A las poblaciones muy arraigadas, establecidas en la tierra desde tiempo inmemorial, les debía costar mucho más emigrar. Quizá por eso, porque era una decisión extrema y excepcional, cuando se producía, las fuentes lo resaltan. Así lo hacen, por ejemplo, los Annales Vedastini , que explican la emigración de los campesinos de la diócesis de Arrás, en el Artois, en 892. 52Los textos no siempre precisan el destino de los que huyen del hambre, pero podemos suponer que para muchos era el bosque, el espacio inmenso y misterioso donde poblaciones sin sujeción señorial ni obediencia religiosa intentaban vivir y malvivir de la caza y la recolección, como sus antecesores del Paleolítico. Se puede pensar que los monasterios se levantaron en esta Europa boscosa no sólo para buscar la soledad y la paz interior, sino también para rescatar y hacer volver a estos fugitivos al seno de la Iglesia y de la sociedad, una tarea que implicaba la ayuda en momentos de necesidad.
El hambre golpea a los hombres en casa y generalmente les persigue en la emigración. Pero antes de matarles de inanición, a menudo lo hace de enfermedad. En eso la Alta Edad Media no es una excepción. Con regularidad, los cronistas precisan las que a su criterio son las hambres más mortíferas, con referencias explícitas a la «gran mortandad de los hombres», a los «muchos hombres que mueren», a los «millares de muertos», a la «mortandad nunca vista ni oida» y a la «multitud de muertos tan grande que los vivos no dan abasto a enterrarlos». Expresiones duras, pero que no dicen lo que quisiéramos: ¿De cuántos muertos hablamos? De las mortandades de hambres eran culpables directos la inanición y quizá todavía más, las enfermedades asociadas. Pero del conjunto se ha de descartar, ya lo sabemos, la peste, que en esta época es todavía la de Justiniano (los últimos brotes fueron los de los años 746-747 y 767). 53Sin embargo los documentos de los siglos VIII-IX hablan, como lo hacían los de los siglos anteriores, de «pestes», «pestilencias» y «plagas» en referencia a todo género de enfermedad que se extiende, afecta a muchas personas y causa mortandad. Las descripciones de los síntomas que hacen las fuentes son imprecisas y generalmente no hacen posible el diagnóstico, aunque a veces permiten identificar el tifus y enfermedades pulmonares (neumonía) e intestinales (disentería). La novedad la proporcionan las primeras noticias sobre el ergotismo gangrenoso. Los síntomas de la enfermedad son diversos, pero el más definitorio y que más impresionaba a los contemporáneos era la quemazón y la gangrena del cuerpo de los enfermos, comenzando por las extremidades. Es posible que los Annales Xantenses se refieren a esta enfermedad en una noticia de 857 54y los Annales de Flodoardo de Reims en otra, mucho más clara, de 945. 55En todo caso se ha de suponer que los hombres conocían el peligro de consumir cereal en mal estado, de manera que el hecho de que lo hicieran es prueba de su desesperación.
Otro hecho que merece remarcarse es que las epidemias o enfermedades asociadas al hambre no son exclusivas de los hombres, también las padecen los animales. Son las epizootias o enfermedades endémicas del ganado. Como en el período anterior, los cronistas de los siglos VIII-X lo registran y no dejan de fijarse especialmente en aquellos años de hambre y epidemia que causan tanto la muerte de los hombres como de las bestias. No parece que se trate de las mismas enfermedades, ni menos de contagios entre unos y otros, pero sí del hecho de que unas mismas causas, como una gran sequía, determinaban la pérdida de la cosecha y de los pastos con la consiguiente hambre de hombres y animales, y la muerte de unos y otros por inanición y enfermedades asociadas.
