Naturalmente la cuestión no se reducía a un problema técnico. En el fondo estaba la cuestión social, que estaba ligada a ello. A efectos de alimentación, los años malos eran especialmente malos para los débiles y muy poco o nada para los poderosos, y esta desigualdad social era ella misma causa de pobreza y de hambre. Es fácil de explicar. Mientras una minoría de la población (seguramente menos del 10%) ostentaba el poder político y religioso, poseía mucha tierra y vivía del trabajo de los otros, la inmensa mayoría (más del 90%?) estaba sometida a ella, trabajaba la tierra y, con este trabajo, mantenía a aquella minoría. Unos pocos eran esclavos o casi, que faenaban a las órdenes de sus amos, a quienes entregaban la totalidad o una parte del fruto de su trabajo, y otros, los más numerosos, eran campesinos, dependientes (campesinos de tenencia) o libres (campesinos alodiarios), que tenían en común la sumisión a la sustracción, aunque en grados diferentes: diezmos y tributos públicos todos, y los campesinos de tenencia, además, rentas. De media, se puede suponer que el campesinado entregaba a la aristocracia laica y eclesiástica y a sus colaboradores no menos del 15% del fruto de su trabajo. Un lastre que ayuda a entender el precario desarrollo técnico, la dificultad de crear reservas en previsión de malas añadas, la transformación de cosechas mediocres en carestías o hambres campesinas y la dificultad de superarlas. La misma administración carolingia lo debía saber bastante bien, cuando en algunos años especialmente críticos se sintió obligada a tomar medidas excepcionales de ayuda a los más desvalidos.
El grano de la escasez
Ahora que ya tenemos más claro el panorama, ciertamente complejo, de las causas de las hambres de los siglos VIII-X, es hora de preguntarnos por las consecuencias. ¿Qué pasó? Lo primero que llama la atención es la asociación que las fuentes establecen entre hambres y alzas del precio de los alimentos, una relación que se presenta aún con más frecuencia y claridad en fuentes de la Baja Edad Media y de la Edad Moderna. Hasta el siglo XV, no obstante, las noticias son dispersas, recogidas sólo por el impacto psicológico que las subidas desmesuradas causaban en el ánimo de los cronistas, interesados en dejar constancia de la gravedad de la situación. No disponemos, pues, de series continuas de precios que nos den una idea de la evolución de la coyuntura, aunque sí disponemos de elementos de comparación que nos permiten darnos cuenta de la importancia de los incrementos. Podríamos pensar que una oferta decreciente de productos alimentarios en el mercado, a causa de una crisis de subproducción (mala cosecha), en una situación de demanda sostenida, hacía subir los precios. En general, parece que los cronistas nos darían la razón. Pero hay al menos dos razones que nos obligan a matizar. La primera es la debilidad del mercado. Antes del año 1000, la mayor parte del campesinado se alimentaba normalmente de lo que él mismo producía, de manera que, según esta interpretación, el grueso de la producción alimentaria no circulaba por el mercado. La mayoría de los campesinos tampoco debía disponer de dinero para comprar. A primera vista, parecería, pues, que las alzas no les afectaban, aunque sí que lo hacía la escasez que las alzas indicaban. ¿Escasez? Ésta es la otra cuestión. Por raquítico que fuera, el mercado existía, sobre todo para la población urbana, y por tanto, la relación entre malas cosechas y alzas la podemos suponer, y debe ser generalmente cierta, pero no se ha de olvidar que también aquí interviene el factor humano, la especulación, que muchos cronistas tampoco se olvidan de registrar. De su lectura se deduce que había alzas creadas artificialmente o infladas por acaparadores y especuladores. Estos mercaderes compraban tanto grano como podían antes de la cosecha, cuando los precios bajaban, lo almacenaban y esperaban meses hasta que el cereal escaseaba y subía el precio. Entonces vendían. La operación podía ser aún más lucrativa en los años de cosecha deficitaria, cuando hasta campesinos que en los años normales no acudían al mercado, ahora tenían que ir porque pronto, pocos meses después de la siega, se les acababan las reservas. Entonces se endeudaban para comprar aunque fuera un puñado de cereal. Eran los préstamos de hambre, el endeudamiento con la garantía de la propia explotación, que muchas veces llevaba a la desposesión y a la pérdida de la libertad (esclavitud por deudas). Otra consecuencia del hambre eran las ventas de tierras, frecuentes en esta época, y las propias autoventas.
