Lourdes Cacho Escudero - El hospital del alma

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El hospital del alma es un conjunto de relatos divididos en seis capítulos desde el que Lourdes Cacho Escudero, a través de anécdotas, experiencias propias y a veces historias que le han sido contadas, describe el tiempo y los lugares que han marcado su vida. Cobran especial importancia algunas etapas, la niñez, la adolescencia, la madurez; todas ellas de la mano de un aprendizaje transmitido a través de familiares, amigos, seres queridos e incluso personas que en un momento dado le han supuesto un significado imborrable.
El tiempo de cada relato es la búsqueda de la felicidad, la puesta de largo de la vida, el encuentro con la muerte y con el paladar de las ausencias. Los lugares describen el camino, principalmente el de la risa y el del amor. Hay un capítulo especial, el último, en el que la lectura del amor cobra vital interés y se ahonda en la soledad, en la necesidad de un tiempo de abrazar, en la sensualidad de la memoria o en el amanecer de las caricias. El amor se desnuda despacio ante los ojos del lector para poner punto final a un libro que podría decirse que es la recopilación de latidos, de respiraciones entrecortadas, de tardes de escuela y de comienzos…Porque todos los aprendizajes tienen un comienzo, una puesta en contacto con un mundo real vivido que va a ser el principal protagonista de cada historia.
La familia, como punto de partida o de referencia, el pueblo como paraíso de juegos y guardián de los secretos de la niñez, de los primeros besos y la ciudad como toma de contacto con la independencia, con esa edad de las caderas que va instaurando poco a poco otra libertad sexual; y el dolor de la enfermedad y de la muerte, ponen de manifiesto una forma de tomarse la vida donde encender el sol o sonreír son conductas aprendidas, narradas de padres a hijos y de abuelos a nietos.
Como una cura de amor a través del equipaje de las palabras para sanar la soledad del alma.

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El hospital del alma

Lourdes Cacho Escudero

ISBN 9788415930952 Lourdes Cacho Escudero 2016 Punto de Vista - фото 1

ISBN: 978-84-15930-95-2

© Lourdes Cacho Escudero, 2016

© Punto de Vista Editores, 2016

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

CAPÍTULO 1 - CEREZAS CAPÍTULO 1 CEREZAS

TIEMPO TIEMPO

SABORES SABORES

CAPÍTULO 2 - LA CALLE CAPÍTULO 2 LA CALLE

PUERTAS PUERTAS

CANDADOS

CAPÍTULO 3 - APRENDIZAJES

ÁBACOS

PIZARRAS

CAPÍTULO 4 - LA SIESTA

LAS SÁBANAS

EL SUDOR

CAPÍTULO 5 - MEMORIAS DE UN RÍO

EL AGUA

LA SED

CAPÍTULO 6 - EL HOSPITAL DEL ALMA

EQUIPAJES

EL HOSPITAL DEL ALMA

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Lourdes Cacho Escudero(Nalda, La Rioja, 1970) es, según sus propias palabras, poeta y escritora. Comenzó colaborando en un periódico local llamado El Arco la Villa y ha obtenido premios regionales tanto en poesía como en relato. Diplomada en Enfermería, aunque ejerce este trabajo muy de vez en cuando, aspira a ser como Antonio Machado y sueña en poesía y vive en prosay escribe porque le prometió a su abuela escribir su historia. De 2015 es su poemario titulado El tiempo merecido (Ediciones 4 de agosto). El hospital del alma es su primer libro de relatos.

CAPÍTULO 1

CEREZAS

TIEMPO

Cerezas

… a mi padre.

Mi padre tuvo otra infancia. Mis abuelos otro campo. El del sol a sol, el de la necesidad, el que daba de comer. Era un sacrificio ser padre y ser hijo. A veces había que salirse de la escuela para hundir los pies en la tierra y regar con el sudor demasiado joven la medida de un cantero. Un pañuelo de cuatro nudos les protegía del sol. Un bota de vino, del frío. Cuando yo nací, mi padre estaba en el campo; eran las cinco de la tarde de un día de verano de últimas cerezas. Mi madre dio a luz a la antigua usanza: rodeada de vecinas que inundaron la habitación con la descripción de sus partos y que observaban sin distracción alguna los pasos del practicante. La primera vecina que me cogió en brazos se llamaba Lorenza y ella fue quien me puso en los brazos de mi padre, que llegó con el corazón en la frente. Cada vez que abrazo a mi padre me sabe a cerezas porque me lleva suavemente a aquel espacio de luz donde el amor entre cuatro paredes era propiamente la vida y el único pecado en el “renque” de una calle era propiamente el amor. Porque yo, ya nací en otro tiempo y poder mirarlo a los ojos sé que es propiamente la vida…

