El presidio de Tierra del Fuego, sus presos encanutados en una tristeza amarga y los carceleros: tan helados en sus expresiones como el entorno que los rodeaba, las piedras y las celdas como cuevas de osos, el trencito y las cargas de madera o rocas, los habitantes originarios, adustos, pintados a rayas y lunares frente a sus tiendas.
Y también su vida entera torneada en ese espacio durante unos largos treinta y dos años: el hielo agobiante cubriendo toda una temporada los alrededores de su casa y, en poco tiempo más, la nieve cercana al bosque y al lago, junto al espectáculo bizarro del mar blanco.
Estaciones y temporadas renuentes de novedades. Luces y sombras desmedidas.
Idas y venidas por el paso Garibaldi y la ruta 3 hasta Ushuaia, el parque nacional y sus glaciares, el océano aceitoso del Beagle. Montañas nevadas y cielos infinitos. Vientos ancestrales. Una geografía áspera y poco confortable.
¿Cuál era la novedad del ostracismo para sus días y su lugar?
En verdad, casi siempre, ante sí y frente a muchos de sus conciudadanos, habitaba una especie de cofre de vacíos repitentes y certificados. Con frecuencia, apartado. Invadido turísticamente desde hacía pocos años por cruceros gigantescos que vomitaban lenguas extranjeras y visitantes a menudo enajenados. Las calles y los bosques aplanados por cámaras fotográficas, pisadas, celulares y buses. También la conjetura sobre la masiva importación de la enfermedad venida en los cuerpos de aquellos visitantes.
El estudio de radio, un refugio que, a pesar de redundar con su mutismo personal, al menos lo reunía con la naturaleza. No era un déficit; en realidad, significaba una cautivante abundancia.
Concluía entonces que había algo de placer en la correspondencia asimilada entre Dave Bowman y su persona, ambos sumidos en ese espacio alejado y casi virtual de espera.
Así como la rotura de la copa en la escena de 2001 desviaba peligrosamente la dirección de un posible relato, aquí, el supuesto quiebre de una tradición de vida por el motivo de la pandemia pretendía escurrir a toda una comunidad, y a él en particular, hacia un cuenco de resonancias inéditas.
El ruido suspirante del sillón confirmaba, entonces, un movimiento que intentaba despegar hacia algo, a modo de un vehículo aéreo, de un proyectil que buscaba un vector, si se quiere, una huida.
El glissando contenía una elevación; además simbolizaba un grito, o un filo cortante.
Y estaba también el eco de la habitación blanca.
¡Cuántas veces había escuchado una reflexión similar entre los muros de hielo de los glaciares! ¡Y en sus caminatas nocturnas bajo un cielo de estrellas como diamantes!
A menudo su voz emitía exclamaciones y palabras que rebotaban entre las laderas; quizás eran preguntas devueltas literalmente sobre una mismidad.
Aquel ruido en la habitación del astronauta Bowman se compadecía con su estado de exilio y, por qué no, sumisión.
Una letanía a su destino de servir en este momento o tal vez, en este mundo. Una dificultad en ascender, en expandir, en intentar un futuro distinto, pero con una respuesta ahora diferente: la fascinación por ese mismo lugar cuestionado por una historia y una sombra tranquilizadora proyectada ya hacía treinta y dos años.
De alguna forma, un “durante” asumido que parecía explayarse definitivo.
Su cabaña y sus palabras tan al sur, tan lejanas; casi un indicio humano que servía y acompañaba a otros desde un espacio impensado. Detrás de un micrófono y perdido en una vastedad boscosa, absorbido en el paisaje de una manera íntegra.
El contagio era casi lo de menos; la prohibición de encuentros, amores y salidas en algún punto, una costumbre de siempre.
Por eso transmitía denodadamente.
Cada tanto imaginaba un espesor material en la onda sonora. Un color o una textura blanda. Sanadora.
Así como en el aire se irradiaba silenciosamente el virus, la radio emitía palabras y estímulos para desviar y tragarse aquella pleamar de enfermedad. No importaba quedarse allí, si la tarea servía para ahuyentar el mal de todos.
Su clausura ahora concebida como resguardo ante un grave episodio, estaba en realidad puesta al servicio de la confirmación de una rutina de vida.
El bosque fragante y el lago, las sombras y el sol; su sillón púrpura rozando la madera, su voz perdida en los estrépitos de la nieve y frente al micrófono.
Los días y los atardeceres melancólicos, el fuego de la estufa y los olores de lo suculento.
¡Daisy, Daisy!
Su sueño a veces buscaba un reposo semejante. Lento, hipnótico y para siempre.
Para Nano González
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