“El auténtico Oliver no es el que está bebiendo, haciéndolo solo lo asfixias y lo destruyes… con el tiempo solo quedará el alcohol. Escucha tu corazón”.
¡Pero qué gran estupidez le estaba diciendo esa mujer!, pensó. Además, ¿qué le hacía pensar que el “auténtico Oliver” no era más bestial y destructivo que el que estaba bebiendo…?, ¿cómo podía estar ella tan segura de que el Oliver que él no recordaba, el abstemio y puritano, en realidad no era capaz de las peores crueldades?... En ese caso, lo más sensato sería que aquella mujer le compre otra botella para seguir adormeciendo a la bestia, y se aleje corriendo antes de que esta despierte. Por otro lado ya estaba cansado de que todo el mundo repitiera casi por inercia las mismas expresiones metafóricas del estilo “escucha tu corazón” como si fuese un mantra sanador y realmente sirviera para algo. Sabía que estaba siendo demasiado literal, pero la verdad era que su corazón solo hacía los mismos sonidos sistálticos de siempre “tun, tun, tun” y eso en realidad no le trasmitía absolutamente ningún mensaje.
Oliver estaba categóricamente convencido de que los organizadores de estos “cultos nuevos” deberían reescribir y actualizar las peroratas con las que envían a sus colaboradores a reclutar gente. Además no era la primera vez que el miembro de algunas de esas sectas que intentan complicar el cosmos con sus conceptos y rituales misteriosos se acercaban a él por la vía más obvia. O sea, sus debilidades. Esgrimiendo frases e imponiendo reglas absurdas, que luego sus propios líderes ignoraran del mismo modo arrogante y engreído con que las crean, y utilizando a su vez como estandarte las pirámides de Egipto, el dibujo de un ovni o el Triángulo de las Bermudas.
Si algo le enseñaron “Ellos” es que el universo, el cosmos, y todo lo que nos rodea, sea o no percibido por el ser humano, no oculta secretos y no exige rituales para ser establecer conexión. No existe una elite de individuos ultrasensibles con poderes especiales, todas las personas tienen las mismas facultades, solo necesitan desarrollarlas. Tampoco existen los “conocimientos herméticos”, solo la charlatanería. Todo lo que se debe saber para acceder a la verdad está dentro de cada uno. Absolutamente todo lo que está a nuestro alrededor, incluso “Ellos”, esperan que dejemos los miedos y la soberbia de lado para que nos vinculemos con la inmensidad. El auténtico puente hacia la verdad, pensaba Oliver, es el equilibrio, la disciplina y la humildad. El único y verdadero truco de la unión universal está en la introspección. Así de sencillo. Así de hermoso.
Con el tiempo dejó de beber, y lo hizo por una razón fundamental. Porque por más fuerte y atroz que fuese la angustia que le causaba pensar en Lucila no la quería olvidar. Además el dolor, y el inmensurable amor que sentía, eran tal vez, la única prueba que le quedaba de que ella alguna vez había existido en este mundo. Recordó también que durante aquella época había estado más debilitado que nunca. Pero no solo corporalmente. Era más bien una suerte de fatiga espiritual que lo llevaba a exigirse dormir, aunque hacerlo fuera igual de tormentoso que estar despierto. Quería dejarse llevar y que pase el tiempo. Pero dentro de él sabía que era una estupidez. De hecho esa estupidez tenía un nombre, según recordaba haber leído en algún libro, “narcolepsia depresiva”. Como el tipo de tendencias derrotistas que hace que un alpinista se detenga a la mitad del descenso de una montaña, inmovilizado más por la angustia y la desesperanza que por el frío o el cansancio, durmiendo y muriendo en el medio de la niebla, sin saber que está solo a metros de la salvación.
