– ¿De qué? —seguíamos preguntando.
– De que he matado durante la guerra a...
No había más que saber. Con verdad o con mentira, eso ellos lo sabrían, aquellos hombres venían a nuestro lado bajo la grave acusación de haber cometido delitos de sangre. O sea que, junto a nosotros, todos oficiales o comisarios del Ejército Republicano, traían a presuntos criminales, al menos a personas acusadas de serlo. No es de extrañar, pues, que nos reafirmáramos en la terrible conclusión tantas veces repetida, sobre todo recordando la frase de Franco.
Además contrastando con la relativa libertad de que los otros cautivos tenían, quienes podían circular por todo el recinto del Campo, la vigilancia cerca de nosotros era de un extremado rigor. En la puerta del célebre Cuarto, de gruesos barrotes de hierro, se hizo constante, día y noche, la presencia de una guardia armada, que no dejaba se acercara nadie allí. Para satisfacer nuestras más perentorias necesidades, ir a los puercos retretes del Campo, teníamos que hacer cola tras los barrotes, y en ella, esperar pacientemente que vinieran, a por los afortunados a quienes alcanzaba el turno, ocho o diez de los soldaditos gallegos, quienes, cual si fuéramos peligrosos criminales o apestados, nos mantenían alejados de los demás prisioneros, sin permitirnos hablar con ellos, y sin perdernos de vista ni un solo instante.
Total que, contemplados desde nuestro alojamiento, una jaula por el detalle de los barrotes, los otros presos nos parecían casi libres. Ellos apenas se atrevían a mirar hacia nosotros y al hacerlo, siempre cuando no eran vistos por los guardianes, nos parecía adivinar en sus ojos lástima y miedo.
Diré algo, antes no lo he dicho, del «cuarto oficinas». Era una reducida habitación de obra, primitivamente destinada a oficinas y de ahí su nombre, en la que, si bien de pie y algunos sentados, cabíamos los allí metidos, cuando por la noche nos tendíamos a dormir, en el suelo claro está, ya no había espacio suficiente para todos, que quedábamos materialmente amontonados. Yo utilizaba como almohada la casi vacía maleta y dormía con las piernas de otros dos o tres, unas arriba y otras debajo entrelazadas con las mías. Total, unas condiciones infrahumanas, en las que, dada nuestra preocupación por la muerte, casi no reparábamos.
Detalle que puede completar la visión de nuestra vida, es el del agua. En el cuarto no la había de ninguna clase y los guardianes, en alarde de graciosa generosidad, nos hacía llegar cada día un botijo lleno del precioso líquido. No hubo otro remedio, para que todos pudiéramos beber, que organizar —nosotros— rigurosos turnos. De cada botijo se responsabilizaba uno de los presos, controlando el tiempo que cada uno bebía con rigurosa exactitud. Todos pasábamos sed, no obstante nunca se suscitó cuestión alguna en la distribución del agua, que todos respetaban con admirable espíritu de camaradería o solidaridad. No hace falta decir que ni una sola gota de líquido se dilapidaba en necesidades «superfluas», como por ejemplo lavarse.
Transcurridos unos días, comenzaron a llegar al Campo y hasta nosotros, alegres y simpáticos visitantes fascistas o falangistas. Eran, si cabe, más crueles y canallas que los canallas y crueles carceleros.
Sin duda, el espectáculo fuerte deAlbatera éramos nosotros. Los visitantes llegaban plenos de curiosidad, a los barrotes de nuestra jaula; algunos, los menos, se limitaban a mirarnos como a bichos raros pero la mayoría de ellos se complacía en llenarnos de insultos, en ocasiones de los más soeces, que, ¡valientes ellos!, osaban lanzar a través de la reja que de nosotros les separaba, protegidos, además, por los fusiles de los centinelas y por nuestro miedo. Eran frecuentes escenas de este tipo:
– ¡Tú!, ven aquí —decía el visitante de turno, en ocasiones, muchas, un «caballero» oficial o jefe del gloriosos ejército.
El llamado, cualquiera de nosotros, sin otra alternativa que la de ir, se aproximaba a la reja donde el otro le seguía diciendo:
– ¿Qué has sido en la guerra?... ¿Comandante, no?... y antes que eras, ¿limpiabotas? —a lo mejor el «caballero» estaba hablando con un ingeniero, maestro, médico o un abogado, que de todo había en nuestro grupo.
