Hoy, un día del mes de noviembre de mil novecientos cincuenta y seis, cuando me preparaba a ordenar lo entonces escrito, pleno de emoción extiendo ante mí los papeles donde quedaron jirones de mi alma, dispuesto a revivir aquellos inolvidables momentos de angustia y desesperación, en los que, cuando todo, hasta la misma vida, parecía perdido, sólo brillaba una indestructible esperanza, la seguridad de que la humanidad, el sentido humano del hombre, triunfaría, no dejándose aniquilar por las recias botas de las bestias.
Sería injusto terminase estas líneas sin un emocionado recuerdo de mi querido padre, primer lector de lo que yo llamaba «Mis memorias», quien, como él me decía, lloraba de pena, orgullo y rabia, al penetrar, a través de las palabras escritas en la cárcel, en mi vida de presidiario. Luego, antes de que yo franqueara los recios muros de la prisión reintegrándome al hogar, rindió tributo a la muerte, o a la vida, sin que pudiera asistirle, estar junto a él, en sus últimos momentos.
INTRODUCCIÓN
Sin fecha, probablemente del mes de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, aparece ante mí, escrita a lápiz, una carta dirigida a mi mujer y a mis padres y hermano, que, por su especial significación quiero figure al principio de estas «Memorias», y que dice así:
«Queridos Visitación y padres: como veréis os mando parte de mi modesto diario; no sé como estará, pues todo él lo escribí bajo la impresión del momento. Creo, sí, que a través suyo conoceréis mi vida en estos interminables meses, con todas sus miserias y penalidades; alegrías habrá pocas, pues todos los días, unos más y otros menos, son igualmente tristes y desesperantes. No os apene lo que podáis leer, puesto que, a pesar de todo, mi naturaleza ha respondido formidablemente bien y, como tantas veces habréis podido constatar, mi salud es buena; ya casi me he habituado a esta vida y el tiempo que falta hasta volver a vosotros supongo me será menos duro, y, como es natural, lo resistiré también perfectamente.
Espero veros pronto en la comunicación y que entonces me digáis si han llegado a vuestro poder estas líneas y las hojas del diario. De San Miguel todavía no se nada.
Esperando que lo escrito os sirva de alegría, os manda muchísimos besos, con todo su inmenso cariño, vuestro Manolo.»
Después continúa la carta en un tono más íntimo que, no obstante, decidido a no ocultar nada que se refiera a mis sentimientos y emociones, o a los hechos vividos, me decido también a transcribir. Sigo, pues, diciendo:
«Visitación, no puedo terminar sin decirte una vez más que te amo con toda mi alma, que eres mi vida, que te quiero con locura, que lo único que deseo es volver a estar a tu lado, para ser todo lo más feliz que se puede ser, y que todo esto, tantas veces dicho, hoy lo siento con mayor fuerza que nunca y que, lo que siempre ha sido verdad, ahora es pálido reflejo de la realidad. Mi sentimiento no se puede expresar con palabras, pero tú lo comprenderás, porque también, si me quieres, ¿me quieres?, sentirás lo mismo.
Pero vosotros, viejos, no os pongáis celosos porque no os diga nada, sabéis que os quiero todo lo más que se puede querer a los padres. Y tú, “so pinta”, le digo a Cristino, no pongas esa cara, pues, aunque no te lo mereces, también te quiero mucho.
No os quejaréis, pues para todos ha habido algo. Añadid un abrazo a los besos que os mandé antes.»
* * *
Como seguramente se repetirán sus nombres en las páginas que siguen, explicaré que Visitación era y es mi mujer, casado con ella al comenzar la guerra civil y con quien, durante su transcurso, llevado de un lado a otro por los avatares de la contienda, sólo pude pasar muy cortas temporadas; ni que decir tiene que entonces estaba sincera y profundamente enamorado de ella. Los «viejos» eran mis buenos padres, a los que siempre he adorado. Cristino es mi único hermano, mayor que yo y con el que nunca he dejado de estar unido por un verdadero sentimiento de hermandad.
