Antonio Álvarez Gil - Perdido en Buenos Aires

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Perdido en Buenos Aires: краткое содержание, описание и аннотация

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En septiembre y noviembre de 1927 se celebró en Buenos Aires uno de los encuentros más apasionantes en la historia del ajedrez mundial. El cubano José Raúl Capablanca perdió el título de campeón mundial ante el jugador ruso-francés Alexander Alekhine. Esta novela recrea aquellos hechos. Por las páginas de Perdido en Buenos Aires desfilan Carlos Gardel y otras figuras del escenario y la farándula de la ciudad.

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Perdido en Buenos Aires

Antonio Álvarez Gil

© Antonio Álvarez Gil, 2020

ISBN 978-5-0051-3415-8

Created with Ridero smart publishing system

PERDIDO EN BUENOS AIRES

Premio de Novela «Mario Vargas Llosa»

2009

A la memoria de mis padres.
A Galia, hoy y siempre.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

JORGE LUIS BORGES Ajedrez

CAPÍTULO 1

Mucho antes de que Alexander Alekhine realizara su último movimiento con las piezas negras, José Raúl Capablanca era consciente de haberse metido en una dinámica que conducía sin falta a la derrota. No había logrado, sin embargo, salirse de ella. Sabía también que su posición actual no daba siquiera para tablas. Le aterraba la idea de perder la primera partida del encuentro en el que defendía la corona de campeón mundial. Sería, además, la primera derrota en su cuenta particular con el ajedrecista ruso. El maestro cubano conocía muy bien a Alekhine, estaba familiarizado con su juego frío y calculado y sabía que no había nada que hacer. Por eso, cuando la mano de su adversario planeó despacio sobre el tablero y se detuvo a unos centímetros de la torre negra, José Raúl Capablanca dio el juego definitivamente por perdido. Así, ardiendo de impotencia y rabia, vio cómo el hombre completaba la jugada. La mano quedó un instante suspendida en el aire; luego bajó, rauda y decidida, y con tres de sus dedos agarró la pieza y la hizo moverse un paso a la derecha. Alekhine pulsó el botón del reloj, se recostó en el asiento y respiró. Era su manera de decirle que se acababa el juego. Capablanca fijó la atención en la torre, instalada ya en su nuevo emplazamiento. Entonces la pequeña figura creció hasta convertirse en una muralla insalvable que amenazaba con asfixiar al soberano blanco. Desde lo alto de sus almenas bajaban ríos de aceite hirviente que perseguían al infortunado monarca con la intención de arrinconarlo en lo más profundo de su reino…

Conmocionado por lo que consideraba un accidente, Capablanca no tocó una sola de las pocas figuras blancas con las que había pensado disputar el final. Un despecho insoportable le cortaba el aliento. Se limitó a inclinar ligeramente la cabeza y tender la mano a Alekhine. Luego, sin esconder el disgusto, dijo: «está bien, ha ganado usted», y estuvo a punto de agregar: «por fin». El ruso sonrió, y Capablanca se levantó de la mesa donde habían quedado huérfanas sus piezas y le dio la mano al árbitro. Éste respondió al saludo con una chispa de decepción en la mirada. Y enseguida, tras felicitar a Alekhine, se acercó a la puerta de la sala donde se dirimía el campeonato mundial de ajedrez y la abrió de par en par. El público que se agitaba fuera guardó un silencio súbito, tratando de adivinar lo que había ocurrido tras aquellas puertas. Pronto, sin embargo, quedó claro… Y un murmullo sordo se levantó en el aire de la estancia. Entre el grupo de colegas que esperaban, Capablanca distinguió el rostro sorprendido de Rolando Illa, su gran amigo y valedor en la Argentina. Se encontraba a unos pasos del umbral y se veía serio, evidentemente contrariado. Entonces levantó la mano y lo saludó, tratando de sonreír. Illa, por su parte, le respondió con una sonrisa de circunstancias; y sin pronunciar palabra, recorrió la distancia que los separaba y le tendió la mano. Además de Rolando Illa, algunos otros amigos y colegas rodearon al perdedor de la partida para saludarlo y brindarle su apoyo.

