Edición: Primera. Mayo de 2021
Lugar de edición: Barcelona, España / Buenos Aires, Argentina
ISBN: 978-84-18095-57-3
Depósito legal: M-30548-2020
Código THEMA: MBX [Historia de la medicina]; MKJ [Neurología y neurofisiología clínicas]; MKMT [Psicoterapia]
Diseño gráfico general: Gerardo Miño
Armado y composición: Laura Bono
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Índice de contenido
Introducción. Spleen diplomático
Capítulo 1. Un bazar para las neurosis. Aceites, píldoras y medallones magnéticos
Excesos de bacalao y un poco de cocaína
Instrucciones para bromiómanos
Boticas, regentes y falsificadores
Capítulo 2. Duchas, poleas y pedicuros en los institutos médicos
Testículos de carnero y planchas de zinc
Nombres bárbaros e hidrópatas domesticados
Sopapas y abdominales sarmientinas
Electrodos y sugestiones
Capítulo 3. Charlatanes profesionales, liberales y gitanos
Médicos de ala ancha
Parásitos y buhoneros
Capítulo 4. Las neurosis en las cabezas de los doctores
Neuróticos de importación
Degenerados, dispépsicos e imantados
Plaga y desacople
Capítulo 5. Ramos Mejía y la anti-neurosis de un hombre célebre
Neurosis pequeña y desmentida
Un malogrado relevo para el asilo
Desgano, rabona e inmortalidad
Epílogo. De mercader a confesor
Agradecimientos
Referencias bibliográficas
A Hugo Vezzetti
“Un prestigioso psiquiatra parisino recibió un día la visita de un paciente al que veía por vez primera. El paciente se quejó de la enfermedad de la época, la desgana vital, la profunda desazón, el tedio. «No le falta nada −dijo el médico después de una
exploración detallada−. Solamente debería descansar y hacer algo para distraerse. Vaya una tarde a [ver al cómico] Deburau y enseguida verá la vida de otra manera». «Pero, estimado
señor −respondió el paciente−, yo soy Deburau»”.
(Walter Benjamin, Libro de los Pasajes, p. 134 [D 3a, 4]).
Introducción
Spleen diplomático
“Hubo una época en que estuvieron de moda los desmayos; por cualquier motivo, por la cosa más insignificante, una mujer sensible caía desmayada y no podía ir a ninguna parte sin el reparador pomito de sales. A los desmayos sucedieron los ataques de nervios y hoy la pícara neurosis nos ha traído los insomnios”. (“El insomnio”, El Nacional, 25 de octubre de 1889).
A comienzos de la década de 1890, el joven escritor de origen mexicano Federico Gamboa residió en Buenos Aires cumpliendo funciones diplomáticas. Muy a gusto se codeaba con los apóstoles y mecenas de la literatura local (Calixto Oyuela, Carlos Vega Belgrano, Rafael Obligado), quienes devolvían las gentilezas dedicándole versos que hoy nos parecen exagerados, cuando no empalagosos. Con el relato de esos días porteños comienza su Diario, publicado a partir de 1907 en varios volúmenes. La mitad del primer tomo está dedicada a aquella estadía en la capital argentina, que se extendió entre inicios de 1892 y agosto del año siguiente. Casi como un autómata que se deja llevar por una ciudad de ensueño, Gamboa deambula por veladas literarias, excursiones al campo para cazar perdices (donde se topa con algún peón disfrazado de gaucho, y festeja que una costumbre tan indecorosa como el mate “tiende a desaparecer”), ceremonias de recambio presidencial y brindis con champagne en la cubierta de algún buque de guerra ruso o chileno.
Tales eventos apenas si logran distraerlo de su preocupación excluyente; Gamboa se desespera por conocer la opinión de los demás escritores sobre su novela Apariencias, que la editorial de Jacobo Peuser imprimió en agosto de 1892. Aún no ha cumplido 28 años, y su obra de 600 páginas merece una acogida despareja: un reseñador de El Diario lo define como “exuberante y aburridor”. Oyuela lee durante una hora, en una velada realizada en la casa del mexicano, una crítica mordaz. Otros hombres de letras (Joaquín V. González y Ernesto Quesada) son un poco más ecuánimes, y el libro le depara incluso un “triunfo inesperado”. Movida por su lectura, una mujer casada se confiesa ante él y le regala “enloquecedoras caricias”. En ese estado de ánimo, el 30 de agosto de 1892 Gamboa escribe en su diario:
¿Cuándo podrá uno consultar, con probabilidades de alivio, á especialistas de enfermedades del espíritu? (…) Nuestro decantado progreso los reclama ya, y, sin embargo, no existen todavía. (Gamboa, 1907: 50).
La queja del mexicano contiene un diagnóstico doblemente acertado. En la Buenos Aires de fin de siglo no había nada que se pareciera a un “especialista en enfermedades del espíritu”. Sí había médicos más o menos industriosos, que intentaban aproximarse a esa zona peligrosa donde los infortunios del alma y del cuerpo parecían reclamar la emergencia de un sanador. Existían doctores que, de modo personal y casi cual aventureros, se adentraban en ciertas parcelas de esos malestares que nada tenían que ver con los microbios ni con la anatomía, y menos aún con los chalecos de fuerza de los asilos de locos. Esas avanzadas individuales no alcanzaban, empero, para fundar una zona de especialización que asegurara a la medicina el dominio de esas afecciones que ya comenzaban a tener nombre propio en la ciudad capital: neurastenia, neurosis, neurosismo o histeria. Tampoco existían centros especializados en esas afecciones; lo que sí abundaban, como veremos, eran consultorios e institutos de hidroterapia o aeroterapia, que ofertaban sugerentes remedios para una amplia gama de malestares, pero que no valían estrictamente como clínicas para enfermedades nerviosas leves. Poco antes que el mexicano, un médico local (discípulo de José María Ramos Mejía) señalaba esa ausencia para el caso de la histeria:
Es necesario pues, quitarlas [a las histéricas] de su medio ordinario de vida, ponerlas en una casa de sanidad donde haya un personal ad hoc, que no se enternezca de falsas apariencias (por desgracia aún no existe entre nosotros este género de establecimientos, no obstante el considerable número de histéricas que tenemos), donde lleven una vida ordenada, donde estén tranquilas, donde no puedan llamar la atención por sus extravagancias y por sus puerilidades, lo que ha bastado muchas veces para conseguir curaciones radicales. (Arévalo, 1888: 27).
El lamento de Gamboa demuestra ser atinado en un segundo sentido. Al emitir aquella afirmación, establece sin titubear que a pesar de que esos especialistas aún no existen, proliferan ya sujetos que reclaman sus servicios.
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