Manuel García Corachán - Memorias de un presidiario (en las cárceles franquistas)

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Memorias de un presidiario (en las cárceles franquistas): краткое содержание, описание и аннотация

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El 29 de marzo de 1939, Manuel García Corachán, abogado y capitán del Cuerpo Jurídico del Ejército de la República, se vio obligado a emprender un viaje que le alejara del terror y le llevara a la libertad. El trayecto de Valencia hasta el puerto de Alicante determinó su entrada en el laberinto de incertidumbres, pesadillas y miserias que supusieron los campos de concentración, las cárceles y los juicios sumarísimos. Los efectos perversos de la historia le llevaron al Campo de los Almendros, al de Albatera, al Seminario de Orihuela, a la Prisión-Reformatorio de Alicante, a la Cárcel Modelo de Valencia y al Penal de San Miguel de los Reyes. La crónica de Manuel García permite reconstruir con rigor uno de los más lamentables episodios políticos que sucedieron en una época, aún reciente, de la historia de nuestro país. Manuel García nunca se reconcilió con los vencedores, y muy marcado por los años de cautiverio, aguardó el momento de publicar estas memorias que conservó y revisó, disciplinada y obsesivamente, a lo largo de su vida.

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Durante una hora, seguro que no llegaría a hora y media, estuvimos encerrados en tal dependencia. Después llegaron unos señores... (cada uno puede poner, en lugar de los puntos suspensivos, el calificativo que estime mejor cuadre), con sendos banderines en el brazo, uno de los nuevos colores nacionales, el otro de los colores de la «Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista» (así, nada menos, se llamaba el flamante partido triunfador), acompañados de unos soldaditos, gallegos sin duda —y que perdonen los gallegos— que procedieron a realizar un concienzudo cacheo, de todos los de nuestro malventurado grupo.

Nos hacían salir del «Cuarto de oficinas» uno a uno.

– Tú, todo lo de valor que lleves, dilo, sino te fusilamos en el acto —mandaba el abanderinado de turno.

Y uno, atemorizado, decía todo lo de valor... que llevaba a la vista.

Yo entregué a tales ladrones, sí, además de todo lo otro, eran unos se

ñores ladrones, casi todas las joyas y cosas de algún valor que llevaba, o visibles y encontrables.

– Y esto, ¿dónde lo has robado? —me preguntaba el hijo de... Satanás.

Se trataba de un reloj extraplano de bolsillo, marca Watchman, con tres tapas, todo de oro, que había pertenecido a mi tío Vicente.

– Sois unos cochinos ladrones —añadía el «caballero» falangista, mientras que, primero el reloj, después un anillo regalo de mi esposa, luego los pendientes de ella y dos monedas de oro que al marchar me dieron mis padres, hasta que al final todo lo valioso que tenía y que pudo encontrar, lo iba echando, sin más, en una manta sostenida por dos soldaditos, ya repleta de objetos preciosos logrados de la misma forma.

Los insultos de tal canalla —otro calificativo para poner a continuación del anterior «señores»— continuaron durante todo el tiempo que duró la vergonzosa, para ellos, expoliación. Sólo amainó un poco al tropezarse con mi título de licenciado en derecho.

– ¿Esto de quién es? —preguntó, al hallarlo en mi maleta, que registró a fondo.

– Mío —me limité a responderle.

– ¿Tú eres abogado? —siguió inquiriendo, sin duda un tanto sorprendido de que un «rojo» pudiera ser tal cosa.

– Sí —afirmé. Cogió el título y, después de leerlo, lo arrojó también a la manta que sostenían los soldaditos.

El hombre se quedó, además de lo citado, con mi pluma estilográfica, una primorosa maquinilla de afeitar regalo de mi padre, incluso con un par de zapatos y varias camisas. De lo que llevaba en la maleta, antes repleta, sólo dejó un traje en mal estado y alguna ropa interior. Para hacer más cruel el sarcasmo de la escena, cuando llegó a unos botes de leche condensada que mi buena madre metió en el equipaje, para prevenir posibles contingencias en lo que hubiera podido ser accidentado viaje, el cínico falangista dijo, tirándolos también e la manta:

– Esto no lo necesitas para nada. No somos como vosotros, que nos matabais de hambre.

¡El muy bandido! Ellos asesinaban a tiros y así pensaban matarnos.Ysi yo y los otros no morimos de hambre durante el cautiverio —muchos sí que murieron— fue gracias a la comida que recibíamos de nuestras casas.

