Sergio Alejandro Cocco López - Aleatorios

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En un mundo en donde algunos nacen con la pareja que los acompañará el resto de sus vidas, otros a quienes se los conoce con el nombre de Aleatorios, nacen solos. En este contexto, Oliver busca desesperadamente a la mujer con la que nació. Pero una repentina y extraña amnesia le impide recordar qué es lo que pasó o por dónde comenzar a buscarla. Sin embargo, ese no es su único problema. La policía lo busca por asesinato, y un Súcubo sadomasoquista se empecina en hacerle la vida imposible. Entonces aparecen «Ellos» en su vida, asegurándole que si cumple determinada cantidad de encargos podrá recuperar a Lucila. Y por cierto que debe apresurarse en cumplirlos, pues «Ellos» le susurran matar.
"…<Yo soy mi dolor y mis pensamientos. Todo lo que ella compartió conmigo está aquí. En algún lugar detrás de los surcos de mi frente. A través de mi piel, mi carne, mis nervios, cartílagos y sangre. Detrás de los huesos de mi cráneo. Entre la masa encefálica de mi cerebro, flotando etérea y hermosa en algún lugar de mi mente. Ella todavía está aquí. Su voz, su tacto, su olor. Una cantidad innumerable de palabras que me dedicó, junto al sonido de miles de risas a las que no llegué a venerar lo suficiente. Aquí también están sus labios, a los que no ocupe cada segundo de mi vida en besar. Ella está aquí, intacta y eterna. Su esencia flota en esta estúpida mente que cada vez me permite menos recordarla. Todo lo que yo fui con ella también está aquí, en algún lugar…>.
Luego bajó la vista y miró sus pies desnudos sobre el mugriento suelo del baño de la pensión. Observo sus brazos, sus piernas. Vió los moretones y hematomas que se llevó de recuerdo al escapar de la Seccional de Policía. Analizó con detenimiento las costras de sangre seca, suyas y ajenas, que todavía permanecían en sus manos y entre las uñas de sus dedos. Y se dijo: <Pero no me recuerdo>…"

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Desde hacía un tiempo a esta parte, su mente había comenzado a bloquearse ladrillo por ladrillo hasta convertirse en un gris y amohecido muro que crecía de a poco y le impedía recordar su pasado. Sin embargo en aquel paredón, existían pequeñas grietas por donde se filtraba la luz de lo vivido con ella. Pequeños fragmentos de instantes en donde la felicidad era una forma de vida. En donde el rencor no controlaba su mente. En cambio ahora odiar se había convertido en un acto ritual que repetía con frecuencia. En el que debía recorrer curvas espirales de preparación y adiestramiento hasta llegar al centro de la maldad suprema.

Oliver sintió otra vez esa incomoda comezón en su cabeza. Solo que esta vez con más intensidad. Casi pudo escuchar cómo las liendres pasaban de su etapa larvaria a la adultez. El rastrillado de esas alimañas era insoportable. Había probado todos los métodos que tuvo a su alcance para eliminarlos. Pero nada parecía servir. Era como tener una actividad de piojos paranormales en su cabeza.

Lo más frustrante de todo era que comenzaba cuando se ponía nervioso. Primero una comezón en la nunca, que luego se expandía hasta su cráneo, y de allí se distribuía al resto de su cuerpo; los hombros, la palma de las manos, las piernas. En ese instante estuvo a punto de comenzar a rascarse rabiosamente como solía hacer. Cuando la revelación de una idea lo paralizó por completo. Se le puso la carne de gallina, y un frío recorrió toda su espalda.

> ¿Serán “Ellos” quienes crean en mí esta insoportable comezón para poder tener a partir de allí algún tipo de control sobre mi mente? O peor aún, ¿podrán escuchar y sentir todo lo que yo pienso y siento? <

>La respuesta es muy simple< se respondió a sí mismo.

>Seguro que sí… no hay ningún tipo de dudas. Mis pensamientos están siendo monitoreados, y hasta quizás dirigidos. ¿Es posible que nada de lo que hiciese o pensase, por más espontáneo que fuese, llegaran “Ellos” a pasarlo por alto?<

Se sintió un tanto estúpido al preguntarse algo tan obvio. “Ellos” podían hacer lo que quisiesen. Hasta eran capaces de estar presentes en cualquier lugar de cualquier tiempo y dimensión. Oliver nunca dejaba de asombrarse por las habilidades que “Ellos” tenían, y al mismo tiempo repudiaba la arrogancia de los “sapiens” y sus Gobiernos. Todas sus armas y artilugios no son más que juguetes infantiles en comparación con los extraordinarios recursos que “Ellos” poseen, y que los convierten en verdaderos seres superiores en más de un sentido.

Unos meses antes de que “Ellos” se diesen a conocer, Oliver había estado totalmente desorientado. Había acariciado y mimado la idea del suicidio como si fuese un huidizo ratoncito entre sus manos. Llegó a tener lapsos en que la tristeza era tan profunda que hasta lo inmovilizaba por completo. En ocasiones se pasaba días sin dormir. Si es que así podía llamarse a la agobiante sensación que tenía cada vez que cerraba los ojos. Sensación que solo era un preludio de la agonía que sentiría el resto del día. O la falta total de apetito, asqueándole todo tipo de comida. De cualquier alimento que consumía, su estómago devolvía más de la mitad.

