Leandro Vesco - Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera: краткое содержание, описание и аннотация

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Añoramos tradiciones de pueblos mínimos.
Queremos perdernos en caminos salidos de una ficción.
Necesitamos historias de frontera con el valor de lo simple.
En esta segunda entrega de Desconocida Buenos Aires, Leandro Vesco logra que viajemos en el tiempo y nos lleva a lugares donde los almaceneros siguen anotando las deudas en libretas y las cartas a mano le ganan al mundo digital.
La profundidad de las tierras bonaerenses nos muestra pueblos entrañables con habitantes rurales, que son los grandes protagonistas de estos parajes, además de los bodegones y pulperías. Las rutas crean un puente inmediato con la vida sana y natural, el atractivo infalible del descanso pleno. Solo tenemos que animarnos a la aventura que nos proponen las historias de frontera para reconectarnos con la esencia y el alma de campo.

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Sol de Mayo fue una posta frecuentada por reseros y carretas, que se detenían para aprovisionarse y, de paso, bajar a estirar las piernas mientras se apuraba algún vaso o se comía algún guiso carrero. “Acá abajo hay un sótano, lo usaban para enfriar las bebidas”, señala Santos debajo del mostrador. “Enfría mejor que una heladera”, reconoce al sentir el recuerdo de las bebidas enfriadas con este método natural.

Por una puerta con cortina de tiras de plástico, bajo las estanterías con centenarias botellas pobladas de telarañas, se presenta su esposa y encargada junto a él de continuar con el legado de mantener con vida esta pulpería solitaria. Su nombre es Olinda Haydée Moreni, tiene setenta y seis años. “Me estaba cambiando”. Para ella atender es algo serio y, como tal, debe tener un uniforme que consta de una impecable camisa blanca y un académico delantal oscuro. Se sienta al lado de su eterno compañero. Santos quiere contar una historia. “Nos casamos y a ella siempre le gustó el campo, pero venir acá ya era otra cosa. Allá en el campo estaba tranquila, haciendo sus tareas. No quería venir a trabajar en una pulpería donde ha­bía que atender a tanta gente. Y la convencí, y ahora ella es la que no quiere irse de acá por nada del mundo”. Las estanterías y la nostalgia que da el olvido que sobrevuela a este lugar convencieron a esta mujer nacida para caminar entre retamos y gladiolos.

Olinda mira con admiración su obra: el almacén está perfectamente mantenido y tiene solo la costra de polvo que debe conservar. “Una vez vino un fotógrafo de Buenos Aires a sacar una foto y no tuve mejor idea que pedirle a un muchacho que venía a ayudarme que limpiara un poco; cuando vuelvo, ¡les había sacado todo el polvo a las botellas! Vino el fotógrafo, quedó paralizado y dijo: ‘¡Falta la mugre acá!’”, recuerda.

La pulpería fue la sede familiar y la cuna donde crecieron sus hijos, quienes los acompañan en la comprometida tarea de atender el salón comedor que tienen a un costado. Un quincho, muy grande, con enormes ventanales, se corona con un fogón donde se asan sagrados costillares, sublimes vacíos y sabrosos lechones. Es un lugar amplio, generoso en espacio. Uno puede comer mirando el infinito horizonte, viendo en lontananza los autos pasar. La ruta 63 conecta la autovía 2 con la clásica ruta nacional 11, la interbalnearia. El tráfico en verano es constante, pero esto ayuda a valorar aún más la experiencia de frenar y disfrutar de la pulpería, tomar un aperitivo allí y pasar al quincho para sentir el sabor de la verdadera carne asada campera. Se paralizan las miradas cuando llega el costillar en el plato.

Mientras Santos cuenta la historia del boliche, Olinda invita una picada como solo en un lugar único y privilegiado como este se puede probar. “Todo lo hago yo”, se enorgullece; el matambre arrollado tiene la misma textura que una manteca tibia, así de tierna es la carne. A un costado de las mesas existe un pequeño museo. “Son cosas que hemos encontrado acá y muchas las van trayendo los clientes”. Botellas, herramientas rurales, radios e incluso un calefón a alcohol que funcionaba hasta hace unos años, entre otras cosas. Lo normal es disfrutar del silencio. El secreto de Sol de Mayo se concentra en detenerse en los detalles, en las piezas de bondiola que cuelgan de la reja en el mostrador, los frascos con dulces caseros, las viejas botellas de vinos inclasificables, pero soberanos allí.

La pulpería está en este mismo lugar desde 1888, cuando en el paraje la actividad campera era abundante y los gauchos desensillaban para tomar unas copas y comentar las novedades de este rincón criollo del mapa bonaerense. Abierta desde aquel año, se conserva en excelente estado y es un lugar en donde se siente aún esa sensación de estar en los años de las carretas y los facones. Bajo su techo –original– de pino brasileño, podemos comprobar que ciertamente el tiempo es relativo. Sentarse allí y cerrar los ojos es dejarse llevar por las emociones; el aire de ruralidad se adueña de nosotros, y es posible recrear un poco la frondosa historia de este almacén que ha acompañado los procesos históricos y sociales del primer partido patrio, Dolores.

