Valentín Escudero - Retratos de resiliencia

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Adaptarse de forma positiva a las situaciones adversas y al entorno más próximo es un reto al que to-das las personas se enfrentan día a día.
Este libro reúne una serie de relatos inspirados en emociones e historias que ocurren y se construyen en la psicoterapia. Cada uno de ellos cuenta un hecho verdadero y capta la experiencia subjetiva y emocional de individuos resilientes con total libertad literaria.
Lejos de las explicaciones teóricas, este libro le muestra distintos retratos de resiliencia anónimos para que pueda aprender, indirectamente, de esos momentos reales. Situaciones vividas por personas, en muchos casos niños y adolescentes, que superan de una manera ejemplar grandes adversidades sin llamar la atención, sin ser héroes para nadie más que para su terapeuta.
Algunos de los relatos se ven influenciados por momentos mágicos, otros han surgido a distancia o, incluso, han brotado durante el confinamiento obligatorio acontecido por la pandemia del COVID19. En base al origen de las historias, el libro se estructura en tres apartados:
•En sesión: agrupa aquellos momentos mágicos que ocurren inadvertidamente en una sesión de terapia. Son instantes que no se pueden explicar con términos teóricos o técnicos de psico-terapia. A veces, ni siquiera su significado se asienta en palabras, solo se revelan en gestos, sueños, lapsus y miradas.
•Mensajes y cartas: recoge las situaciones inspiradas en el material escrito que recibe o envía el terapeuta, mediante mensajes, correos electrónicos y cartas. Muchas veces esos mensajes cambian totalmente el sentido de la terapia o arrojan luz sobre cosas de las que el terapeuta no era consciente o no había comprendido.
•Historias de vida: reúne auténticas historias de resiliencia y esperanza que pueden resultar inverosímiles. Se presentan como una oportunidad única de conocer en profundidad otras vi-das.
Sin duda, este libro le ofrecerá un espacio de lectura donde el aprendizaje, la emoción y la ternura de los relatos no le dejarán indiferente.

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«Son nuestras nubes, mamá», repite en silencio mientras sigue imaginando a su madre sin abrir los ojos. Alika es fuerte gracias a las nubes. Las nubes la salvaron de una insufrible melancolía cuando murió su madre. Ahora, en el avión, surfeando por encima de ellas, puede rememorar el momento tan decisivo en que se atrevió a contar su secreto en la consulta de aquella psicóloga. Todavía le gusta pensar que la psicóloga no era humana, sino un ángel, pero nunca se lo dijo a ella, por si le parecía mal. Un año después de la muerte de su madre, su padre decidió que no estaba bien y que necesitaba una psicoterapia. Escuchó cómo su padre explicaba a la psicóloga que Alika lloraba con frecuencia en soledad y que también —esto parecía ser lo más raro— se quedaba horas tumbada en la playa o en un parque mirando las nubes. «Se abriga bien y busca un sitio para mirar el cielo», decía su padre con una mezcla de dolor e incredulidad. La fantasía de Alika y su afición a leer relatos africanos e inventar palabras inexistentes fueron el remate final de aquella angustiada queja que su padre descargó sobre la psicóloga como quien se deshace de un pesado saco de patatas.

Alika puede ahora recordar que la terapia comenzó de una forma vergonzante y triste para ella, pero la magia surgió en un momento inesperado, y no fue en la primera entrevista, sino después de varias sesiones. Ahora que se encuentra volando realmente por encima de las nubes, recuerda con total realismo aquella sencilla pregunta que la psicóloga le hizo con toda naturalidad, y sin perder su habitual amable curiosidad: —¿Por qué te gusta mirar el cielo? ¿Es para hablar con tu madre, para pensar en ella?

Alika estaba muy acostumbrada a negarlo y a dar todo tipo de explicaciones falsas pero verosímiles. Sin embargo, en aquella ocasión, dijo la verdad, sin más, y fue fácil:

—Son juguetes que crea mi madre para mí, y juego con ellos.

—¿Juguetes? —preguntó sorprendida la psicóloga, pero sin perder su aura de ángel.

—Gatos, peluches, dragones, muñecas…, muchas cosas.

—No sé si te he entendido. ¿Los hace tu madre? ¿Esos juguetes?

—Sí, con las nubes.

La psicóloga estaba sorprendida, pero parecía ilusionada.

—Y yo veo cómo los hace y, en ese momento, es lo mejor que puede pasarme en este mundo —añadió Alika.

—¿Quieres decir que ves cómo tu madre hace esas formas con las nubes? —Sí.

—[Silencio].

—Es muy raro, ¿verdad? No lo sabe nadie.

—Es maravilloso. Es precioso —respondió la psicóloga con un brillo de emoción en los ojos.

—¿Lo dices de verdad? Yo, desde la primera vez, he tenido miedo a que sea algo loco —dijo Alika, sin poder disimular su propia emoción ante la respuesta de la psicóloga.

—No, no es loco. ¡Me parece una forma preciosa de conectar con tu madre!

