De la contribución de la Iglesia altomedieval a mitigar el hambre, quizá lo más relevante fue el papel que jugó en la lucha contra el infanticidio y el abandono sin garantías. Su posición queda bien reflejada en la colección de decretos canónicos que el abad Reginón de Prüm hizo a principios del siglo X. De ellos se desprende que, desde el Bajo Imperio, la Iglesia mantuvo el principio de condenar el infanticidio y, al mismo tiempo, mantener una actitud de comprensión ante la imperiosa necesidad de abandonar en la que algunos padres se encontraban. Una situación que la colección sugiere que debía ser muy frecuente en esta época. Llegado el caso, la Iglesia proponía que los padres que abandonaban lo hicieran con ciertas garantías para el recién nacido, es decir, en lugares convenientes (las puertas de la Iglesia o unos recipientes destinados al efecto) a fin de asegurar que el niño fuera encontrado y presentado al sacerdote de la parroquia, el cual lo daba a conocer a la comunidad y pedía voluntarios para encargarse de él. Seleccionada finalmente la familia de acogida, el sacerdote mismo, o más bien el obispo, le entregaba el niño y le garantizaba el apoyo de la Iglesia en los derechos que, a cambio de la crianza, adquiría sobre el niño. 58
Como una forma superior de abandono, mezcla de exigencias espirituales y necesidades materiales, podemos considerar a la oblación, un método de acogida de niños que la Iglesia desarrolló a partir de esta época y al que recurrieron muchísimas familias. Se inspiraba en aquel célebre pasaje de la Biblia que relata el sacrificio de Isaac, cuando Dios puso a prueba a Abraham pidiéndole que le ofreciera a su hijo en holocausto, y Abraham, que se mostró dispuesto a cumplirlo, fue compensado con la bendición divina. 59De acuerdo con este modelo, muchos padres, desde la Alta Edad Media hasta casi nuestros días, han sacrificado la libertad de alguno o algunos de sus hijos entregándolos a la Iglesia. La particularidad de esta época, y aún de épocas posteriores, es que los entregaban de pequeños, cuando no podían rehusar, y que muchos padres lo debían hacer empujados más por la miseria que por la fe. Sin embargo, los oblatos tenían un futuro más seguro que los simplemente abandonados: eran mantenidos y educados por la Iglesia, y se convertían en clérigos. 60
Con estas actuaciones, la Iglesia suplía en parte las carencias del Estado, del poder civil, que, con una sola excepción conocida, la de Carlomagno, parece haber estado ausente de la lucha contra el hambre. El tema merece una atención especial. Carlomagno vivió al menos once hambres que arrasaron regiones enteras de Europa (las de 763, 774, 779-780, 790, 792, 793-794, 805, 806, 807, 809 y 812) y, llegado al poder, reaccionó en contra de ellas. Tenemos constancia de ello por una serie de disposiciones tomadas en capitulares de los años 780, 794, 805, 806 y 809. Posiblemente por la necesidad de adaptarse a las circunstancias, el contenido de las disposiciones es diverso, pero la lectura del conjunto muestra que el primer emperador carolingio tenía conciencia del problema y adoptaba medidas políticas anticrisis. Así, dispone que los poderosos paguen una especie de contribución extraordinaria, que llama «limosna» y que de una manera o de otra debe ir destinada a mitigar el hambre; obliga a los miembros de la aristocracia a mantener un número determinado de pobres según la fortuna de cada uno; conmina a aquellos que tienen tierras y esclavos del fisco (en beneficio) a evitar que los esclavos se mueran de hambre; prohíbe la exportación de alimentos; obliga a revisar las ventas de tierras y las autoventas en esclavitud causadas por el hambre; fija el precio máximo entre particulares del trigo, el centeno, la cebada y la avena vendidos en grano o panificados, y prevé que, si el cereal privado escasea y sube de precio, se ponga a la venta grano público de sus graneros (« annona pública del señor rey») a mitad de precio. 