Hoy ha sido diferente. Hoy no estaba su madre en el sueño. Era un buzón.
—Mi sueño era sobre un buzón —me dice sonriendo. Parece divertida. Esto me hace temer lo peor y ya me empieza a doler.
—¿Qué tipo de buzón? —le pregunto disimulando mi inquietud.
—Un buzón de esos amarillos de correos, o sea, un buzón ¡de echar las cartas!
—Vale, un buzón de esos de correos que están plantados en el suelo como una seta gigante y son de color amarillo.
—Una seta sin sombrero.
—Vale.
—¿…?
—¿No me cuentas más? —le pregunto al ver que se ha quedado mirándome como si me fuera a hacer una foto.
—Claro…, ¿estás listo?
—¡Claro! —le contesto, exagerando un gesto de impaciencia. Me encantan estos momentos en los que toma la iniciativa de forma tan resuelta
—Perdona, pero es que tienes una cara como de no imaginar el buzón.
—Es que estoy pensando… que hace mucho que no veo un buzón.
—Vale, pues voy al sueño.
—Gracias.
—El buzón estaba en un barrio muy alejado, solitario, aunque no me daba miedo caminar por allí; tenía algo familiar, pero abandonado.
—¿Reconocías algo? ¿Era aquí, en España, o en tu tierra? —le pregunto, dándome cuenta enseguida de que me he precipitado.
—No lo sé, pero no recuerdo nada conocido en el sueño: nada, ni una casa ni una persona…, pero era una sensación familiar, ¿sabes?
—¿Era agradable el lugar?
—No, no. Era de abandono, era triste, era sucio.
—¿Y el buzón?
—Pues eso es lo importante. Veo el buzón y me siento genial, porque llevo mucho tiempo esperando al buzón para echar la carta.
—¿Tienes una carta?
—Sí. En el sueño veo todo lo que pone en la carta, pero no sé cuándo ni cómo la he escrito.
—Pero ¿sabes que es tu carta, escrita por ti?
—Sí, sí, es mi letra, creo… El caso es que sé que es mi carta, seguro.
—¿Qué dice la carta? —le pregunto con un tono liviano y noto, inmediatamente, que no le gusta.
—¿Sería raro que viese una carta en un sueño? — Efectivamente, su cara indica que mi pregunta no tenía el envoltorio adecuado.
—No. Y, si fuese raro, sería todavía más valioso —afirmo, intentando reparar su confianza.
—«He aceptado el dinero. Aceptaré el bebé. Tengo ya el billete para volver contigo. Te quiero, te quiero; mil veces te quiero. Solo espero tu respuesta. Respóndeme rápido». Eso decía la carta. —Y se queda mirándome con sus ojos negros en forma de dos grandes interrogantes que se acercan a mí como dos osos hambrientos.
—¿A ti el contenido de la carta, esas palabras, te dice algo? —le pregunto, calmando de momento esos dos osos.
—Nada.
—Perdona —me aventuro sin mucha convicción, pero con gran curiosidad— que te pregunte algo que ya me has dicho, pero… ¿era tu letra o la letra de tu madre?
—Mi madre nunca ha escrito en español; en realidad, no creo que sepa escribir.
—Los sueños, a veces, ponen nuestra letra en las palabras de otras personas; a veces, ponen incluso una cara diferente a alguien que nos habla en el sueño…
—¿Puedo ir a lo más importante del sueño? —me interrumpe sin acritud.
—Claro.
—El buzón estaba viejo, despintado y atascado.
—¿Atascado?
—Sí, estaba corrido y atascado en su boca, donde se meten las cartas.
—Corroído —le corrijo
—Eso, correido…, co reído… ¿De reír? —me pregunta con una risa contenida en su boca.
—No, no: corroído, de roer, roído…, creo —le contesto, y ya la risa se expande entre nosotros y no sé qué parte es suya y qué parte es mía.
Hay un momento en el que estamos un poco perdidos y la risa nos rescata; suele ocurrir casi siempre en las sesiones con ella. La carta me parece una llamada, una oferta de amar y ser amada. Hay un bebé en la carta y nunca hemos hablado de un bebé, excepto cuando me contó lo que le ocurrió a su madre cuando «ella» era un bebé. Pero no veo el momento de orientar la conversación del sueño hacia eso; no tengo una idea clara. Espero un poco a que ella dé un paso más.
—El caso es que echo la carta en el buzón —me dice con tono trascendente y entiendo que aquí llega lo realmente importante.
—¿Echas la carta en el buzón? —le pregunto, intentando (estúpidamente) mantener un tono neutro en mi pregunta.