El almacén fue construido por Máximo Tony en 1888, siendo su propietario don Francisco Gallastegui, un gallego que vino escapándose de alguna guerra que Santos no recuerda: “De esas que siempre hay en Europa”, redunda. Sol de Mayo era un paraje con mucha vida, el tren pasaba y aquí mismo trabajaba mucha gente; el campo argentino tenía una vitalidad que se fue desvaneciendo con el cierre de los ramales ferroviarios y el progreso en las tecnologías agropecuarias, los motivos que se repiten en el mapa. “Acá paraba el crotaje –nos cuenta Santos–. El antiguo dueño los dejaba estar acá, les daba comida y techo, y muchas veces no les cobraba nada. Siempre se la trató muy bien a la gente”.

Dos cosas que no hay que perderse: hacer unos kilómetros más, con sentido a la ruta nacional 11, y visitar la Esquina de Crotto, que fuera una de las más legendarias pulperías de la provincia y que, desde hace varios años, está cerrada y abandonada. Es fiel testigo de lo que fue una pulpería original y la importancia que tuvo; la rotonda y todo el paraje llevan su nombre. La otra que es imposible perderse es el postre que sirven en el quincho, clásico de Dolores y marca registrada de Sol de Mayo: la “torta argentina”, que se compone de una torre de 25 panqueques untados con dulce de leche casero y salpicados de merengue. Simple y contundente.

En Sol de Mayo, a un costado de la ruta 63, todavía –gracias a los dioses pampeanos– es posible disfrutar del sosiego, sintiendo cómo la prisa y el apuro se quedan detrás de la puerta, en la carretera. Acá todo es gozo y bienestar criollos. La actualidad es el pasado.

Desconocida Buenos Aires Historias de frontera - изображение 32En Dolores vive el capitán Alfredo Barragán, conocido por conducir la balsa que cruzó el océano Atlántico. “Que el hombre sepa que el hombre puede”, declaró el 12 de julio de 1984 al arribar al puerto de la Guaira (Venezuela), luego de haber estado 52 días en alta mar. Acababa de cruzar, junto a un equipo de cuatro expertos marinos, el océano Atlántico en una balsa de madera de trece metros de largo por seis de ancho, sin timón ni gobierno (sin ancla), ayudado por una vela y una corriente marina que nace en África y que se desplaza hasta la costa americana. Barragán, con 72 años, tiene un récord difícil de igualar: durante cincuenta años hizo treinta expediciones en cinco continentes. En la rotonda de entrada a Dolores, un monumento recuerda la hazaña. Él suele verse en el bar La Ley. Siguiendo por la ruta 63 con sentido a la costa, puede verse La Esquina de Crotto. Fue una parada obligada de todos los que entraban a la región atlántica. Hoy, rodeada de olvido y vegetación, está en ruinas. Urge recuperarla. Mientras tanto, suma acercarse y verla para poder conocer cómo era una auténtica pulpería. + info:Rotonda ruta 63 y ruta 11.

Pulpería de Payró,

una esquina donde los sentimientos mandan

La ruta provincial 36 anuncia en un viejo cartel que es el camino a la Atlántida argentina. Atravesando un gran cordón hortícola, la presencia de la ciudad se hace sentir hasta una rotonda que deja, finalmente, la huella de asfalto sola con el espíritu de la llanura. Pocos árboles. Las vacas y de vez en cuando la presencia de algún cartel olvidado que presagia una localidad, perdida en un camino de tierra. El corte con la realidad urbana es abrupto. A partir del kilómetro 60 de la ruta, la llanura se impone. También el olvido en el que han quedado los pueblos que apenas se muestran a los costados. Más allá se intuye la ruta nacional 11, y la añoranza del mar. Un viejo cartel, antes de llegar a una curva, lo anticipa. Roberto Payró, el nombre del escritor, es una amable manera de entrar por un camino de tierra que cruza la extensa llanura donde hay poco para ver, pero mucho para sentir. Algunas taperas en ruinas son mojones del recuerdo. Aquí hubo chacras y muchas familias viviendo cuando el tren atravesaba estas insondables soledades. La vía de ese tren, muerto, es la señal de que el pueblo está cerca. Una recta final, paralela a las vías, de pronto termina en un claro donde se ven algunas casas, bonitas, la estación de trenes de madera, de las pocas que existen; y en una esquina en donde se centra toda la atención y la actividad de este pueblo de 60 habitantes, flamea una bandera nacional. Es la Pulpería de Payró, responsable de que el pueblo reciba autos y visitantes los fines de semana. Desde 1875 es un centro de sociabilidad; hoy, como ayer, concentra las sonrisas de los parroquianos, que esperan toda la semana para poder venir a tomar algún aperitivo. Estuvo cerrada unos años, la historia de su reapertura es un ejemplo de cómo el corazón puede cambiar el destino de la vida de una familia y de toda una comunidad.

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