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“Un viaje es por sí mismo una persona: no hay dos iguales”.
John Steinbeck, Viajando con mi perro.
Apenas terminé de leer esta nueva joya de Leandro Vesco, le escribí para preguntarle si conocía la cantidad de kilómetros recorridos en Buenos Aires desde que empezó con esta aventura necesaria de visitar los pueblos más remotos de la provincia. Tardó unos instantes y me dijo que había perdido la cuenta: los caminos andados ya entraron en la dimensión de lo inconmensurable.
Pero aunque haya perdido la cuenta de las distancias y horas recorridas, no ha perdido la huella. Todo lo contrario. Su gran mérito es que se animó a volver a los lugares de donde nunca nos deberíamos haber ido y se encontró con un tesoro viviente que entrega generosamente en forma de libro con relatos entrañables, historias llenas de poesía, comidas caseras, vivencias únicas y emociones varias. Este tesoro está compuesto por las vidas que habitan los lugares donde no quedó casi nadie. Pero están allí. ¡Son almas que viven, sienten, rugen, sueñan, resisten!
Este nuevo viaje por la desconocida Buenos Aires requiere entusiasmo, creatividad, espíritu aventurero, hacerse amigo del silencio y paciencia infinita para sortear autopistas, rutas, calles y caminos que no siempre están en las mejores condiciones. Y hace falta además un instinto curioso, capacidad de asombro, escucha comprometida, buen paladar y ganas de que te esperen y te reciban en cada pago con los brazos abiertos. Leandro Vesco tiene todos esos dones y habilidades que se suman a la capacidad de un relato claro, llano, cálido, que hace de cada visita o de cada encuentro una historia única.
Este libro también es una guía imprescindible para desviarse de la ruta y entrar en la dimensión de lo desconocido, como un GPS a los pequeños destinos con vecinos gigantes que nos están esperando en el horizonte. Se puede leer en orden pasando por “La ruta de la mujer rural”, “La ruta de los bodegones y las pulperías”, “La ruta de los caminos sanos” y “La ruta de los pueblos entrañables”, o bien al azar: el maravilloso encanto de abrir el libro en cualquier página y encontrarse con la prosa viviente de Leandro, que se atreve a pintar con palabras otras aldeas que estoy seguro termina haciendo propias simplemente porque se enamora, y el amor no se explica: el amor sucede.
Si me dan a elegir empiezo por la sección de las mujeres que son, en la crónica del autor, una gota de miel sobre el paraíso bonaerense. Es una invitación a probar los alfajores cuadrados de las tres hermanas de Fulton; ser testigo indiscreto del encuentro entre doña Irma y un mito viviente llamado León Gieco, su huésped de honor en el hotel de Las Marianas; acompañar en Colonia El Balde a la maestra Mónica, “única habitante de un paraje que no figura en los mapas y que solo existe por la presencia de la escuela”; o amanecer entre los 4000 árboles frutales de Stella Maris en Pardo que en sus mañanas de arcoíris prepara las más ricas mermeladas del pueblo. Todas ellas y otras más gozan del prestigio que merecen por valientes, ingeniosas y “laburantas”. Ya no son la mitad invisible de la historia, sino las protagonistas de este tiempo porque están haciendo la “revolución silenciosa” y se levantan cada día resucitando sueños.
Hay detalles que nos devuelven a la vida, como el instante en que doña Ñata corta la conversación y señala el colibrí que la visita cada mañana en Villa Lía, un pueblo donde renace el turismo rural, en cuyo mismísimo museo los visitantes pueden dormir y ser por una noche, parte de la historia; una posibilidad fantástica que dudo que ocurra en algún otro punto del planeta.
Leandro Vesco también sale al rescate de los parajes y pueblos que piden a gritos no desaparecer. En estas páginas conviven el escritor diáfano y el periodista curioso, pero sobresale el hombre sensible, buenazo y comprometido que se involucra donde más se lo necesita para amplificar las voces ocupadas en salvar su lugar en el mundo, que no quieren vivir ni morir en el olvido. No lo merecen. Así lo demuestran la caminata con el “Negro” Collins por las calles de Ernestina, el pueblo que tiene un teatro de 1938 que se fue vaciando de artistas y de magia, o el encuentro con Nelly, que un día vio que los religiosos le dejaron las llaves de la capilla y la “bautizaron” guardiana del templo. Son crónicas donde el silencio, así en el teatro como en la iglesia, retumba tanto como las voces de sus vecinos. ¡El espacio del prólogo siempre es acotado para todas las personas y lugares que quisiera destacar!
Imposible pasar por alto la deliciosa experiencia gastronómica. Se estima que en la provincia quedan unas 50 pulperías y almacenes de ramos generales. Leandro tiene el privilegio de haberlos visitado a todos. ¿Cómo privarse del aperitivo con maní en Lo de Tarugo, el guiso de mondongo en el Bodegón Rutero de Chicote, el pastel de carne de cerdo de Puesto El 17 o las recetas que proponen “un viaje sensorial por platos que en sus aromas cuentan historias” en el Bar de Tato?
De norte a sur y de una punta a la otra este libro nos lleva hacia la frontera misma de esta provincia gigante, sorprendente y hasta misteriosa. Nuestro autor es un intermediario de lujo que ha visitado más de 300 pueblos con la noble misión de avisarnos que existen, que están vivos, que despiertan o resucitan echando mano al mejor de los recursos: el trabajo. Vecinos porfiados, resistentes, bien plantados y con el propósito claro de no dejarse arrasar hacia un destino de abandono.
Pasen y lean. En cada capítulo descubramos cosas simples que fuimos perdiendo, pero aún estamos a tiempo de recuperar. Hacerlo es tarea de todos, un compromiso colectivo donde cada uno hace su parte. Leandro Vesco lo resume en siete palabras: ¡la vida necesita tan poco para germinar!
MARIO MASSACCESI
Doña Irma
y sus ravioles perfectos
En los hoteles de pueblo siempre hay aroma a café con leche, pero hay uno que solo es posible sentir dentro de estas paredes acostumbradas a recibir viajantes que hojean cuentas que nunca cierran en libretas de espiral o novios que visitan a sus prometidas con las horas contadas, antes de regresar al cruce a esperar el colectivo. Doña Irma Angrigiani hace sesenta años que atiende este hotel que lleva su nombre, y que está en Las Marianas, Navarro. También, hace la misma cantidad de años que todos los domingos amasa ravioles que prepara en una cocina a leña. Nadie conoce su receta. Ni siquiera su hijo. “Cocino con alegría”, afirma.
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