Me amenazó también con el fusilamiento inmediato si no le daba todo lo demás de valor que pudiera tener escondido. No obstante el miedo, sí, ¡miedo!, ¿por qué no he de decirlo si lo sentía?, tuve el valor suficiente para aguantármelo y nada revelar. De esa forma pude salvar otras dos monedas de oro que mi familia, más previsora que yo, escondió entre la ropa que llevaba puesta.

Todos los de nuestro grupo fuimos cacheados y robados de igual manera, después de lo cual, otra vez en completo aislamiento y bajo reforzada guardia, quedamos recluidos en el «Cuarto oficinas». Luego de haber sido tan brutalmente expoliados, hecha desaparecer la documentación personal de todos, ya nadie dudaba de cual iba a ser nuestro destino.

Y la noche, esa y todas las noches que allí pasamos, fue terrible. Esperando en todos sus minutos que vinieran a por nosotros y que, cual perros sarnosos, nos mataran en cualquier encrucijada de los caminos que allí conducían. Todo horrible y cierto. Aunque no nos mataran.

Hoy echo de menos cualquier nota donde constaran mis pensamientos de entonces, pues mi recuerdo sobre tal punto es confuso. Sé que a pesar de sabernos condenados a morir, nos seguían preocupando los problemas de la vida diaria: la comida, el frío y el calor, el dormir. Y comíamos y dormíamos. Conservo todavía un cuaderno, con hojas de papel cuadriculado, en las que constan los resultados de las partidas en el infantil juego de «los barquitos», que Mario y yo emprendíamos durante las horas del día. Estaba, ¿cómo no?, continuamente ante nosotros la idea de la muerte, de nuestra muerte, sin embargo fue admirable la serenidad de todos, pues no se dio ni un solo caso de histerismo.

7 de abril.-Por dificultades lógicas, pasamos treinta y seis horas sin comer.

* * *

«Dificultades lógicas» que se repitieron durante todos los días que allí permanecimos. Nos daban de comer un día si otro no, pero ¡qué comida! Un «chusco» para cinco y una pequeña lata de sardinas para dos.

Aunque más adelante lo repita, diré ahora el porque de tan escuetas notas como las hasta aquí escritas.

En primer lugar, no tenía aún conciencia de que estaba escribiendo «mi diario», sus primeras páginas. Creo que lo hacía por el deseo, sin más miras, que el de dejar constancia cronológica de unos sucesos que pensaba eran de inusitada trascendencia, no ya en mi vida, que eso poco hubiera significado, sino para la pobre España que, cuando creía comenzar a respirar el aire puro de la libertad, veía cortadas sus alas y muertas sus ilusiones por la traicionera conjura de quienes siempre la habían traicionado: las oscuras y tenebrosas fuerzas de la caverna, que, bajo el pretexto de unas doctrinas en las que ellos no creían, defendían pura y simplemente unos absurdos privilegios de clase, del dinero, de las armas...

Pero no es eso sólo. Fui también obtusamente parco en mis palabras por miedo. Aún en las terribles horas en que la muerte rondaba a nuestro alrededor, nunca dejé de sentir una instintiva resistencia a la idea de morir, con la siempre renovada esperanza de seguir viviendo. Y yo, humano al fin, pensaba que si era más explícito en mis notas, si en ellas dejaba asomar la verdad terrible de los hechos o de mis pensamientos, caso de que cayeran en poder de los carceleros, eso iba a agravar más mi ya gravísima situación.

Además, confiaba en que las breves referencias, si lograba sobrevivir a la terrible crisis, traerían a mi recuerdo todo lo fundamental entonces sucedido. Así afortunadamente ha sido, y ahora, al leer aquellas notas, desfilan ante mí, con diáfana nitidez, los hechos que las motivaron. Me he visto, y me veo aún cuando vuelvo a ello, en el Dodge, camino de Alicante, llorando al ver a aquellos hombres y mujeres saludándonos con el puño en alto, en el «cuarto oficinas»...

Y así, ahora, con peligro todavía, pero sin miedo, puedo escribir lo que estoy viendo, lo que entonces sucedió, y decir lo que siento, que es igual a lo que entonces pensara, aunque mi mente esté más serena.

Mas, volviendo al relato, diré que es posible que nuestros verdugos tuvieran razón ¿Para qué necesitaban comer unos hombres que iban a morir?

El convencimiento de una muerte próxima se vio acrecentado por el encierro, en el cuarto donde estábamos alojados, de unos cuantos individuos más. En cuanto llegaban, les rodeábamos ansiosos.

– ¿Por qué te han traído aquí? —preguntaba uno cualquiera de nosotros.

– Un hijo de la gran puta me ha denunciado —contestaban, casi siempre en parecida respuesta.

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