de camareta y fin de semana.
—Ricardo Piñeiro —pronunció el profesor.
—Presente.
—A la palestra.
Pero la salida del Galleguiño, el cuarto compi de camareta, no fue tan impresionante ni tan ruidosa y, a pesar del asaz detalle de las piezas internas del fusil de asalto, la nota no pasó de un seis. Preguntó a otro y luego a otro, cuyos modos militares, sin llegar a la teatralidad del Malagueño, le supuso de entrada un siete.
El nombre que leyó a continuación fue el de Salva.
—¡Presente!
—A la palestra.
Por desgracia, su presentación resultó demasiado concisa y el capitán Parterra pasó sin dilación a preguntar.
—Partes del cañón.
—Recámara, ánima y anilla del portafusil.
—Rayas del ánima y sentido de las mismas.
—Cuatro, constante dextrórsum, es decir, a derechas.
—Muy bien. Cartucho del cetme.
—Nato 7,62 x 51 milímetros. Lo componen bala ojival o proyectil, vaina y cápsula.
—Particularidad de las balas dumdum.
—También llamadas «explosivas». Son de ojiva descubierta por donde irrumpe y se expande el núcleo al producirse el impacto.
—Zona en la que un proyectil no puede incidir nunca.
—Zona desenfilada.
—¿Y aquella por la que un blanco no puede marchar sin ser abatido?
—Rasada.
—Bien. Ahora hábleme del coeficiente balístico de la bala desde que abandona la vaina hasta el punto de impacto, así como las distintas tensiones de sus trayectorias.
Salva se lanzó entonces en una exposición técnica y prolija que dejó al capitán embobado y conmovido. No obstante, no fue suficiente para que la nota subiera a un ocho. El escaso estruendo del taconazo no se lo perdonaba; alegó que su firmes dejaba mucho que desear, empero reflejando en sus palabras cierta desazón, como lamentando no poder anotarle más de un siete. Le ordenó que se sentara y siguió preguntando.
Los alumnos se sucedían en un alarde de patética competición por dar los más fuertes taconazos y el firmes más firme, con todo lo que ello implicaba: los pies con los talones en una misma línea y unidos, las puntas vueltas hacia afuera hasta formar un ángulo de 45º, piernas extendidas sin forzar las rodillas, el peso del cuerpo a plomo sobre las caderas y el vientre recogido, quietos los labios y hasta los pulmones.
Un ritual de calamitosa exhibición soldadesca cuya ausencia de naturalidad acusaba movimientos grotescos, delineando caras de descojone en los que ya habían salido y cuajando de angustia la de los que quedaban por ser nombrados.
—Marino.
—Presente.
—A la palestra.
Circunspecto, indómito, Marino desfiló por el estrecho pasillo. Como elevado por un empujón, se encaramó al cadalso, hizo un firmes escueto y aguardó a escuchar la pregunta.
El capitán no dejaba de contemplarlo.
—Tiene usted poco plante de guardia civil, me parece a mí —dictaminó—. Hábleme de las ventanas y taladros de que consta la caja de disparo.
Читать дальше