Pero esa época ya había pasado. Lo supo en el momento en que “Ellos” aparecieron con una solución. Ahora estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperarla. Sabía que la angustia seguiría estando, tan fuerte y devastadora como siempre, y que el odio y la amnesia permanecerían acechantes en los rincones más oscuros de su ser. Sin embargo ahora tenía con qué enfrentarlos. Tenía una esperanza. Más que una esperanza, tenía la seguridad de que la recuperaría. Y esa convicción hacía que los alimentos recobren su sabor y la opacidad de los días se disipe. Pero claro, aún permanecían sin el brillo, los colores y el aroma que tenían cuando estaba con Lucila.
>Bueno… ya fue suficiente descanso y cuestionarse cosas< pensó. No quería que ellos escuchen sus reflexiones.
> ¿Cómo se llama a la habilidad de leer los pensamientos?< No lo recordaba. De todos modos, lo que importaba era que “Ellos” tenían facultades increíbles que podían practicar en cualquier momento. De hecho, era más que probable que en ese mismo instante “Ellos” lo estuviesen observando, al tiempo que intuyen sus sentimientos y leen su mente. Oliver estaba más que seguro que “Ellos” ya lo sabían todo sobre él, puesto que son como la KGB, la CIA o el MI6 del cosmos. Solo que sin las torturas y la burocracia. Probablemente, pensaba. “Ellos” al igual que la naturaleza se guíen por el “principio de parsimonia”. Eligiendo como colaboradores para cumplir sus encargos a los seres de almas simples y proporcionadas. Tal cual lo hace la naturaleza, que siempre escoge la forma más sencilla y práctica para sus diseños. ¿Y qué podría haber más sencillo y simple que su propia alma?, reflexionó Oliver. Puesto que tanto su mente como su espíritu estaban equitativamente divididos en solo dos partes. De hecho, se podría decir que los miembros de la pequeña pandilla que conforman su personalidad (el yo, el superyó y el ello), flotaban oscilantes en el medio de un arcoíris psicológico de solo dos colores. Blanco y negro; un amor inmensurable hacia Lucila que nunca se agota, y un odio intermitente y desaforado hacia todo lo demás e incluso hacia sí mismo, y que se desarrolla y crece a la par de la profundidad de sus lagunas mentales. En síntesis, él se consideraba una persona sin nada que ocultar. Un ser simple, redondo. Sin aristas. Sin enmarañados egos como la envidia, la avaricia, la gula etc. En él solo habitan el amor y el odio. ¿Qué más simple y redondo que eso? Oliver consideraba que la sencillez y claridad de su espíritu lo convertían en un hombre igual de transparente y puro como el agua en las cascadas que alimentan los ríos en los montes. Estaba convencido de que su esencia era tan rotunda y simple como los elementos que forman la naturaleza y se proyectan hacia el universo. Pero que al igual que el resto de los seres humanos, él pulula a ciegas y a los tropezones en un mundo cada vez más complejo y mezquino.
—¡Basta! —se dijo a sí mismo en voz alta.
Ya se había tomado demasiados descansos para pensar. Oliver sabía que especular demasiado solía llevarlo a la ansiedad, y la ansiedad solo era el inicio de un serpentino ciclo de emociones como la desesperación. La amarga desesperación que siempre termina en incertidumbre, y que lo desalentaba hasta el punto de sumirlo en una profunda tristeza. Un sentimiento de angustia tan infame y desmoralizador que lo paralizaba por completo, y que lo transformaba en un ser vulnerable y quebradizo. Y como no le gustaba sentirse inseguro y frágil, esa debilidad mutaba rápidamente hasta convertirse en bronca. Una furia tan intensa, oscura y subterránea que acababa acrecentando su amnesia, lo que devenía por lo general en un desmayo. Lo cual significaba el creciente y ensordecedor redoblo de campanas y la inminente aparición de súcubos sadomasoquistas.
Fue esa neurótica comparsa de razones que motivó en él la necesidad de tranquilizarse. Sabía que tenía que tener paciencia y hacer las cosas con calma. Por lo que recurrió una vez más a una técnica mental infalible; recordar a Lucila sonriendo, y con esa imagen seguir adelante hasta recuperarla.
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