Gerardo Guzman - El tiempo sin años

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Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones. Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI. Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado. Los relatos de Gerardo Guzman en
El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética. Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos. A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.

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Ya en la escuela, un auxiliar lo detuvo en el hall central informándole que en los baños no había agua.

Sin pronunciar palabra, Federico esperó hasta las ocho para llamar por teléfono al Consejo Escolar y requerir una inspección urgente junto con el consecuente arreglo. Sabiendo la respuesta anticipada, encendió la computadora para enviar un correo con la nota de solicitud respectiva. Y ahí el segundo contratiempo del día: no había internet.

Para esta tarea y para su trabajo en general, la conexión virtual era imprescindible.

Le pidió al auxiliar con atentas precauciones que subiera hasta la terraza y mirara los cables; a veces con solo tocarlos o engancharlos con un ladrillo contra el piso la conexión se restablecía.

Efectivamente la señal volvió. Hacía semanas que esperaban la asistencia de personal especializado del ministerio para sanear la instalación.

Federico redactó la nota para el Consejo y la envió.

Estaban en la semana de mesas de examen y los profesores se ponían particularmente sensibles y ansiosos. Como solía ocurrir, faltaban algunas actas volantes que no se habían impreso en los días anteriores. Con paciencia, Federico imprimió los folios y los ordenó en la carpeta dispuesta para tal fin.

Promediando la mañana, un docente se acercó un tanto alterado porque no le habían comunicado la suspensión de una mesa por falta de alumnos. Federico trató de calmar su reclamo, más aún cuando se enteró de que el único estudiante inscripto había avisado recién media hora antes que no asistiría al examen. Los mensajes se habían cruzado con la venida del profesor.

Otro colega llegó hasta su oficina advirtiéndole que el libro de actas estaba por concluir, restándole solo tres folios útiles. Federico, preocupado, llamó a una preceptora del turno tarde para que por favor pudiera comprar un nuevo tomo en una librería muy cercana a su domicilio, ya que muy posiblemente el ejemplar se agotaría durante el turno mañana. Luego de asegurarle el pago por parte de la cooperadora contraentrega del ejemplar, la empleada aceptó cumplir con el pedido, aunque siempre con algún reparo y malestar.

Federico no le dijo nada y volvió a agradecerle su deferencia. Pensó igualmente que esa preceptora era la primera en controlar el libro de actas, luego del cierre de las mesas. ¡Cómo no había avisado a nadie de su próxima finalización!

Pese a todos los embrollos, pudo dedicarse a su trabajo específico. Firmó constancias, revisó las licencias, cargó datos de profesores en el sistema y con Rocío, una de las preceptoras, continuó chequeando legajos para la confección de los próximos títulos.

Llegado el mediodía Federico completó su horario. Dudó en almorzar algo en el bar de la escuela o seguir de largo hasta su segundo trabajo y comer en el teatro.

Prefirió esta última opción.

Levantó sus cosas, saludó a las preceptoras y salió.

En la puerta se encontró con Sara, la regente, que lo relevaba de su turno. La mujer estaba muy irritada. Le comentó que cuando estaba buscando un lugar para estacionar, un auto había chocado al suyo al salir como torpedo. Ya se había comunicado con el seguro e intercambiado datos con el energúmeno que apenas sabía hablar, pero en el último instante había perdido la carga en su celular. Increíblemente el gestor del accidente no le había querido facilitar su teléfono para concluir el trámite.

Federico inmediatamente le ofreció el suyo y salió con su compañera hasta el lugar del siniestro: el vehículo embestido mostraba un abollón considerable en la puerta del acompañante. Sara y Federico buscaron al conductor y su móvil. Habían desaparecido.

La regente entró en estado de ira. Empezó a maldecir. Las venas de su cuello se hincharon. Federico no solo pretendió calmarla, sino que la hizo reflexionar sobre los datos más importantes y necesarios para continuar con la denuncia ante el seguro, que ya había obtenido. Intentó volver con ella al interior de la escuela, pero la mujer le pidió que la dejara sola. Le aseguró que se tranquilizaría. En un estado prudente de “mejor me voy”, Federico se despidió de su compañera, llegó hasta su auto y salió del lugar.

