—¡No! ¡Qué va! —le contesté, imitando su tono de comedia. Los klínex los tengo para la gente que viene resfriada: los inviernos aquí son duros, ya lo sabes.
—Resfriados del alma, ¿no?
Es extraño verme solo en la sala de terapia. Y mucho más extraño sentir este agrio silencio en toda la planta del edificio, toda la unidad vacía; sentir esa densa ausencia de pacientes y del equipo.
Me siento en la silla habitual que uso como terapeuta. Abro el sobre y miro estúpidamente el conjunto de letras impresas, a pesar de que sé, desde el primer instante, que no puedo entender nada en ese idioma. Podría pedir una traducción, podría escanear el texto y usar el traductor de Google. Pero sé que no voy a entender tampoco nada de lo sucedido, incluso cuando el texto esté en mi idioma. Tampoco quiero pensar en lo que ha pasado; no quiero asumir que los he perdido, todavía no.
Arrojo mi propio cuerpo en el sofá que suelen usar los pacientes y busco en el iPad a Yo-Yo Ma. Necesito su violonchelo para aliviar este punto de presión en el pecho. Necesitaría también un brandi para diluir los latidos rotundos del corazón, pero, obviamente, no hay de eso aquí en la consulta. Abro la libreta y el bolígrafo en busca de recuerdos que pueda anotar, para que no se evaporen en el dolor.
Escuchar juntos el mismo dolor compartiendo una mirada esperanzada, aquí, entre estas paredes. Hemos puesto toda nuestra energía en la misma voz. Hemos explorado juntos esas intrincadas historias de vida, las salidas del túnel, los caminos posibles… Lo hacíamos como una sola mente, compuesta por la diversidad de cada uno de nosotros.
Lo que más me emociona, y lo que me ha otorgado a veces una fuerza inusitada y al tiempo natural y cotidiana, era que solamente mirábamos al paciente, esa persona sentada aquí, justo en este sofá; a esa familia atrapada en la angustia, a ese niño que tropezaba con cualquier trocito de amor derramado, a esa adolescente que buscaba un pedacito de cielo azul en un día de tormenta que nunca se acaba. Nosotros éramos esos ojos que besan, esos labios que miran, esas palabras que acarician; una manta que te arropa cuando tu temblor aflora en forma de lágrimas. Queríamos estar ahí más que cualquier otra cosa.
¿Qué va a pasar ahora? Os he visto crecer como terapeutas, os he visto madurar como personas, me habéis hecho llorar de orgullo al terminar una jornada complicada en la clínica, mientras conducía de vuelta a casa sumergido en una noche lluviosa. Me habéis hecho sentir el orgullo de pertenecer a la raza humana: por vuestra entrega, por vuestra generosidad, por vuestra habilidad para ayudar. Y, lo más importante, esos momentos en los que he admirado vuestro trabajo, veros aquí en la sala de terapia con una adolescente que os ofrece el tumor de su gran angustia y comprobar cómo lo arrojáis sin contemplaciones a la papelera para sustituirlo por una sonrisa. He sido testigo de ese momento mágico en el que os habéis convertido en un ángel para una madre incomprendida, para un hijo que no puede ver otra cosa que su propia culpa, para unas niñas que han mendigado amor infructuosamente durante años en un desierto de afectos… Podría escribir ahora una larga lista de ejemplos. Puedo visualizarlos aquí mismo, todos esos momentos de trabajo compartido a lo largo de los años en los que me habéis inyectado admiración y orgullo.
Y nos hemos reído. Provocar vuestra sonrisa en un momento complicado de un caso imposible; ese alivio, ese desahogo, ese gesto que nos recuerda que la situación es desesperada, pero no tiene por qué ser obligatoriamente seria. Siempre quise (lo confieso) que esa fuese mi contribución a vuestra mochila profesional. No es gran cosa, pero me conformaría con esa esencia de humor en el ambiente, o su mera evocación en el aire.
