El pueblo nació en 1911. Fue, según se cuenta, un fortín importante de la campaña cuando el mapa provincial se hacía a fuerza de lanza y escaramuzas; posiblemente protegía al Fuerte Federación, actual ciudad de Junín. La estación se inauguró unos años antes, allá por 1902, con la expansión civilizadora del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico. Tiburcio al parecer era un indio importante de la zona, su presencia trascendió y de allí el nombre del fortín y posterior pueblo. Hoy la localidad se desarrolla frente a la estación ferroviaria, que ya no funciona más. Los pocos habitantes que han quedado viven protegidos por ese ritmo dilatado y esperanzador de los pueblos que aún conservan ese rasgo fronterizo. En el horizonte se siente un aire persuasivo, un precepto que nos conduce a pensar que más allá de las vías está el fin de la pampa. La laguna Mar Chiquita está cerca, y muchos son los que entran para conocer ese espejo de agua.
Judith llegó hace más de veinte años. “Yo quería vivir en el campo y lo más cerca a esa idea fue instalarme en Tiburcio; ahora bien, qué hacer fue la primera pregunta que me hice, sabía que quería hacer algo relacionado con la cultura, porque el pueblo estaba sin ningún espacio cultural. Habían cerrado la biblioteca y entonces decidí trabajar para devolverle al pueblo los libros”, comenta. El objetivo fue recuperar la estación de trenes. En 2005 pudo concretar su sueño y donde antes la gente iba a esperar el tren, ahora llegaba para formarse. Había cursos y talleres, recibió ayuda municipal. Pero la idea de Judith iba más allá de ofrecer un espacio bibliográfico y de contención educativa. “Quería alfabetizar, así que quise estudiar para ser alfabetizadora”, resume. Pero el destino le cerró esa puerta, por un tiempo. Ella era recibida de bachiller con orientación artística, y para estudiar aquello necesitaba orientación social. “No tuve otra opción e hice de nuevo la secundaria”, afirma. Lo hizo y se recibió de alfabetizadora, formación que llevó a Fortín Tiburcio, logrando alfabetizar a muchos vecinos y a algunos gitanos de Junín. El espíritu transformador de Judith la llevó a formarse en la carrera de dirigente social. “La biblioteca comenzó a generar un movimiento social y cultural muy grande en el pueblo”, recuerda.
Pero, nuevamente, la vida le quiso cerrar un destino. Alejandro, su hijo mayor, cayó enfermo. El golpe fue muy fuerte. Madre, por sobre todas las cosas, lo acompañó hasta los últimos momentos en los que tuvo vida. Falleció en 2011. En su nueva vida en Fortín Tiburcio, tuvo otra hija, Inés, pero también el amor le jugó una mala pasada y quedó sola. “Yo siempre estuve sola con mis hijos, con la partida de Alejandro sentí que me faltaba una pata de una mesa que tenía tres”. La muerte de Alejandro le movió el eje, en un momento pensó que definitivamente. Esto la obligó a alejarse de su biblioteca, y en el ínterin, la sombra de la mezquindad humana le produjo la pérdida del espacio físico: cuando regresó de La Plata encontró un candado en la puerta de la biblioteca. Aquello estuvo a punto de doblegarla, pero sus hijas le marcaron el camino de regreso a los libros.
Sin lugar físico, los hilos de la vida le presentaron a Pino, quien le ofreció la posibilidad de escribir un capítulo más a su vida en Fortín Tiburcio. “Me ofreció una cancha de bochas a la que le faltaba medio techo; sentí que volvía a vivir”, sostiene. El trabajo era inmenso, cercano a una cruzada. Debía limpiar un espacio que había estado abandonado durante muchos años. Para Judith, fue la mejor manera de apropiarse de un territorio en el que habitarían libros y saber. “Recibí ayuda, lo hicimos entre varios”. El pueblo de esta forma volvió a tener biblioteca.