—La primera vez… fue… ¿Quieres que te cuente?

—¡Claro!

—Estaba en la playa con mi padre. Era un día lleno de nubes y no había casi nadie en la playa. Yo he nacido aquí, pero mi padre es nigeriano y vivió de niño en una playa. Vivían de la pesca, así que él es un fanático de ir a la playa. Y yo creo que allí es donde realmente piensa en mi madre, porque a ella le gustaba mucho pasear por la playa en invierno, incluso con un paraguas en los días de lluvia. Decía que ver el mar en invierno le hacía sentirse segura por estar en tierra firme.

—Lo entiendo. A mí también me gustaría poder dar esos paseos en invierno, pero vivo lejos de una playa.

—Nosotros vivimos muy cerca. Es como si fuera nuestra playa particular aunque, en verano, nos invaden los turistas. Aquel día no había casi nadie y mi padre se había sentado en las escaleras de madera que bajan a la playa, y se puso a leer un libro. O igual hacía como que leía un libro y estaba pensando en ella, vete a saber. Yo me tumbé en la arena. Todavía la ausencia de mi madre hacía que todo el aire fuese más…, como algo más complicado de respirar; no sé si me entiendes esto.

—Sí, creo que te entiendo, Alika: una sensación de falta de aire.

—Sí. Yo me tumbé sobre la arena sin quitarme el jersey. No era, para nada, un día de playa. Y no pensaba en nada. Mi mente a veces se queda así. Y vi cómo una nube iba tomando la forma de un gatito precioso. Y me empecé a emocionar, porque me pareció que había algo mágico en ver cómo se creaba esa forma. Y, sin más, me di cuenta de que era mi madre. ¡Ella estaba haciendo esa forma! Ella estaba haciendo ese gatito con las nubes para que yo jugara. ¡Me dio tanta felicidad y tanta fuerza esta idea! Pero no se lo dije a nadie.

—Entiendo. No tienes que preocuparte por eso. Yo te agradezco mucho que compartas ese secreto conmigo. Es un honor.

—Entonces, ¿no estoy loca?

—No, nada de eso. Después de esa primera vez, ¿has visto más veces esas nubes moldeadas por tu madre?

—Sí, de vez en cuando. Pero no vayas a pensar que no sé qué no es real. Lo sé, pero también hay algo real y maravilloso. Pienso que mi madre lo hace para que yo juegue y para que esté bien.

Alika siente un suave pinchazo en el hombro y abre los ojos. Su compañero de asiento en el avión, un hombre de unos cincuenta años, con barba blanca y ojos de niño, está mirándola como si fuera un enigma.

—¿Estás bien? Llevas un buen rato con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. ¿Estás mareada?

—No, no. Estoy muy bien.

—Perdón, siento haberte despertado. Es que no sabía…

—No se preocupe. Bueno, gracias por preocuparse…, quiero decir. Pero estoy bien.

—Me alegro. Nos quedan unas nueve horas de vuelo —dice el hombre, volviendo a acomodarse relajado en su asiento.

—Es que estaba reviviendo una conversación que tuve con una psicóloga cuando era pequeña, cuando tenía doce años —explica Alika sin ninguna vergüenza.

—¿Fue positiva? Quiero decir: ¿te pareció una buena psicóloga? ¿Te ayudó?

—¡Era un ángel!

—¡Qué alivio! Es que yo soy psicólogo. Me alegro de que sea un buen recuerdo; no siempre lo conseguimos.

RESFRIADOS

No tengo ni idea de por qué estoy aquí Su actitud era relajada y su mirada - фото 5

«No tengo ni idea de por qué estoy aquí».

Su actitud era relajada y su mirada amable. Diría que era una mirada curiosa, casi amistosa. Pero era obvio que no tenía ningún interés en comenzar la terapia. Es más, no creo que supiese qué podría ser o a qué podría parecerse una terapia en la unidad de terapia familiar.

—¿Has venido a la fuerza? —le pregunté.

—No. Me han dicho que tenía que venir y no me ha parecido mal porque así, al menos, salgo un poco del centro. Me ha traído el director; está fuera.

—Sí, ya lo he saludado.

Se produjo un momento de silencio, en el que nos miramos con cierta inquietud. Era obvio que era mi responsabilidad dar comienzo a la sesión, pero, por alguna razón, me sentía a gusto así, sin hacer nada. Y la situación no era en absoluto tensa; yo diría que incluso resultaba un poco divertida.

—¿Qué quieres que hagamos? —le pregunto por fin.

—No sé; lo que tú quieras. Yo estoy bien.

—¿Quieres decir que estas bien aquí ahora o que estás bien en general y que, por eso, no necesitas venir a ninguna consulta como esta?

—Las dos cosas. ¿Pueden ser las dos cosas? —pregunta con total sinceridad, sin atisbo de ironía.

—Claro. Y me gusta la parte de que estés bien ahora. Si te parece, ya que se han tomado la molestia de traerte de tan lejos, podemos probar.

—Vale. ¿Qué hay que hacer? —dice en tono animoso.

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