Gerardo Guzman - El tiempo sin años

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Diferentes épocas habían padecido y a su vez rememorado otras igualmente tremendas. De este modo, se confundían entre ellas en una curva trazada sobre un tiempo inespecífico, sin cronologías ni escansiones. Quizás este era el dato inicial más notable de la primera calamidad devenida en pandemia furiosa en el siglo XXI. Posiblemente habría otras plagas, o nuevos brotes de la misma, porque, como decían algunos, la peste había venido para quedarse y, con ello, interpelar asuntos cruciales. La tecnología era por ahora insuficiente para calmar su mar desbordado. Los relatos de Gerardo Guzman en
El tiempo sin años se ubican en distintos escenarios pandémicos, particularmente amenazados por la escurridiza covid-19. En su derrotero de contagios, se asocian la insolidaridad y la contienda cruel de una sociedad alienada, de políticas y de medios, agentes alentadores de su invasión frenética. Mujeres y hombres navegan a través de estas historias en el asombro, la lucha doméstica y el miedo. Habitan países y tiempos reales, fantásticos o fabulosos, no siempre lineales, más bien, replegados sobre sí mismos y confundidos en hebras de pasados reminiscentes y futuros casi descabellados. La realidad de cada instante insiste igualmente en quebrar credos y resistencias, cuestionar hábitos y doblegar voluntades. Algunos personajes se abren también al amor, a la fe y la esperanza, como depositarios de los deseos e ilusiones particulares y colectivos. A veces una memoria opaca busca explicación, ayuda o consuelo destilando un reguero vacilante de luces y sombras. Los humanos circulan sobre él, siempre frágiles y anhelantes. La actualidad pestilente sometida a juicio y de cara a un posible cambio de rumbo general, quizás utópico, tal vez imposible, irremediablemente necesario.

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Igualmente, no se abrumaba; dejaba pasar y tragaba saliva. No era momento para agregar otras preocupaciones. Solo anclaba en una idea que volvía tozudamente: la convicción final, para todo el planeta, de transitar este proceso de crisis y quiebre como un aprendizaje reparador. No sabía en realidad qué significaría volver a la “nueva normalidad”, una vez controlado este desastre expandido.

Bernardo dejó de hablar. Mientras entraba las bolsas, higienizaba los productos y los guardaba, notó a su esposa un poco ausente. Se acercó a ella y Laura, como incitada por la proximidad del cuerpo, volvió a llorar. Medianamente le habló de sus pensamientos ante las representaciones de Mendoza. Agregó sus dudas sobre un posible cambio cualitativo después de la pandemia, o si, contrariamente, los poderes del planeta se fortalecerían aún más, apocando al resto y sumiéndolo en la pobreza, promoviendo una rueda precaria de ingenuidad new age y cercando a muchos pueblos en deudas infinitas.

Pensó en su próximo hijo. Más que nunca, era de rigor preguntarse a qué mundo llegaría. Imaginó que en el futuro serían llamados los niños nacidos en el tiempo de COVID. ¡Vaya apodo! ¿Serían portadores y destinatarios de alguna marca particular? ¿Se imprimiría en ellos un factor especial de alarma, de riesgo, o de conciencia?

Un llamado de su mamá interrumpió sus palabras. Laura atendió. Nuevamente la madre le pedía que encendiese la televisión. Ahora le adelantó la noticia: estaba descartada la peligrosidad del humus coloreado. Si bien no se conocía su procedencia, se había establecido que se trataba de una ceniza inocua. Como si nada, los medios se retractaban de una información que ciertamente había generado pánico. Una vez más, quizás, se habían adelantado irresponsablemente a brindar una noticia no chequeada.

La nieve pese a todo continuó cayendo. Era un elemento que se agregaba a la fatiga cotidiana. Se ignoraba de dónde venía o qué la causaba.

Era tal vez una respuesta más de la naturaleza que se proponía frenar a los individuos en sus desmanes y desvelos. Alguien arriesgaba que podía tratarse de un castigo divino, otros, que la sustancia advenía como el antídoto milagroso para el virus.

De cualquier manera, la peste se combinaba ahora con un ambiente cenagoso y sucio. El rocío se depositaba en los objetos como una notificación opresiva.

… Para Bernardo el mejor momento del día llegaba con la mañana, vibrante, soleado y acompañado por un desayuno deleitable. Asomado a la ventana y viendo caer la sustancia blanda, le decía a Laura, un tanto silente, que se imaginara en Londres, San Petersburgo o Bariloche.

La joven sonreía; se acordaba de Mendoza y del susurro veraniego del Atuel.

Inmediatamente sentía angustia.

Bernardo se acercaba y la arropaba con su cuerpo. Le tomaba sus manos y las besaba.

A veces Laura conducía las palmas de ambos a su panza. Podían sentir unos golpecitos firmes y regulares.