Atravesó prácticamente toda la ciudad en la peor de las horas: el mediodía.

No sabía en realidad cómo hacían los humanos para no estrellarse en cada cuadra, o evitar una batalla campal en cada semáforo. Una suerte de teoría del caos regulaba las marchas. La radio lo acompañaba pese al arrebato externo.

Antes de entrar a la cochera del teatro lo llamó Marina. Le comentó que el transporte escolar había tenido un problema y que no contaban con un reemplazo para esa hora. Ella estaba en reunión con la jefa de interdepartamentales y por lo tanto Joel no tendría forma de llegar al colegio. Federico miró la hora.

Tenía cuarenta minutos para volar hasta la casa de su suegra y buscar a su hijo. Marina de camino a la facultad lo había dejado a su cuidado.

Federico se preguntó, como tantas otras veces y en otras eventualidades, por qué razón Adela no tomaba un taxi o un remise, en los que, por otro lado, recorría la ciudad durante todos los días de su vida, y se acercaba con Joel hasta la escuela. ¿Temor, comodidad?

Se le pasó por la mente “sacrificar” al niño y privarlo de un día de escolaridad. Luego recordó que esa tarde tenía prueba de matemática. Joel había heredado el talante organizado de su madre y a esa altura de su vida ya era muy responsable.

Tomó su cabeza y se restregó la cara. Meditó un instante.

Le dijo a Marina que se quedara tranquila. Avisó a la suegra que iba para su casa.

Volvió al río crispado de coches.

Adela lo estaba esperando en la puerta. Federico apenas la saludó, a pesar de que la mujer, con bastante desubicación por cierto, lo invitó a pasar y tomar un té; alzó a Joel con su mochila y se sumergió por la diagonal 73, esquivando nuevamente autos y semáforos.

Llegó al colegio a tiempo. Joel salió disparado del auto y casi no lo miró. A las cinco de la tarde, para su salida, el transporte escolar ya estaba garantizado.

Ese día había un casting en el teatro. Federico estaba a cargo de la diagramación y los horarios. Miró la hora y por suerte estaba en tiempo. Pero no previó una manifestación de comedores barriales y de ciertas organizaciones docentes de apoyo que taponaban la plaza San Martín. La zona estaba colapsada. Era increíble que tantas personas se hubieran aglomerado en las calles, luego de pasar con Joel en el auto hacía quince minutos.

Intentó varios caminos, pero las inmediaciones estaban cortadas. Tuvo que alejarse del lugar varias cuadras hasta poder retornar.

Ingresó por fin a la cochera del teatro.

En la oficina lo esperaban sus compañeros del casting. Estaban intranquilos.

Federico comió un sándwich mientras efectuaba su trabajo.

Tomó conciencia de los “entes” sándwich, barra de cereal, ensalada magra, alfajor, gaseosa diet, mate, que acompañaban y conformaban prácticamente su dieta principal.

Todo el procedimiento de la elección de actores transcurrió en orden, salvo algún corte pasajero de luz, o las proverbiales quejas y caprichos de los concursantes, muchos de extrema susceptibilidad. También sortearon un ataque de histeria (léase importancia) del jefe de programación que los dispersó un rato.

Ya eran más de las veintiuna cuando retornó a su casa. Guardó el auto en la cochera.

Había comprado helado a la pasada.

Marina terminaba de recibir por el delivery unas milanesas, con puré y ensalada. Federico se lavó las manos mientras Joel le mostraba sus dibujos escolares. Marina descorchó un vino blanco y refrigerado.

Se sentaron a cenar.

Federico lamentó haber perdido otro día de gimnasio. Su tarde en el teatro se había extendido considerablemente. Mirándose el vientre notó que estaba cada vez más abultado y flojo. Se prometió retomar su rutina y no dejarse atrapar por asuntos fuera de horario. Además, prestar atención a su contractura que ahora volvía a presionarlo.

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