También hay un apartado en mi libreta para anotar todo lo que debí hacer y no hice, todo lo que os debía y no os pude dar, todo lo que os habéis merecido y no pude hacer realidad. Es un apartado doloroso, porque siempre he sentido que estaba en deuda con mi equipo, con vosotros, de la misma forma que estoy en deuda con la vida, porque me ha dado cosas que solamente me atrevía a soñar, como lo hace un niño pequeño cuando duerme en el regazo de sus padres. Ojalá tenga tiempo para ir devolviendo toda, o parte, de esa gran deuda.
Al menos, hay un violonchelo que me cobija en esta estancia construida de madera y piedras. La ventana luminosa insiste en decirme que podría sentir el sol fuera de mi mente…, si decido salir. Ese sobre y esa carta incomprensible se van desdibujando en mi visión. Extiendo la mano y toco la música; la intento acariciar y noto con claridad que me sonríe. Aquí dentro, en la sala de terapia, con el violonchelo, con el aroma de un recuerdo, con el frescor de los muros de piedra que me defienden…, aquí dentro, sé que podría entender un poco más la vida si me concentro. Lo intento, pero no es fácil. No importan apenas las personas —es cierto—, pero a veces creamos algo importante juntos. Nadie sabe cómo se hace; nadie sabe cómo se empieza ni el momento en que se ha terminado; nadie sabe la fórmula precisa, pero intuimos que no hay otra forma.
Oigo un ruido. ¡Qué raro! ¿Ha venido alguien que no sabe que estamos confinados, cerrados, heridos?
Antón es el terapeuta de Edgar y Helga. Es un joven sensible que está ocupándose de la terapia de ambos hermanos, con el sentimiento de tener el privilegio de llevar un caso así en el inicio de su carrera. Antón tiene un expediente brillante unido a una formación clínica excepcional y nunca pensó que este caso fuese demasiado complicado para él, a pesar de que solo lleva ocho meses ejerciendo como profesional. Sesión a sesión, ha ido compartiendo con Edgar y Helga algunos eslabones de esa cadena de acontecimientos que marcan su trágica biografía. Trabaja con ellos recordando un consejo que repetía su supervisor para situaciones complejas: «ir dando sentido a la complejidad, pero muy poco a poco, con delicadeza, y sin ninguna prisa».
Hoy, sin embargo, ha comenzado la sesión con un nivel de inquietud —no quiere pensar en palabras como estrés o ansiedad— anómalo, más alto e incontrolable de lo habitual. Por primera vez, la madre biológica de Edgar y Helga ha venido a compartir una sesión con sus hijos.
Los abrazos de Edgar a su madre, sus sonrisas y contacto físico ininterrumpido, deberían tranquilizar a Antón, pero no sabe por qué esto no termina de producirse. La desconfianza de Helga, recelosa y demasiado educada ante la presencia de su madre, tampoco es algo inesperado para Antón, pero no por ello le resulta tranquilizador. Antón, fiel a las enseñanzas de su supervisor, no pretende hacer nada profundo ni arriesgado en este encuentro; solo quiere observar y ofrecer un modesto espacio de conexión entre la madre y los hijos.
Pero ahora se ve entre ellos y su propia emoción resulta ser más descontrolada que la de sus tres clientes. Se desabrocha dos botones de la camisa, sin darse cuenta de este sutil gesto de nerviosismo, hasta que Edgar le pregunta si tiene calor. Antón quiere ordenar sus ideas y estructurar la sesión, pero hay una emoción que no puede contener: siente que está presenciando una herida que se desangra sin que nadie pueda hacer nada. La madre sonríe, pero, desde sus ojos, puedes asomarte a un abismo de tristeza y culpa. Edgar la abraza, pero su afecto está envuelto en un aura de desesperación infinita, algo que Antón nunca había visto hasta ahora. Helga se muestra educada y contesta a las preguntas con formalidad, pero Antón percibe, por primera vez, el eco de un grito de pánico que resuena oculto debajo de su voz contenida. Hay una radiación que podría matarlos a todos y Antón se ve en medio de ella sin ningún traje que lo proteja. No sabe qué hacer; quiere pensar, pero solo puede sentir. Nunca le había pasado algo igual; puede escuchar y hacer preguntas, pero estas le suenan lejanas y metálicas, ajenas.
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