En ellos se prometía una fuerza definitiva, un espacio que al menos y por un momento hacía pensar a Laura en el paisaje del río de su memoria, respetado y caminado, tal vez, por el amor de tres simples humanos.

Para Laura Monacci

Los sonidos y los perfumes flotan en el aire de la tarde

“Los sonidos y los perfumes flotan en el aire de la tarde”. El título del preludio número 4 del Libro I de Debussy remedaba una cita de Baudelaire.

Cortot declaraba que la obra era pura atmósfera, que como en pocas piezas del autor el mote de impresionista cabía con precisión.

Perfiles evanescentes en la melodía y la armonía, una métrica ingrávida, suntuosidad y resonancias en la escritura para piano, la forma orgánica y transmutada en segmentos casi arbitrarios en su aparición, desplazamiento y devenir.

Lo móvil del fragmento aludía también a muchas ilustraciones pictóricas, igualmente licuadas entre colores y luces. Para algunos, verdores; para otros, un espacio erótico y oriental, en muchos, una sinestesia de eventos y sensaciones indefinidos, aunque repletos de sugerencias.

Esa mañana, y luego de la ducha, Manuel se puso perfume luego de mucho tiempo en el que solo el jabón blanco formaba parte de la sesión del baño. Hacía un mes que se había iniciado la cuarentena.

Pese al clima ya otoñal, eligió una fragancia fresca, remitente a un bosque o al viento.

Una vez colocado y seco, el perfume pareció exhalar sus notas como nunca. Se desparramaba impetuoso, casi táctil, en su presencia.

Cuando Manuel pasó por delante de Ovidio este no pudo evitar girar su cabeza y captar el aroma. Se acercó al cuello de Manuel, cerró sus ojos y aspiró casi fascinado.

–Qué buen perfume –exclamó–. ¿Es nuevo?

–No, es el Polo Ultra Blue.

–Es como si nunca hubiera olido un perfume. Rarísimo.

Ovidio aventó el aire y se quedó un instante suspendido.

–No es el perfume, es la novedad de usarlo después de tanto tiempo –Manuel sonrió.

–Sí, evidentemente es eso. Estamos solo acostumbrados a la lavandina, al detergente, al champú, al jabón blanco y al alcohol.

–Tremendo, sí –admitió Manuel.

Los treinta días de aislamiento reconfiguraban los hábitos y los rodeos de trámites personales y convivencias.

El perfume navegó durante todo el día en la casa.

Llevado por su halo, Manuel no pudo resistirse a ensayar el preludio número 4 en el piano y a escucharlo en la grabación antológica de Gieseking.

Con estas acciones y en este proceder aislado parecía comprender el nombre concluyente de la obra, incorporar su sentido más íntimo y, al mismo tiempo, rastrear su derrotero en la trama de la música.

Los sonidos y los perfumes flotaban, o en todo caso giraban, como posiblemente debía ser traducido el vocablo original.

Manuel se refugió en su interior, y en sus jornadas compartidas con Ovidio.

Imaginó datos de esos momentos, pero no pudo encontrar un hilo conductor, una secuencia lógica o una deducción sólida.

Así sus días y los de muchos pares se evadían en las horas inciertas y demoradas. Las horas pasaban rápido; contenían acciones primarias u otras que no significaban nada; salvo el propio transcurrir hacia algo, que finalmente era otra nada.

No se diría igualmente que la nada era un vacío; más bien se asociaba a una dimensión ficticia y por momentos banal, aunque ávidamente tentadora.

Los instantes se superponían, se fundían y se imbricaban. A veces se yuxtaponían como trazos y secuencias independientes y arbitrarias.

El perfume personal y los perfumes de esos días fluctuaban y giraban de un lugar a otro, esclavos de cualquier oscilación del ánimo, la necesidad o el deseo.

La voluntad estaba un tanto cancelada, anclaba únicamente fértil para emitir tareas que propiciaban la continuidad de la vida en un aquí y ahora, pero no mucho más.

Se estaba en un tiempo y en un lugar diferido. Un mientras tanto que equivalía a un entre tanto. El movimiento que se sopesaba en una duración no direccionada específicamente: despertarse, comer, lavar, ir al baño, mirar, leer, escuchar, hacer el amor, conectarse con el trabajo, dormir, todo de un modo fluvial y deslizante.

Las precisiones se deshojaban. Pronunciarlas convertía su sentencia en formas particulares del agravio.

Las sombras de esos movimientos y tiempos inmediatamente se fugaban a un sector sin recuerdos o huellas.

Los surcos eran débiles, además, para casi todo lo que se emprendía y abandonaba.

Los futuros se esfumaban en cierto desmayo. La ilusión era una bebida burbujeante, un sabor de comida apetitosa, un espectáculo vital y filmado, una caricia o un sonido mágico.

Y, tal vez, un perfume evocador. El perfume y su apertura a mundos potenciales.

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