Mariana Palova - Un segundo amor

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"No eras más que un simple humano. Pero no necesitabas ser nada más para lograr cosas extraordinarias."Frío, astuto y asombrosamente eficaz, Salvador Hoffman es famoso tanto por ser el mejor detective de Nueva Orleans como por su incapacidad para sentir empatía o afecto por otras personas, cosa que lo ha convertido en un hombre más temido que respetado.Pero cuando un macabro artilugio vudú aparece en una de las escenas del crimen más extrañas de su carrera, el detective comienza a cuestionarse no sólo las reglas de ese mundo estricto y racional al que pertenece, sino las propias limitaciones que siempre le impuso a su corazón.Y de la manera más difícil, Hoffman tendrá que aprender que a veces el amor duele más que la soledad.Ocho años antes de los acontecimientos de
El Señor del Sabbath, esta conmovedora historia imbuida de magia oscura y rituales sombríos nos llevará a conocer no sólo el lado más oculto de la ciudad hechicera, sino también el de uno de los personajes más queridos de La Nación de las Bestias.Bienvenidos de regreso a Nueva Orleans.

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—Pero, ¿de dónde demonios sacaste eso? —exclamaste para luego tomar la bolsa, dejando caer al suelo la carpeta que traías bajo el brazo. Y cuando sentiste las botellas de vidrio chocar entre sí, junto con un poco de la peste cadavérica que logró colarse a través del plástico, tu incredulidad dio paso al asombro.

Malen se acomodó el cuello de la camisa, orgulloso, y luego se agachó para levantar el documento.

—Después de que me mandara a dejar las muestras en el laboratorio, pasé por el almacén de pruebas para recoger las fotos del caso de Aguillard —te dijo, agitando la carpeta y colocándola en el escritorio—, usted sabe, para adelantar el trabajo de hoy. Y no puedo explicarlo, jefe, sólo estaba haciendo lo mío cuando tuve una corazonada, como un llamado que me hizo avanzar hacia el fondo de los anaqueles y empezar a buscar algo, ¡casi di un grito cuando encontré esto metido en una caja!

Sonreí, más que por su emoción, por la forma en la que tu mirada se ablandó por unos instantes sobre el chico.

Apretaste los labios y te sentaste en tu silla, olvidando por completo el asunto de arrojarlo por la ventana, porque sabías que tenían enfrente algo gordo.

—Dime más, Broussard —pediste, sin tu usual acidez. Hiciste a un lado la carpeta del caso Aguillard y posaste el bulto plastificado sobre el escritorio.

Malen te alargó un puñado de papeles arrugados.

—Éstas son copias del archivo oficial del caso de este bulto nuevo —señaló—. Lo estuve leyendo anoche, ¡pero le juro que iba a llamarlo para informarle! Sólo que el teléfono de su casa no daba tono y…

Por supuesto que no entraría la llamada. El auricular estaba descolgado y enterrado en alguna parte de los muebles amontonados que tenías en la sala, no había manera de que alguien pudiera localizarte así.

—… con eso de que una vez me amenazó con hacerme tragar el escritorio si volvía a visitarlo sin avisar, yo…

Esta vez, preferiste poner una mala cara a contestarle con una grosería a tu asistente, algo muy educado proviniendo de ti. Malen cerró la boca y tú bajaste la mirada a los papeles para empezar a hojearlos.

—Ejem, como le iba diciendo —carraspeó—, este bulto estaba escondido en una residencia de…

—¿Lakewood? —interrumpiste con una de las hojas en la mano. El chico asintió, entendiendo tu desconcierto.

Aquélla era una de las zonas más adineradas de la ciudad, por lo tanto, resultaba difícil creer que dos objetos de la misma naturaleza hubiesen sido sepultados en lugares tan abismalmente distintos, aun cuando en Nueva Orleans a veces sólo hacía falta cruzar una autopista o un brazo del Mississippi para ir de un barrio adinerado a uno empobrecido.

Malen te contó que el bulto había sido encontrado en el sótano de la propiedad durante un registro, ya que la dueña de la casa, una exitosa conductora de televisión, había sido arrestada por un fraude fiscal calculado en más de siete millones de dólares.

Recordabas bien el escándalo, una tragedia que escaló hasta terminar de la peor manera. Primero, el esposo había pedido el divorcio justo en el pináculo de la carrera de su mujer, algo que alimentó a los chismosos durante un buen par de meses y más cuando, después de ser declarada culpable, ella fuera asesinada por su compañera de celda.

