En esa tesitura se encontraron las élites al final del franquismo que, confusas y desorientadas, 17fueron incapaces –como decimos– de proceder a una reforma política que modificara la estructura política del Estado. Estas élites, con sus matices, representaron el sector más duro del franquismo, la reacción hacia una salida franquista a la crisis, una salida autoritaria que preservara «el legado político del 18 de julio» y al que el albacea del franquismo, Carlos Arias Navarro, no pudo sustraerse. Este sector, «el búnker», el más recalcitrante del franquismo, en un intento desesperado de mantener sus privilegios arremetió contra los movimientos que se producían dentro del Estado, llegando a crear –en los primeros momentos de la transición– un ambiente de crispación y tensión para una involución política y la vuelta al franquismo. Sin embargo, lo que llegó a conseguir el inmovilismo más ultramontano al postular un franquismo después de Franco fue demostrar justamente la inviabilidad de un sistema político incapaz de dar salida a la crisis de continuidad y de sucesión, que dejaba una herencia abierta en diversos frentes que tenían difícil resolución a corto plazo. Al contrario, con el paso del tiempo, los problemas habían de enconarse.
Esta fue la herencia que legaba el franquismo a la historia. En primer lugar, una crisis Iglesia-Estado y una crisis colonial –Sáhara– que situaba al sistema político en estado de demolición; en segundo lugar, el fortalecimiento de fuerzas centrífugas en los territorios periféricos –con una situación explosiva en el País Vasco– que amenazaban con destruir la cohesión territorial del Estado; y finalmente, una crisis social con un nuevo movimiento obrero organizado que aparecería sobre el escenario de la transición dispuesto a desafiar al régimen.
Todas estas circunstancias unidas ofrecían un contexto político de potencial peligro para la estabilidad política y la cohesión territorial del Estado, y consiguieron que el sistema político se fuera agrietando por los cuatro costados. Y fue el conflicto obrero el factor que más afectó a la estabilidad del régimen. De hecho, fue el movimiento obrero el que, por su tradición histórica y experiencia organizativa, consiguió, por un lado, llegar a la transición en condiciones de desafiar a la dictadura abiertamente, y por otro, erosionar la legitimidad del sistema y su credibilidad entre las clases sociales tradicionales, para las cuales el franquismo había representado una etapa de paz social sin precedentes en la historia contemporánea de España. Por tanto, lo que el franquismo acabó por demostrar en esa crisis final de 1973-1975 fue su manifiesta incapacidad para mantener el orden y la paz social, generando la convicción de que, tras la muerte del dictador, el régimen ya no podría continuar. La política de «mano dura», la represión «dura y eficaz» para mantener la paz social que tanto reclamaban los sectores sociales conservadores ya no servía en unos momentos en los que contrastaba la agonía de régimen frente a un movimiento obrero que «consiguió llevar a la dictadura a una situación insostenible e hizo que el cambio de régimen tras la muerte de Franco fuese más lejos de lo que los sectores “aperturistas” o “reformistas” podían presagiar». 18
1.1.2 Las huelgas de enero-febrero de 1976
En los últimos años del franquismo el número de horas perdidas en huelgas se disparó, tanto en largos conflictos laborales como en huelgas generales, a la vez que aumentaba frenéticamente la actividad del siniestro Tribunal de Orden Público (1963-1977). La crisis social alcanzó su punto de actividad más alto con el movimiento huelguístico de enero-febrero de 1976. Ante el aumento de la conflictividad laboral, la postura que tomó la dictadura se mantuvo siempre inamovible; el régimen permaneció imperturbable a los cambios que se estaban produciendo y la respuesta a la resolución de los conflictos sociales continuó basándose en la paranoica obsesión del uso de todo el poder coercitivo del Estado para asegurar la ley y el orden, y segar de raíz cualquier tipo de contestación social. La misma existencia del Tribunal de Orden Público, especializado en reprimir cualquier actividad contra la dictadura, y la frecuencia con la que se decretó el estado de excepción durante el tardofranquismo (1969-1975) –particularmente en el País Vasco– constituyen un ejemplo de la pervivencia del pensamiento reaccionario de la derecha franquista y de cómo la oposición política, con el movimiento obrero a su cabeza, consiguió que el régimen llegara, por momentos, a sentirse amenazado.
No puede resultar extraño, por tanto, que el tardofranquismo (1969-1975) –el periodo en el que la oposición política fue creciendo entre diversos estamentos de la sociedad– fuera una de las etapas del franquismo más represivas, en la que la dictadura recurrió con mayor dureza al empleo de la fuerza pública contra cualquier movimiento de protesta social. 19En este tiempo, como ya se ha anotado, la represión y el peso de la lucha antifranquista fueron soportados por los sectores más avanzados de la clase obrera que
hicieron historia [...] y tuvieron el efecto de acorralar políticamente al régimen en mucha mayor medida que ninguna otra movilización a cargo de los partidos políticos de la izquierda. Sin ningún género de dudas, las grandes víctimas de la lucha contra el franquismo, quienes cargaron realmente con el duro peso de la tarea, fueron los obreros. 20
Sobre estas premisas, el franquismo puso, irreversiblemente, la cuestión social en la primera línea de la política de Estado en un momento en el que se sentía en toda su dimensión los efectos de la crisis de 1973; una crisis que recayó con crudeza sobre la población asalariada, movilizada por los sindicatos obreros, particularmente las ilegales Comisiones Obreras, que por su presencia y penetración en las empresas y en la estructura de la organización sindical vertical llegaron a conseguir de los trabajadores una actitud reivindicativa más agresiva frente a los patronos y también una mayor conciencia de lucha a favor de las libertades democráticas y de la ruptura política.
El aumento de la carestía de la vida, con una fuerte alza de los precios en los productos de primera necesidad y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, el aumento del desempleo, con unas tasas desconocidas hasta entonces, la crisis final del sistema político y de legitimidad del franquismo, el fortalecimiento de la oposición política y el activismo de los líderes obreros en la Organización Sindical crearon las condiciones para que el movimiento obrero adquiriera experiencia política y organizativa; lo que le permitió, en 1976, protagonizar la mayor demostración de fuerza contra un régimen que se encontraba a la defensiva, pese a que mantenía intacta toda la capacidad represiva del aparato del Estado.
Las huelgas de enero-febrero de 1976 constituyeron toda una demostración de fuerza de un movimiento obrero que presionaba al Gobierno y a la patronal en exigencia de sus demandas. En palabras de quien fuera gobernador civil de Barcelona en 1976-1977, estas movilizaciones constituyeron «un pulso a las estructuras del gobierno y de seguridad del Estado, lanzado por la oposición y dirigido por el Partido Comunista y por Comisiones Obreras, con una importante aportación de las organizaciones de extrema izquierda». 21
En esta coyuntura, las condiciones sociopolíticas eran las propicias para la estrategia del movimiento obrero. Los sindicatos obreros llamaban a la huelga en demanda de mejoras salariales y laborales, con acciones que desembocaban irremediablemente en movilizaciones a favor de la libertad y la amnistía. Las protestas acababan por enfrentarse a las estructuras políticas del régimen, radicalizándose y politizándose ante la incapacidad de los Sindicatos Verticales de resolver los conflictos laborables por medio de la negociación. Desde esta posición, en una crítica coyuntura de crisis económica, el desafío de las huelgas de 1976 que lanzaba la clase trabajadora al régimen fue total. El momento político era delicado; el momento histórico, excepcional. 22
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