La atención que los cronistas dedican a las mortandades de animales denota la importancia atribuida a la ganadería y a la caza como fuente de alimentos, pero no justifica ignorar que, para la mayor parte de la población, los cereales iban por delante en la dieta alimentaria. De todas formas, es posible que los productos de la ganadería, la caza y la pesca fueran más consumidos por las personas de la Alta Edad Media que por las de la Baja, aunque siempre se tendría que distinguir entre la alimentación del campesinado, que, en general, fue menos consumidor de estos productos, y la de la aristocracia y de los habitantes de la ciudad. Los estudios de arqueología de la Europa carolingia, en particular la investigación exhaustiva realizada en los restos del poblado de Villiers-le-Sec, en la región de la Île-de-France, tomada como modelo, revelan que la aportación de los productos de la caza y la pesca a la alimentación de los campesinos era irrelevante. En cuanto a los productos de la ganadería, la impresión de los arqueólogos estudiosos de Villiers-le-Sec es que la carne sólo se consumía excepcionalmente, mientras que la leche, los huevos, la manteca y el queso eran alimentos más habituales como acompañantes de la sopa de cereales con algunas legumbres y alguna hogaza de pan, además de vino o cerveza. El examen de los restos óseos de los campesinos de este poblado demuestra, en cuanto a las proteínas, que estaban desnutridos o muy cerca de la desnutrición. 56
Luchar contra el hambre
Frente a estas situaciones, ¿qué reacciones, en el sentido de respuestas organizadas, se producían? Desconocemos las que partían de abajo, de las propias comunidades afectadas. Nos limitaremos, por tanto, a examinar las de arriba, la Iglesia y el poder civil. No se trata de estudiar la expansión y la institucionalización del cristianismo, pero sí de recordar que la Iglesia latina se convirtió durante la Alta Edad Media en una institución rica y poderosa que extendía su autoridad sobre el conjunto de pueblos de Europa occidental. Su misión era trabajar para la salvación de los hombres, hecho que obligaba (así lo entendían los clérigos) a tutelar el poder civil para que las normas de conducta se adaptaran a las exigencias de la moral cristiana. Los clérigos efectuaban esta acción en condiciones difíciles sobre una sociedad frágil, amenazada por el hambre, y donde debía haber muchos desnutridos, que reclamaban ayuda. Una llamada que los religiosos, dotados de recursos por el poder público y la sociedad, no podían desatender. Las respuestas fueron muchas y diversas, según las circunstancias. En los años en que las plagas de langosta o las alteraciones climáticas amenazaban la seguridad de la cosecha, los clérigos, solicitados por los feligreses, sacaban de los templos las reliquias de los santos y las imágenes más veneradas y las paseaban por los campos en procesión, dirigiendo las oraciones y súplicas a fin de que la voluntad divina les fuera propicia, cesara la plaga o el mal tiempo y la cosecha se salvara.
La literatura hagiográfica, de carácter pedagógico y propagandístico, centra la atención en las acciones caritativas de hombres de Iglesia virtuosos, sobre todo obispos y abades, revestidos de una aureola de santidad y poderes sobrenaturales. Ciertas o no, y a veces claramente exageradas o fantasiosas, las acciones que los relatos les atribuyen reflejan las esperanzas y las angustias de los hambrientos, así como el poder remediador que la Iglesia les atribuía. Las «Vidas de santos» y los «Libros de milagros» nos hablan de abades y abadesas que tenían el poder de multiplicar los alimentos y la bebida (san Columbano, santa Aldegonda), salvar el ganado cuando había sequía (san Galo), conseguir con la plegaria la llegada milagrosa de naves cargadas de alimentos en un año de escasez (san Judoc) y, de manera más realista, alimentar con los propios recursos o con los de las instituciones que regían a multitud de hambrientos (san Benito de Aniano, Rábano Mauro). Las mismas obras nos ilustran también sobre la acción benefactora de obispos santos, como Desiderio de Cahors y Mauricio de Angers, que dieron años de prosperidad a sus diócesis, o como Remigio de Reims, que, siguiendo la tradición de los senadores y magistrados romanos, almacenaba grano de los dominios episcopales para ayudar al pueblo si había necesidad y, cuando la situación se torcía, mandaba hacer coemptiones , para poder efectuar distribuciones o ventas a bajo precio. 57Al margen de las exageraciones o falsedades que esta literatura contenga, no hay duda de que, difundida por la palabra, alimentaba las esperanzas de los necesitados y traducía una realidad: la ayuda que instituciones eclesiásticas como los monasterios y algunos clérigos memorables dieron a pobres y hambrientos.
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