Entretanto, Alexander Alekhine permanecía en su asiento, contemplando absorto las piezas de su adversario, como si estuviera todavía estudiando el juego y tratando de explicarse a sí mismo lo que había ocurrido sobre el tablero. Pronto – cómo no – fue también cercado por sus simpatizantes y amigos. Y, claro está, por aquellos que se las ingenian siempre para estar presentes en las celebraciones de los triunfos.

Finalmente, José Raúl Capablanca cogió la gabardina que le tendía un conserje, se caló el sombrero y se alejó del salón donde había comenzado a quebrarse el mito de su imbatibilidad. En la planta baja del Club Argentino de Ajedrez reinaba una actividad frenética. Había decenas de periodistas, expertos en el juego y mucho público en general, argentinos del pueblo que habían venido a aplaudir la victoria del cubano y no podían aceptar la noticia de su derrota. Al verlo aparecer, la gente se agitó. Todos querían expresarle su simpatía, decirle alguna palabra de ánimo. Capablanca levantó la vista a ellos y, forzando una sonrisa, los saludó con un movimiento de la mano. Luego resistió como pudo los relámpagos de las cámaras, fingiendo dar la cara a los objetivos que lo apuntaban, pero declinó responder a las preguntas de varios periodistas que intentaron abordarlo. Así, sin otras muestras de cortesía y sin hablar con nadie, caminó hacia la salida. Parecía un mariscal pasándole revista a la tropa. De toda su persona emanaba un saber estar y un orgullo natural extraordinarios. Nadie que lo hubiera visto en aquel momento, moviéndose con elegancia por el salón entre el gentío, habría dicho que aquel hombre era el perdedor de la partida. Rolando Illa lo acompañaba en silencio. Capablanca llevaba la cabeza erguida y la vista fija en algún punto lejano. Sólo él sabía que tenía la mirada nublada, y que un torbellino de ideas encontradas le fustigaba la conciencia. ¿Cómo había podido ocurrir?, se decía una y otra vez. Tendría que reconstruirlo todo y precisar en qué se había equivocado. En cualquier caso, había comenzado a sospechar que el encuentro con Alekhine sería realmente largo y trabajoso.

CAPÍTULO 2

Cuando al día siguiente llegó al número 144 de la calle Carlos Pellegrini, ya Rolando Illa lo esperaba ante la entrada del Club Argentino de Ajedrez. Anochecía, y entre la fronda de los árboles plantados junto a la acera los gorriones no paraban de alborotar. Más allá, a lo largo de la calzada, las farolas comenzaban a iluminarse. Después de intercambiar con él algunas frases de saludo, Illa expuso que lo mejor que podían hacer era llamar un taxi e irse a cenar juntos. Así tendrían oportunidad de hablar más despacio sobre todo lo ocurrido la jornada anterior. Él invitaba. Capablanca sonrió, lo del restaurante era una buena idea; pero prefería caminar…

Aún estuvieron un buen rato conversando en la acera, mientras las sombras se extendían poco a poco por el cielo de Buenos Aires. Por fin echaron a andar en dirección a Corrientes. En los boliches y cafés de Carlos Pellegrini comenzaba a observarse la animación de la noche porteña. Entre tanto, por las puertas y ventanas de algunos restaurantes se escurrían los olores del asado argentino, que viajaban acompañados de la melodía tristona de algún tango de moda. Capablanca tenía hambre y, por qué no, ganas de disfrutar de aquella música que le era tan querida. Sin embargo, prefería alejarse de allí. No habría querido verse reconocido por algún aficionado al ajedrez y ser interpelado sobre su desastrosa partida inaugural. De manera que siguieron andando sin prisa por la acera de Carlos Pellegrini. Al llegar a Corrientes torcieron hacia Puerto Madero, y Capablanca sintió sobre la piel del rostro el efluvio húmedo que llegaba desde las costaneras y atemperaba la noche. Entonces propuso bajar hasta los diques. La tarde anterior, paseando por aquella zona, había visto varios establecimientos que le llamaron la atención. ¿Recuerda el nombre de alguno?, preguntó Illa, con la evidente intención de animarlo. Capablanca, sin embargo, optó por negar con la cabeza y hundirse de nuevo en sus propios pensamientos.

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