—¿En qué parte del sótano estaba? —preguntaste.

—Dentro de un escalón —contestó Malen—. Según el informe, uno de los oficiales tropezó con un tablón suelto.

—¿Algún niño fue víctima de todo esto?

—No. El matrimonio no tenía hijos.

Murmuraste un “ya”. La inconsistencia respecto al caso del traficante no te desanimó, puesto que Alphonine lo había dicho muy claramente: los artilugios vudú podían ser tan únicos como su creador, así que las posibilidades de que la semejanza entre este bulto nuevo y el de la casa del traficante fuese una coincidencia eran escasas.

Debía tratarse de la misma persona. Sólo tenías qué encontrar la conexión.

Te reclinaste en tu silla, y los deseos de fumar un buen cigarrillo te asaltaron. Había muy pocas piezas del rompecabezas, pero con sólo esto, una flor de entusiasmo nació dentro de ti, una sensación de pertenencia que no habías experimentado desde hacía un buen tiempo; ya te daba igual si lo que viste en ese niño fue una alucinación o no, tenías un caso fascinante delante de ti.

De nuevo, ese trabajo al que dedicabas todo volvía a tener sentido. Gracias a tu asistente.

De pronto, te sentiste extraño. La palabra “gracias” por fin comenzó a gorgotear en tu garganta, pugnando por salir; ya habían transcurrido bastantes años desde la última vez que la pronunciaste.

Fue una lástima que un grito te hiciera mirar a tus espaldas.

—¡Hoffman!

El capitán de tu unidad te llamó desde la puerta de su oficina con las manos en la cintura y cara de agotamiento, ésa que siempre ponía al saber que se estaba a punto de librar una batalla campal contra ti.

Habías trabajado para él en la división de investigación criminal, sección homicidios, desde el primer día en el que te ascendieron a detective, y casualmente, “el muy cabrón” solicitó el mando de narcóticos en la división de investigaciones especiales justo cuando tú te cambiaste a ese departamento.

Lo peor es que el superintendente ni siquiera se lo pensó dos veces para darle el cargo, lo que te dejó con la sensación de que, más que verlo como un hombre con el que podías trabajar, lo consideraban tu niñero.

Entornaste los ojos y te pusiste de pie. En cuanto entraste en la oficina, tu superior señaló uno de los dos asientos de piel negra frente a su escritorio. Al colocarte en el cómodo cojín, sonreíste por dentro con ironía al pensar que hasta los visitantes ponían su trasero en sillas más elegantes que la tuya.

El hombre tomó aire y, con esfuerzo, sonrió.

—¿Qué tal estás, muchacho?

La palabra chirrió en tus oídos. No tenías años partiéndote el lomo contra la peor escoria de Nueva Orleans para que ese hombre te siguiera tratando como si aún fueses el mismo chico impulsivo y mucho menos disciplinado que conoció años atrás.

Además, si nunca buscaste una figura paterna en casa, menos lo harías en aquella maldita estación de policía.

—Bien, perdiendo el tiempo, como siempre —dijiste, cruzándote de brazos y poniendo tu mejor cara de hartazgo.

—Ya, igual me imagino que comenzaste con el caso Aguillard, ¿cierto? —especuló el hombre con infinita paciencia, acostumbrado a tu terrible incapacidad de comunicarte como una persona normal.

Te balanceaste en la silla.

—Estoy en eso.

—Si estás en eso entonces no deberías estar aquí, sino en el vecindario del sospechoso haciendo trabajo de investigación, ¿no? Es un caso delicado, Hoffman, dicen los rumores que Aguillard usa a su esposa y a sus hijastras para probar mercancía, así que, si yo fuera tú, le echaría un ojo encima, pronto.

Aguantaste el deseo de mandarlo al diablo, sobre todo porque no te convenía decirle que todavía estabas escarbando en el caso del traficante infanticida y todo por una corazonada sobre unos artilugios vudú.

No soportarías que te mandara a casa otra vez.

—Sólo me detuve un poco porque mi asistente quería mostrarme algo, Howard. Eso es todo.

Error. El capitán de tu distrito sabía que llamarlo por su nombre era sólo una de tus formas de apelar al afecto que sentía por ti para lograr lo que querías, aunque en el fondo odiaras la idea de que te vieran como un perrito lastimado que sólo ladraba para protegerse.

Tu superior recargó la cien en uno de sus dedos y miró desde el cristal de su oficina hacia tu asistente, quien justo volvía para poner una taza de café sobre tu escritorio.

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