61Estas medidas fueron acompañadas de otras de carácter económico más general que indican que, si se pudiera hablar de política económica en esta época, el calificativo se podría aplicar a la acción de Carlomagno más que a la de cualquier otro gobernante. Consciente de que el mercado, con todas sus limitaciones, jugaba algún papel en la distribución de los recursos, impuso el uso de unas mismas medidas (el «modio público» sobre todo) por todo el Imperio, y definió las reglas del juego mercantil distinguiendo entre la ganancia injusta y la lícita, y fijando la doctrina del precio justo, que para él era el constituido libremente en el mercado por el simple juego de la oferta y la demanda, sin operaciones especulativas o adulteraciones. 62
Si queremos mirar atrás para encontrar un precedente donde Carlomagno y sus consejeros (eclesiásticos sobre todo) pudieran inspirarse, seguramente tendríamos que pensar en la Roma clásica, con su prefectura de la annona , las disposiciones excepcionales dictadas por magistrados de otras ciudades romanas en momentos de carestía (recordemos el texto del edicto de Lucius Antisticus Rusticus), la experiencia del papa como obispo y gobernante de Roma y la de otros obispos en sus ciudades de los reinos germánicos, y las medidas contra las crisis de subsistencia adoptadas por el ostrogodo Teodorico en Italia.
Así pues, los poderosos, que por definición gobernaban (la monarquía, la Iglesia, la aristocracia), ¿eran parte del problema o parte de la solución (de los intentos de solución)? Ambas cosas. Cuando páginas atrás decíamos que, más allá de las causas naturales, el hambre tenía causas humanas entre las que estaban las desigualdades de la estructura social, estábamos diciendo que los poderosos, laicos y eclesiásticos, eran parte del problema. No solamente no contribuían o contribuían poco al esfuerzo productivo de la mayoría, sino que sustraían de la producción global mucho más de lo que aportaban y mucho más de lo que necesitaban para sobrevivir. Esto, en una sociedad subdesarrollada, caracterizada por la escasez y la desnutrición, era un grave problema porque la sustracción restaba al campesinado capacidad de respuesta ante las crisis que se producían inevitablemente, y lastraba el crecimiento. Cuando afirmamos que los poderosos eran parte de la solución, queremos decir que puntualmente también contribuyeron al esfuerzo global por evitar el hambre o mitigarla. ¿Cómo calificar, si no, las iniciativas eclesiásticas (caridad, oblación, mediación en la acogida de niños abandonados) y de Carlomagno (medidas legislativas anticrisis) que acabamos de examinar? Pero los resultados fueron decepcionantes (las hambres rebrotaron durante siglos en Europa), en parte a causa de las desigualdades y rigideces del sistema social.
La contradicción que supone ser parte del problema y parte de la solución es una interpretación nuestra que nos obliga a pensar por qué los poderosos actuaban como actuaban. Para los prelados, y los monarcas y nobles que los escuchaban, el orden social era un orden de funciones ideal. En pleno proceso de feudalización, hacia el año 1000, el obispo Adalberón de Laon teorizó sobre él: los clérigos rezan para la salvación de todos, los nobles o guerreros defienden al conjunto y los servi (esclavos y campesinos mezclados) trabajan la tierra y mantienen a todos con su esfuerzo. Al monarca, que ha de gobernar respetando las normas de la Iglesia y con el consejo de los prelados, le corresponde velar por la paz y la armonía social: de ello habrá de rendir cuentas a Dios. Para aquellos dirigentes (sobre todo monarcas y prelados) el orden social era el orden querido por Dios. Entenderlo y hacerlo entender así les justificaba y legitimaba ante ellos mismos y ante el pueblo. Es a partir de ahí que se comprenden las iniciativas que tomaron para combatir el hambre. Como gobernantes de un grupo humano, los poderosos tenían que procurar que el hambre no lo destruyera o desestructurara, ni que menguara su fuerza y capacidad de trabajo. Por eso actuaban, pero también porque, haciéndolo así, los inferiores se sentían inclinados a la obediencia y al respeto.
Читать дальше