No es preciso añadir que mis sentimientos afectivos se hallaban exacerbados hasta el máximo y que toda mi carta, aunque hoy en alguno de sus pasajes me pueda parecer plena de ingenuidad, está impregnada de la pasión comprimida dentro de los muros de la cárcel.
Como al principio de la misma carta digo, ésta fue enviada a casa a través,o por conducto, de cualquiera de los medios de que disponíamos: otro presoque sale en libertad, disimulado escondite en la «cistella» (cesta con que nosentraban la comida de casa), «buenos oficios» de algún guardián o soldado,por lo común pagados, por los que iban a juicio, etc., etc. Escribía algo la mayoría de los días, y cuando se me presentaba oportunidad mandaba lo escritoa casa, pues temía perderlo en los continuos registros que sufríamos nosotros y nuestras cosas.
* * *
Tras esta misiva familiar, comenzando desde su principio, a continuación van las notas de mi «diario», transcritas tal y como en su día las concebí, con un comentario actual, a veces mucho más extenso que la nota, puesto a continuación de ella.
Para una mayor claridad, haré constar que lo entonces escrito, el «diario», irá siempre entrecomillado, y los comentarios posteriores sin indicación alguna, perfectamente separadas una cosa de la otra.
PRIMERA ETAPA
ALICANTE - ALBATERA - ORIHUELA
(29 de marzo a 24 de julio de 1939)
I. ALICANTE
29 de marzo.- Salida de Valencia a las dos de la madrugada. Llegada a Alicante a las diez de la mañana. A las siete de la tarde entrada en el muelle.
* * *
Sólo esa corta nota exclusivamente cronológica, más algún breve relato retrospectivo escrito con posterioridad, conservo de tan memorable día del año 1939. Sin embargo, fue tal la alucinante intensidad de sus horas que hoy, al recordarlas, reviven ante mis ojos todos los hechos que entonces tuvieron lugar, con deslumbrante relieve, tal y como si los estuviera viviendo de nuevo.
Recuerdo perfectamente el 28 de aquel lejano marzo. Fracasadas durante el día todas las gestiones realizadas para salir de España, a las once de la noche marché a Capitanía General, en último y desesperado intento de librarme de caer en manos de los triunfantes ejércitos nacionales. El general Aranguren, de uniforme, aunque sin polainas y calzado con unas cómodas pantuflas, era la estampa viva de una valiente serenidad, quizás un tanto fatalista, en medio del acusado nerviosismo de todos los que llenábamos los amplios salones.
Me encontré allí a un grupo de abogados, todos, como yo, oficiales del Cuerpo Jurídico del Ejército Republicano, venidos de Madrid y de la Zona Central, con quienes pronto quedé ligado por el deseo común de marchar al extranjero.
Aproximadamente a las doce de la noche, hablo con el comandante Carretero, ayudante de Aranguren y antiguo compañero en la Facultad de Derecho. Me expone sinceramente la situación: completa imposibilidad de embarcar en Valencia, pues aunque en este puerto hay tres buques ingleses, sus capitanes se niegan a zarpar; añade que la única probabilidad de salir está en Alicante, donde, a aquellas horas, tiene noticias de que se halla un barco cargando gente, dispuesto a hacerse a la mar, y que todavía no está lleno.
Tras un breve cambio de impresiones con mis camaradas jurídicos, decidimos marchar hacia dicha ciudad y que sea yo quien conduzca el coche que a ellos les ha traído desde Madrid. Nos ponemos enseguida en movimiento. En la plaza de Tetuán tomo posesión de mi puesto al volante de un automóvil en el que es la primera vez que monto y cuyo mecanismo me es por completo desconocido, un Dodge, pesadote y viejo, pero potente, del cual sólo me explican, muy someramente, el funcionamiento del cambio de marchas (el que lo trajo de Madrid se quedaba en Valencia y los otros no sabían conducir).
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