El ingeniero, maestro, etc., o el limpiabotas que también es posible que hubiera alguno que lo fuera, seguro que más hombre, en todo el buen sentido de la palabra, que el interrogante, nada contestaba, con lo que el otro seguía, a veces entre las estúpidas risotadas de sus acompañantes.
– ¡Valiente canalla!... —continuando con un variado repertorio de palabrotas, denigrantes para quien las decía, no para el que tenía que escucharlas a la fuerza.
Yo, afortunadamente, nunca fui llamado a la reja, por lo que en mis consideraciones sobre estos repugnantes hechos no hay nada de resentimiento personal directo, aunque sí que sentía en mí los insultos que a los otros, extensivos a todos, les dirigían.
El número clown en estas visitas era el hijo del lider socialista Largo Caballero, quien, como un animal de rara especie, más aún que todos los demás, era mostrado a los visitantes, cuando estos venían a verlo. Largo se «alojaba» en el ladrillo continuo al que yo ocupaba, por tanto yo participaba de su enorme «éxito».
Una de las noches de estancia allí, nos vimos sorprendidos por un nutrido tiroteo. A la enfermería, situada al lado de nuestro «cuarto», fueron traidos numerosos heridos. Nos enteramos, luego, que los tiros fueron motivados por el intento de fuga de algunos de los prisioneros. Lo criminal del suceso estuvo en que los guardianes no se limitaron a disparar sobre los que intentaban huir, sino que se hizo fuego concentrado, desde todos los puestos que rodeaban al Campo, sobre los que en su interior dormían ajenos a todo. Hubo bastantes muertos. Después he tenido conocimiento de que en el mismo lugar, los asesinatos alevosos, similares a ese, o más crueles aún, fueron numerosos. ¡Los soldaditos gallegos!
Y repito lo de gallegos sin menosprecio para los nacidos en tan bella región.
Antes he hablado de que, estrechamente vigilados, nos llevaban a los retretes del Campo. Añadiré que se nos hacía salir en grupos de cinco o seis, muy espaciados en el tiempo, por lo que cada día los más que iban a hacer sus necesidades eran unos cuarenta o cincuenta. Para orinar habíamos habilitado un bote, que cada vez se vaciaba en un rincón del cuarto; pero «lo otro» —de nuevo el admirable espíritu de auto control— no queríamos hacerlo en el reducido alojamiento, puesto que, de otro modo, se habrían agravado las ínfimas condiciones higiénicas de que disfrutábamos. Nuestra determinación era vana, pues, consecuencia quizás de la clase especial de los alimentos que ingeríamos y de su escasez, ni aún los que salían custodiados y luego exhibían sus «vergüenzas» ante la vigilante mirada de los guardianes, podían evacuar una necesidad ficticiamente sentida. Hubo entre nosotros una epidemia general de estreñimiento, que sólo al cabo de muchos días logramos corregir.
Desde luego que los guardianes eran crueles, lo que no obsta para que también fueran imbéciles. Muchos de los prisioneros recobraron la libertad y salvaron la vida gracias a esa imbecilidad. Un buen día, por los altavoces del Campo oímos unas voces diciendo:
– Que se presenten al oficial de guardia todos los que hayan sido soldados en el ejercito rojo, pertenecientes a la quinta del año 1936.
Atendieron el llamamiento muchos, que fueron interrogados por el oficial, quien, si estimaba satisfactorias las respuestas y le «caía» simpático el interrogado, ordenaba su libertad, dándole un pasaporte para el que dijera ser su pueblo.
Al día siguiente llamaban a los soldados de otra quinta, haciendo lo mismo. Pues bien, personas a quienes con gusto hubieran fusilado, incluso algún lider izquierdista, recobraron la libertad presentándose a esos llamamientos, con la particularidad de que, rechazados un día volvían a presentarse al siguiente, ante distinto oficial que, en ocasiones les dejó pasar. Muchos, ya libres, tuvieron la suficiente inteligencia, o picardía, para ocultarse en lugar de ir a los sitios señalados en el pasaporte. Hubo también ingenuos que marcharon a su pueblo, siendo inmediatamente detenidos en él.
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