—Sí, fíjate si soy gilipollas. Veo el buzón atascado y corrorrido y meto como puedo la carta, y se ve que no cae dentro del buzón, que se queda atragantada en la garganta del buzón.
—¿Y cómo te sentiste en el sueño?
—Pues horrible, porque era echar la carta para nada y había hecho un gran esfuerzo por encontrar el puto, perdón, el puñetero buzón. Y, además, estaba tan viejo y abandonado que seguro que nadie iba a recoger una maldita carta de esa mierda de buzón, así que nadie iba a contestar.
El dolor ya está aquí, con un tono de rabia y decepción en sus ojos, en sus manos, en su respiración. Se frota los brazos; sabe que yo sé lo que esconden las mangas de la camisa. Los ojos vuelven a interrogarme en silencio, a pedirme otra pregunta, para tener alguna posibilidad de continuar sin que el dolor nos hiera.
—¿Cómo te sientes ahora? Me refiero a ahora mismo, ahora que me has contado el sueño —pregunto poniendo una dosis extra de esperanza en la palabra «ahora».
—Pues pienso en el buzón, como si lo viera aquí mismo ahora.
—Yo también estoy viendo aquí mismo el puto buzón; aquí, delante de nosotros.
—¡¿Has dicho el «puto» buzón?!
—¿Lo he dicho? No creo.
—¡Nooo! ¡Qué va! —exclama, y su risa vuelve a inundar toda la sala y vuelve a rescatarnos de ese (puto) dolor que todavía no sabemos cómo afrontar.
«Mis nubes». Esas dos palabras. Y esta mínima frase en el vértice de sus labios: «Son nuestras nubes; tus nubes, mamá». Una emoción incontenible abraza todo su cuerpo; unas lágrimas invisibles endulzan su lengua como dos gotas de cielo. Alika mira por la ventanilla del avión —su compañero de asiento, que va junto a la ventanilla, está concentrado y murmurando, quizá rezando— y ve las nubes como una inmensa alfombra, maravillosa y acogedora. Cierra los ojos y aparece ella saludando, sentada sobre esa superficie mullida y placentera. Ella, su madre, está ahí sentada, mirándola y moldeando un pedacito de nube.
Alika no quiere abrir los ojos; quiere guardar con todo detalle en su memoria esa sonrisa de su madre. Tiene diecinueve años y está iniciando la que cree será su gran aventura vital, su gran decisión. Acaba de despegar el vuelo transatlántico que la lleva hacia una de las mejores universidades del mundo. Todavía le cuesta creer que lo ha conseguido. Casi todos sus amigos la veían como una soñadora. Nadie negaba su talento, pero sonreían ante sus planes y su incansable indagación en Internet para conseguir la beca. «Alika, tus versos no los entienden los blancos», le decía Bosede, su mejor amiga. Incluso ella misma pensó que todo era un juego mientras lo intentaba. Pero la realidad es que ya está volando. Y era un día gris y nublado al despegar que ahora, mágicamente, es claro y soleado por encima de las nubes.
Alika perdió a su madre cuando tenía once años por un cáncer que llegó a casa en Navidad, camuflado entre cajas llenas de regalos y cacahuetes nigerianos. Su madre sintió fuertes dolores en la cena de Nochebuena y el día de Carnaval ya estaba vaciando sus últimas dosis de vida en el hospital. Su padre y su hermano mayor fueron los testigos del combate final librado por las células de su madre en ese privado e íntimo campo de batalla que estaba dentro del abdomen. Pero Alika no pudo ni siquiera despedirse en el hospital, porque era demasiado pequeña. Eso escuchó decir: «Es muy pequeña para entenderlo». Ahora sigue siendo pequeña para todos: para su padre y su hermano, para sus tíos y primos, para los chicos que más le gustan, incluso para su mejor amiga. Ella teme que, quizá, nunca deje de ser pequeña para todos ellos. Por eso, se alegra mucho de su perplejidad; todos ellos se han quedado atónitos ante su valentía, su decisión, su coraje. «Y quizá —piensa Alika— por primera vez han entendido que mi talento es, para mí, una obligación, un mandato de la naturaleza». Para ella, su talento para unir palabras e inventar historias es la misión prioritaria en su vida. Por eso ganó, con diecisiete años, un concurso internacional de relatos y vuela hoy hacia ese destino incierto. También por eso tiembla cada mañana, desde que le concedieron la beca para una prestigiosa universidad canadiense, porque nadie puede saber si realmente conseguirá lo que anhela.
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