El jardín de las nubes

A mi madre…

En el verano de 1984, mi madre nos hizo el mejor regalo que podíamos imaginar: Cóbreces. El caso es que yo fui refunfuñando porque dejaba durante quince días las noches llenas de estrellas de Nalda y un séquito de amigas con las que compartir secretos. Recuerdo la sensación de angustia, el dolor de los primeros momentos en mi garganta y el miedo a que el tiempo se quedara anclado en aquel lugar que parecía embrujado. Y eso que mi hermano y yo teníamos suerte: mi madre también estaba allí. Todo lo cambió el primer paseo, cuando aquella playa se puso ante mis ojos, aquel trozo de mar que ya jamás olvidaría y aquellas miradas de unos a otros que nos hicieron cómplices, los mejores aventureros del mundo. Siguen en su sitio la fábrica de quesos, la cabina desde la que cada tarde llamábamos a mi padre y el bar de Manolo, al que una noche nos llevaron a Amaia y a mí a ver la final olímpica de baloncesto entre Estados Unidos y España. Y sigue esa maravillosa sensación de acariciar otra vida desde el acantilado del Bolao. He vuelto a cazar gamusinos, a escuchar a aquel chico fuertote pedir cada día mi mano a mi madre a la hora de servirle la comida, a reír con aquel pelirrojo que se enamoró de Fabiola y que incluso suspiraba al mirarla y he vuelto a ver a Ángel, el de Andrea, como si lo tuviera delante de mis ojos. Lo que trabajaron José Andrés y él porque los baños se estropearon. En fin, que un montón de recuerdos, todos bonitos, se han agolpado en mi cabeza con el olor a mar, con el roce de la arena y con la maravillosa paz que en Cóbreces se respira. Tenía que regalárselo a mi madre porque cuatro años después de aquel verano nos volvimos a apuntar al campamento: ella como cocinera y yo como monitora. Y en el último momento me eché a atrás porque tenía que estudiar para Selectividad que me había quedado por la dichosa Filosofía y porque aquel chico de ojos azules que andaba recorriendo Europa vendría y yo no estaría y… ¡Caramba! ¡Tenía que casarme con él!…

Me sentí culpable de no haberla acompañado y este viernes pasado recordándolo en un paseo hacia Novales, mi presbicia me hizo leer en un letrero algo que no ponía: “el jardín de las nubes”. Me pareció tan bonito que mi cabeza comenzó a hilar una historia y volví a tener catorce años. Y volví a necesitarla como entonces. Mis “te quiero” le fueron llegando ese día en forma de primavera verde y de nubes de mar, de cielo de acantilado y de mareas, de lectura en los brazos del amor. Porque también la quiero con aquel verano que hizo horizonte entre mi niñez y mi cordura.

Aprobé Selectividad. En septiembre cayó Darwin y la evolución de las especies que había dado en Biología me adaptó al medio. Y la descomposición de una molécula de glucosa, los 38 ATP de energía para pasar sin problemas la prueba. Bendije el Ciclo de Krebs y la fosforilación oxidativa. Así que mis besos salados siempre llevan un poco de glucosa, una molécula para ser exactos. Y también un jardín de nubes, el que sin lugar a dudas me ha dado mi madre…

El aprendiz de pintor

La ceguera fundó su territorio oscuro en uno de sus ojos. El espacio de luz estrechó las fronteras del paisaje y el horizonte alargó su talle. Las estrellas subieron la escalera de su perspectiva para ocupar el escalón más alto y la noche conquistó todas las batallas de la memoria. Paciente y en silencio, mi abuelo abría un bloc de páginas templadas con mi cariño y adaptaba una boca de grafito al cuerpo sugerente de un papel en blanco. La silueta del miedo, del dolor indescriptible de los días de cárcel iba ocupando la dimensión del tiempo, el retal de savia en donde trataba de explicarme su pasado. Sentada en su costura, antes de ser amordazada por el pañuelo del olvido, mi abuela entre sus hilos, zurcía calcetines para pasar el rato. Cada cinco minutos el rabillo de su ojo observaba mi falda o el pantalón vaquero que marcaba el nacimiento de mis caderas. A mi edad, en sus tiempos, se ganaba la vida y no tenía padre al que obedecer ni madre donde refugiarse. Mi adolescencia vino con un pan bajo el brazo, sin retraso en los trenes, sin amor clandestino en pensiones baratas, sin portales adictos a los candados; la primavera llegaba puntual a una canción de rock y las ganas se descamisaban a plena luz del día; el río se arrodillaba ante los besos y no sobre las tablas de lavar y la cara era el espejo del alma. Pero en los dibujos de mi abuelo, las caras reflejaban un alma amenazada, una libertad afligida, un agujero de lana donde la vida se ovillaba para pasar desapercibida. La soledad de otro tiempo humedecía el lápiz que en sus manos se encadenaba a una saca o anudaba la luna en la garganta de un aula de química a la que el horror vistió con barrotes; el olor de aquel espacio ácido de pizarras que le retuvo preso y el pH elevado del insomnio, de los amaneceres emparedados, de las monstruosas cunetas de cementerios que hurgaban en el aroma de mis ojos produciendo salinas. Porque yo no entendía que por ser aprendiz de pintor él fuese un demonio ni que quisieran dejarme huérfana de sus colores… En el tuerto equilibrio de una paz silenciosa acaricié las sinuosas formas del consuelo, la largura de un tiempo aún cerrado a las palabras, la oquedad de los pasos baldíos, la dentera de una lana que todavía abrigaba el invierno del miedo…

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