En una ocasión había considerado en ahorcarse. Pero si no hacía un buen nudo o la cuerda no era lo suficientemente resistente, corría el riesgo de caer al suelo semiasfixiado retorciéndose como una cucaracha rociada con insecticida, y todo terminaría en un infructuoso y vergonzoso desastre. Calculó que corría el mismo riesgo al tirarse de un puente o edificio. Medicamentos lo suficientemente fuertes para una sobredosis no tenía, y comprar un arma era demasiado complicado. Hasta que en unos de sus viejos libros encontró la posible respuesta.

Otra de las tantas cosas de las que Oliver estaba categóricamente convencido era de que los libros son una excelente herramienta para cualquier tipo de cosa que uno se proponga hacer en la vida. Incluso en casos como este, puesto que si uno es lo suficientemente persistente en la búsqueda, se puede conseguir en ellos toda la información que se necesite y más. Por otro lado, si había algo que todavía permanecía en los pasadizos secretos y polvorientos de su delicada memoria eran la cantidad de conceptos e ideas que dejaron en su mente la infinidad de libros sobre esoterismo, abducciones, ocultismo, filosofía, hermetismo, alquimia etc., que se apasionó en leer. En una ocasión, leyendo un libro “alquímico-mágico” sobre el refinamiento de los venenos en la Edad Media, y combinando esa información con la de un libro de química escolar, aprendió cómo hacer algo tan letal como el cianuro de hidrógeno. Y si la mezcla era correcta comenzaría a sentir un particular olor a almendras. También averiguó que en el caso del cianuro de hidrógeno. Con solo 50-200 miligramos o 1-3 miligramos por kilo de peso, serían suficientes para matarlo. Y si no se equivocaba en la cantidad, todo saldría a pedir de boca y moriría antes de que comenzara a asfixiarse.

También averiguó sobre la manera más eficaz de cortarse las venas de las muñecas (consejos que agregó en sus nuevos volantes). Si bien odiaba a los Aleatorios desde lo más profundo de sus intestinos, no era éticamente correcto inducirlos al suicidio sin darles uno que otro consejo práctico para hacerlo de manera correcta y prolija. Alguna vez anotó en uno de sus panfletos… “los cortes deben ser verticales”… hacerlo horizontalmente era de neófitos. La incisión correcta tenía que ser vertical. La sangre sale con más fluidez.

Durante aquella época, Oliver había pasado noches enteras simulando cortarse las venas con el canto de un pedazo de madera sin filo. No quería cometer ningún error en aquel momento crucial. Por lo que varias veces había llevado el pequeño pedazo de madera con la mano izquierda (que es con la que más debería ejercitar teniendo en cuenta que era diestro) hasta su muñeca derecha. Entonces comenzaba lo que ya se había convertido en un ritual. Abrir y cerrar la mano, abrir y cerrar. Una y otra vez. Como si estuviese repitiendo las mismas letras utilizando un lenguaje de señas. Abrir y cerrar, abrir y cerrar. Hasta que aparecía. Azul, lineal y sanguínea bajo la piel blanca de su muñeca. Mítica, poética y extraña, como tatuaje de nacimiento. La marca compulsiva y latente de la existencia. Y así permanecía durante incontables minutos. Observando. Analizando sus muñecas enrojecidas a causa de la fricción con el borde de la madera. Preguntándose cosas como, por ejemplo, ¿qué es lo que hace que las venas sean de color azul si la sangre es roja?, mientras decidía si preparaba un té de hierbas o se las cortaba.

Todavía recordaba que hacía solo unos de meses atrás, ¿o eran años?, habitaba en él una indefinible predisposición a abandonar toda ilusión y rendirse. Una sensación tan angustiante y poderosa dentro de sí mismo, como un frío e implacable bloque de mármol que aplastaba su corazón y congelaba su espíritu. Alegoría del irremediable vacío que causa el quedarse sin esperanzas.

También recordaba sus vanos intentos alcohólicos por cumplir lo más rápido posible su etapa en este mundo, y pasar al siguiente sin estar consciente de lo que sucedía a su alrededor. La ginebra y el vodka barato sirvieron por un tiempo para adormecer la angustia. El dolor parecía no afectarlo si estaba lo adecuadamente intoxicado como para ignorarlo. Algo así como beber un trago de las oscuras aguas del leteo. Ciertamente un acto de hidalga cobardía. Aunque la mayoría de las veces, tristemente ineficaz.

En una oportunidad, recostado a la sombra de un árbol en una pequeña plaza, y mientras abrazaba una botella de vodka con la misma ternura que lo haría una madre con su hijo recién nacido. Una mujer joven de cabello rubio y elegantemente recogido se le acercó. Se identificó como delegada de alguna religión o sexta de moda transitoria, y le dijo con elocuentes gestos que la única forma de encontrar la paz interior era desasiéndose de todo lo que alterara su espíritu. Y al instante le entregó un panfleto con una imagen en blanco y negro de las pirámides de Egipto. Luego, tocándole el hombro amistosamente le preguntó su nombre. Acto seguido, le aconsejó acompañando sus palabras con una expresión que pretendía hacerla parecer persona mística y profunda:

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