Hace mil años las sociedades del Occidente europeo eran terriblemente desiguales, desigualdad que afloraba con fuerza angustiosa los años de penuria y hambre, cuando todo el mundo se disputaba el grano de la escasez. Entonces, entre los poderosos, que acumulaban cereal de la renta, el impuesto y el diezmo, y de la explotación directa de sus dominios, los había que no tenían escrúpulos para sacarlo de las tierras en las que vivían y gobernaban y venderlo fuera si la demanda era fuerte y solvente, un hecho que desesperaba a los campesinos locales, amenazados por el hambre, y que indignaba a algún cronista como Ermoldo el Negro. 47
La escasez, ya los sabemos, obligaba a las personas a economizar la comida, sobre todo el cereal (trigo, centeno, cebada, avena), base de la alimentación, pero también las hortalizas y los productos ganaderos. 48Éstos, que para la mayor parte de la población debían ser alimentos complementarios, en los años de mala cosecha adquirían, si era posible, el rol principal hasta el punto de que, en la desesperación, los hombres hambrientos no dudaban en comerse su propio ganado de labor o de guerra. De hecho, llegada el hambre extrema, se comía cualquier cosa, hasta tierra con un poco de harina amasada en forma de pan, como explican los Annales Bertiniani , en referencia a un hambre del siglo IX en la Champaña, o «harina» hecha con huesos molidos o triturados, como pasó en la ciudad de Siracusa, asediada por los musulmanes en 878. De lo que los hambrientos en su desesperación ingerían están llenas las fuentes de todas las épocas, pero las de la Alta Edad nos dicen, además, que no se detenían ante los tabúes religiosos, expresados en los Penitenciales, los cuales prohibían comer alimentos inmundos, como carne de animales considerados impuros (perros, gatos, ratas), carne de animales medio devorados por otros animales y carroña. 49Parece que a los autores de los Penitenciales les horrorizaba, que en la lucha por la superviviencia, los hombres pudieran deshumanizarse y quedaran reducidos a la condición de animales que se disputaban la comida con otros animales. Y es verdad que, desde este punto de vista moral, la frontera entre la bestialidad y la humanidad se rompía cuando, llevados por la desesperación, los hambrientos se lanzaban a la antropofagia, incluida la paternofilial, a la que se refieren muchas fuentes de diferentes lugares de la Europa carolingia cuando hablan de las terribles hambres de los años 793, 850, 868, 896, 910 y 940-941. 50
En cuanto a las consecuencias de las hambres en la demografía, el historiador de la Alta Edad Media topa con un hándicap insuperable: la falta de cifras globales, precisas y fiables sobre la marcha general de la población. Se ha de contentar con impresiones y aproximaciones. La primera consecuencia a considerar, cuando el hambre constriñe pero todavía no atenaza, es la emigración. Uno de los ejemplos históricos más conocidos es el de los bereberes que, en 711 y en los años inmediatamente posteriores, participaron, junto a los árabes, en la invasión de la Península Ibérica. No sabemos hasta qué punto el flujo migratorio inicial ya fue motivado por dificultades de subsistencia en las tierras norteafricanas de origen. El caso es que, cuando la primera oleada ya estaba establecida y comenzaba el tiempo de una segunda generación, en las zonas del noroeste peninsular que les fueron asignadas se extendió una terrible sequía y hambre (748-750) que les empujó a abandonar las nuevas tierras y volver al norte de África. 51El resultado fue que la Meseta norte castellana quedó medio despoblada, hecho que facilitó la posterior expansión territorial del reino astur.
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