Por otra parte, más allá de la sierra, en el interior del continente, se situaban las conocidas como «provincias orientales», la zona más deprimida de Ecuador, donde residía una población dispersa, en un gran porcentaje indígena. En Ecuador, la cuestión territorial suponía un problema de carácter nacional, ya que existían múltiples debates en torno a la delimitación de los territorios que formaban parte de la nación y de los ciudadanos que la componían. Así, entre las disposiciones comunes de la Constitución ecuatoriana de 1861 se establecía que «todos los lugares que por su aislamiento o distancias de las demás poblaciones, por su escaso vecindario o atrasada civilización» debían regirse por disposiciones especiales. Entre estos territorios se encontraban la provincia del Oriente –«regida por leyes especiales hasta que el aumento de su población y los progresos de su civilización le permitan gobernarse como las demás»– o el archipiélago de Galápagos. 102
Quito, la capital, era el lugar que concentraba un mayor número de población. Además, contenía la mayor cantidad de población ilustrada del país, pues aquí se situaba la mayoría de colegios y universidades. Durante la época colonial, la élite social terrateniente había estado ubicada en este territorio. Sin embargo, como ya se ha visto, esta élite fue siendo desplazada desde el siglo XIX por la burguesía comercial asentada en la costa. También era la zona que albergaba un mayor número de iglesias y una mayor cantidad de población católica. En palabras de Ronn Pineo, «la religión, la educación y las artes pronto se centraron en Quito». 103
Por su parte, Guayaquil, con una economía basada principalmente en la explotación cacaotera y el comercio internacional a través de los puertos, era el lugar donde se situaba en gran medida esa burguesía comercial y financiera a la que se ha hecho referencia en el apartado anterior. Era, por tanto, una zona de prosperidad económica, como relataba el New York Times : «El comercio en Guayaquil es muy próspero, todos los comerciantes hacen dinero». 104 Al estar situado en uno de los márgenes del país, el territorio de Guayaquil siempre mostró un deseo de mayor autonomía política, frente al poder central ubicado en Quito. Así, los guayaquileños no estaban tan interesados en la política nacional como en conseguir beneficios para su propia región, lo que presentaba un grave problema para la consolidación del nacionalismo ecuatoriano. De hecho, si por algo se caracterizaba Ecuador era por su profundo regionalismo, un elemento que fue percibido incluso por algunos observadores foráneos, como el ministro de Estados Unidos en Ecuador Friedrich Hassaurek: «En casi todos los países hispanos el espíritu del provincialismo reina de manera suprema. Lo mismo ocurre en Ecuador, mucho más, sin embargo, en la costa que en el interior». 105
Las diferencias económicas, sociales y culturales entre Quito y Guayaquil eran notorias, así como las desavenencias entre sus habitantes. Por ello, los «blancos racistas» serranos criticaban la laxa religiosidad que imperaba en la costa, así como el mestizaje que se daba entre los «montuvios», a los que se referían como «monos». Por su parte, los costeños consideraban a los quiteños como «orgullosos y santurrones, y afirmaban que la piedad ostentosa de la sierra se forjaba con hipocresía». 106
Por último, las provincias orientales, a menudo consideradas «bárbaras» o «incivilizadas» por los políticos ecuatorianos del momento, era una zona en gran parte desconocida. Como ya se ha comentado, en este territorio residía una población mayoritariamente indígena y analfabeta. Una de las soluciones que se plantearon desde el Estado para paliar estos inconvenientes pasaba por educar a la población iletrada, una tarea que en gran medida ejercieron las organizaciones católicas, en concreto los jesuitas. El diputado José Ignacio Ordóñez –el cual fue además obispo de Riobamba y arzobispo de Quito– exponía así la situación y la solución: «existiendo vastos lugares en estado de barbarie en la banda oriental de la cordillera, lugares en que se aumentaría la población y saldría esta de la barbarie mediante la predicación del evangelio por las misiones que iban a establecerse». 107 Igualmente, el representante y también sacerdote Vicente Cuesta afirmaba la necesidad de que la Compañía de Jesús se encargara de «civilizar» a las poblaciones que quedaban fuera de la nación (aunque teóricamente formaban parte de ella):
En balde decimos que los límites de nuestra República son desde el Océano hasta Tabatinga; estos límites solo existen en el mapa, puesto que la verdadera población ecuatoriana está circunscrita a las regiones andinas y a la costa del Pacífico. Las ricas regiones orientales, los grandiosos ríos que las atraviesan en todas direcciones, son aún vírgenes para nosotros. Desengañémonos pues, el interés particular no civilizará el Oriente, como no lo ha hecho hasta ahora, y preciso es dejar esta obra a la caridad cristiana [...]. La Compañía de Jesús en el Oriente sería, además, la salvaguardia de la integridad territorial de la República. 108
El debate sobre la permisión de la entrada en el país a los jesuitas, con el objetivo fundamental de educar y civilizar a una gran cantidad de población que vivía en los márgenes de la alfabetización y, por tanto, del sistema político que se estaba construyendo, fue un tema bastante recurrente en Ecuador a lo largo de todo el siglo XIX. Por ello, en los capítulos 6 y 7 se profundizará en la relevancia que tenía el requisito de la alfabetización para obtener el derecho a la ciudadanía en Ecuador, así como en las medidas implementadas en la época garciana para extender la educación en la nación. En la misma línea que Cuesta, el representante Ramón Borrero aseguraba que la llegada de la Compañía de Jesús podía ayudar a que «se civilicen las hordas salvajes que habitan nuestras extensas regiones». 109 Los discursos que hablaban de «civilizar» a las «hordas salvajes» tenían sentido en un momento en el que en todo el mundo occidental existía una idealización de la idea de progreso, un progreso tanto moral como tecnológico y material. La educación, por tanto, jugaba un papel esencial en el objetivo de aumentar el progreso de la civilización , un elemento que quedaba patente en el discurso de la comisión encargada de dirimir la idoneidad de la entrada de los jesuitas en Ecuador:
Las misiones y la instrucción pública son las primeras y las más premiosas necesidades de nuestra República ecuatoriana [...] para salir del estado de postración en que se halla sumergida; lo que nuestros pueblos piden para ensanchar sus relaciones comerciales, dar vida a su industria y ponerse en la senda del progreso, lo que la humanidad exige en bien de nuestros infelices compatriotas que viven sumidos en las tinieblas de la ignorancia y del error, y lo que la santa religión predica en favor de los infieles que pueblan nuestros desiertos, insultas y foraces selvas a fin de que salgan de su ignorancia y de sus errores. 110
Evidentemente, esta parte de la población considerada ignorante y atrasada, a menudo asociada con la población indígena que vivía alejada de los principales núcleos urbanos, quedaría también al margen de la vida política. Los mismos legisladores blancos, burgueses e ilustrados se encargaron de establecer mediante constituciones y leyes una serie de restricciones a la participación política de aquel gran sector de población. Por tanto, las diferencias territoriales repercutían en el modelo de sistema representativo que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XIX. Así, por ejemplo, el diputado Toribio Baltazar Mora proponía que el distrito de Quito, «que tiene una Universidad y más establecimientos literarios que los otros, debe naturalmente poseer mayor número de ciudadanos ilustrados, aptos para ejercer los derechos de la soberanía», y por tanto debía tener una mayor representación en el Parlamento. 111
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