Otros hilos de la vida le iban a tener preparada una sorpresa; mejor dicho, el engranaje de sus días iría a tener mejor movimiento, un mayor sentido. En esos tiempos de incertidumbre y mucha tristeza, estaba sentada en la vereda de la biblioteca cuando bajaron de un auto dos hombres con sobretodo; uno de ellos llevaba un maletín. “Es el lugar ideal”, dijo, casi en una actitud de misterio. Le preguntaron si ella tenía algo que ver con la biblioteca. Les dijo que sí, y la respuesta aún hoy la recuerda como una caricia del Dios pampa. “Somos del Cóndor La Estrella, queremos poner una agencia de venta de pasajes en el pueblo, nos parece ideal este lugar, ¿acepta?”. Judith, que andaba buscando dónde aferrarse para hallar un nuevo sentido a su vida en Fortín Tiburcio, de pronto tenía su biblioteca en la cancha de bochas, pero también sería la que le daría al pueblo la posibilidad de tomar un micro. “Esa misma tarde, el 24 de mayo de 2014, firmamos el contrato en la misma biblioteca; firmé sin leer. No podía creer lo que me sucedía”. Un mes después, el 14 de junio, entraba el primer micro al pueblo, parando en la biblioteca, una estación cultural.
Dentro de esta cancha de bochas, en donde se practica el deporte de la lectura y la charla y se promueve el saber, conviven 1438 libros. Todo es calidez, sentido de lucha y amor por una idea. “Los que viven en un pueblo tienen un saber espiritual –reconoce esta mujer de mirada sensible e invencible–. Quedaron muchas casas abandonadas, pero ahora están volviendo algunos nietos de esos abuelos que hicieron el pueblo y hoy ya no están, poco a poco se está recuperando el pueblo, pero estos procesos son lentos”, afirma.
El proceso y el tiempo de recomenzar su vida fueron en un sentido los mismos que le tomó al pueblo volver a tener un espacio y una vida culturales. En ese espíritu recuperador editó un libro reconstruyendo la historia de Fortín Tiburcio. En esta apuesta, los objetivos parecen alejarse y el horizonte ensancharse.
Alberto Mataloni hace cincuenta y tres años que atiende el boliche del pueblo en una esquina fundacional. Su almacén, como no podía ser de otra manera, es el eje rector del pueblo. “Yo acá tengo que estar, en otro lugar no podría”. El viejo mostrador está gastado por los codos del tiempo, y la madera en las paredes deja ver cuadros de ídolos idos, almanaques viejos, la foto de un perro notable y una escena gauchesca alrededor de fotocopias de fotos de domas y caballos legendarios. Alberto fue delegado del pueblo durante catorce años. En pocas palabras nos pinta la realidad: “Antes, la gente trabajaba todos los días y el boliche estaba lleno. Ahora es solo importante para aquellos a los que les gusta tomar una copa”. Al lado está el ramos generales de Patricia, su hija, completo, organizado y repleto de artículos necesarios para vivir sin tener que salir para Junín.
Formalmente la tarde se cierra sobre el cielo y el atardecer nos envuelve con tonos anaranjados; posiblemente llueva, vaya uno a saber, es lo que cuentan los que saben. La cancha de bochas ungida como biblioteca y estación de ómnibus nos despide con unos mates. La mujer que se rehízo en Fortín Tiburcio es la luz que vemos para que el pueblo no se vaya por las márgenes del olvido. Hay vida y hay futuro en esta población que invita al renacimiento: que los colectivos paren en una biblioteca es la mejor señal.
La Angelita (General Arenales) es un pueblo cuya mayoría de habitantes (menos de 300) son musulmanes, descendientes de sirios. Se rigen por el islam, todos hablan y escriben en árabe. Los jóvenes chatean con amigos sirios y escuchan música árabe. Se saludan diciendo Marhaban (hola) y Salamu´alaikum (que la paz sea con vosotros). Tienen un mihrab que está orientado a La Kaaba (La Meca) donde realizan sus salawat (rezos) que se hacen en diferentes posturas. El mundo árabe es fascinante, de profunda conexión con los sentimientos más puros del ser humano. La gastronomía está muy presente y es pilar de esta cultura. Lo de Hasna es un restaurante que solo ofrece recetas árabes, hechas por Jadiye Ahmad Selman, una de las mejores cocineras del país. + info:La Angelita está sobre ruta 45.
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