Matias Nespolo - Barcelona - Buenos Aires

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La urbe catalana y la capital argentina están hermanadas por una extraordinaria tradición literaria.
Barcelona-Buenos Aires, once mil kilómetros, nos brinda la posibilidad de transitar el puente literario que las une a través de
veintidós cuentos inéditos, escritos por autores y autoras que representan con fidelidad el pulso actual de la literatura a ambas orillas del Atlántico. Sus historias conviven aquí y se dan cita por primera vez en este libro. Hogar de una maravillosa familia de talentos: Marta Orriols, Matías Néspolo, Mariana Travacio, Juan Vico, Tatiana Goransky, Mariano Quirós, Marta Carnicero, Félix Bruzzone, Verónica Nieto, Franco Chiaravalloti, Hugo Salas, Sebastián Chilano, Aleko Capilouto, Graziella Moreno, Sonia Budassi, Martín F. Castagnet, Tamara Ténenbaum, Rodrigo Díaz Cortez, Roser Amills, Patricia Kolesnicov, Diego Gándara y Josan Hatero.

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Edición en formato digital junio de 2020 2020 Trampa ediciones S L - фото 1

Edición en formato digital: junio de 2020

© 2020, Trampa ediciones, S. L.

Vilamarí 81, 08015 Barcelona

© Tatiana Goransky, por la selección y compilación

© David de las Heras, por la ilustración de cubierta

© de los textos:

Marta Orriols, Matías Néspolo, Mariana Travacio, Juan Vico, Tatiana Goransky, Mariano Quirós, Marta Carnicero, Félix Bruzzone, Verónica Nieto, Franco Chiaravalloti, Hugo Salas, Sebastián Chilano, Aleko Capilouto, Graziella Moreno, Sonia Budassi, Martín F. Castagnet, Tamara Tenenbaum, Rodrigo Díaz Cortez, Roser Amills, Patricia Kolesnicov, Diego Gándara, Josan Hatero

La editorial quiere agradecer al escritor Juan Pablo Villalobos su colaboración por el texto de la contracubierta

Diseño de cubierta: Edimac

Trampa ediciones apoya la protección del copyright . Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-121677-3-3

Composición digital: Edimac

www.trampaediciones.com

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ESPIRAL

Marta Orriols

Mi abuelo coleccionaba cosas: sellos, monedas, canicas, penurias, secretos.

Su despacho, así nombramos la estancia de nuestro piso en Barcelona donde discurrían sus últimos días, olía a una mezcla de humo de habano, aspereza, papeles viejos y regaliz. Esa mezcla casi física impregnaba el espacio y el tiempo allí encerrados; así olía cada décima de segundo de aquella cuenta atrás con la que parecía haber firmado un tratado de paz o una petición para alargar algo más la redención que fue su vida. El despacho estaba presidido por un escritorio fabricado con alguna madera que a mí siempre me pareció muy noble, aunque quizá no lo fuese tanto. Junto al escritorio, alejado solo medio metro de la silla donde se sentaba con una parsimonia acorde a su vejez, había un pedestal de otra madera más oscura y mate, una madera, esta sí, discreta y deslucida para no eclipsar la belleza de la caracola de mar que reposaba encima.

—¿Cuándo la podré tocar, abuelo, cuándo?

Con un gruñido me dio a entender que no lo molestase. Tenía el torso doblado casi por completo sobre el escritorio, observaba atento con un monóculo una moneda romana.

—Mira, ven. Es Julia Avita Mamea.

Y yo acerqué el ojo izquierdo a la lupa, guiñando el derecho con cierta dificultad. Había algo mágico en la imagen ampliada por la lente convergente, un eco antiguo y dramático que agrandaba el rostro de aquella mujer de bronce nacida en el año 180; una fecha que una niña no sabía situar aún en el mapa del tiempo, del mismo modo que tampoco podía comprender que el tiempo se agota, como las provisiones o la paciencia.

—Me gusta su peinado. Cuando mamá me deje, me cortaré el pelo a lo chico o me lo recogeré así, como esta Julia.

—Es un tocado hecho con trenzas.

—Da igual lo que sea. Lo que quiero es oír el mar de la caracola, abuelo. Dijiste que cuando cumpliera ocho años, y dentro de cuatro meses cumpliré nueve. Por favor…

Compuse un mohín lastimero y le acaricié la barba blanca y espesa de cuento nórdico y nieve lejana.

—Si me dejas oír el mar que hay dentro, te prometo que no le contaré a la abuela que el miércoles te vi fumar otro puro.

Suspiró y sonrió. Colocó con cuidado la moneda dentro de un estuche mientras negaba con la cabeza y se levantaba en un compás de cuatro tiempos acompañado de sonidos quejumbrosos.

—¿Sabes guardar secretos?

Asentí, abriendo mucho los ojos.

—Bueno, verás, esta no es una caracola cualquiera. Es una Voluta nobilis del Atlántico Sur.

Tuvo otro de sus ataques de tos y yo esperé, impaciente. Por fin se enderezó, carraspeó, cogió la caracola entre las manos y me indicó que me sentara en la silla. Me acordé del día en que nació mi hermano pequeño y me permitieron sostenerlo unos instantes sentada en el sillón del hospital. Se repitió aquella sensación de alerta máxima y amor infinito cuando mi abuelo me puso la caracola, de unos treinta centímetros, en las manos, que no la abarcaban entera.

El abuelo dijo que, hacía millones de años, unos caracoles primitivos habían experimentado una torsión del cuerpo con el consecuente giro de ciento ochenta grados de sus órganos internos. Luego supe que fue Descartes quien describió por primera vez matemáticamente la espiral que ayuda a entender la formación de las caracolas. Se desconocen las causas, pero la cuestión es que decidieron dar ese giro. En la mayoría de las especies, el giro sigue el sentido de las agujas del reloj. Basta con orientar hacia arriba las caracolas de mar con el ápex, el punto donde se inicia la espiral, para comprobar que la apertura casi siempre queda a la derecha.

Introduje los dedos en la ancha abertura y me sorprendió el tacto suave y frío.

—No hagas eso. Lo que hay ahí no se puede tocar.

Me acerqué la caracola a la oreja y cerré los ojos para concentrarme más. El aire vibrante del interior sonó como el vaivén de las olas.

—¡El mar!

—No es el mar lo que oyes. Es la voz de Cecilia.

—¿Quién es Cecilia? —pregunté contrariada, pues prefería la épica de todo un mar metido dentro.

—La conocí en Buenos Aires.

Me miró fijamente con un velo de nostalgia y percibí en sus ojos la necesidad de ser escuchado. Quería algo más que las fantasías candorosas de una nieta que aliviaba la recta final de su enfermedad.

—¿Sabrás guardar un secreto?

A los niños les pasa con la verdad lo que a los caballos con el peligro: la perciben de una forma adquirida en tiempos muy remotos. Me creí cada una de sus palabras. Cinco días más tarde falleció. Mi abuelo, con sus innumerables historias y destrezas, dejó los límites para otros; para mí, que crecí con su secreto a cuestas, con una Voluta nobilis sobre un pedestal y con el nombre de Buenos Aires retumbando como un sueño dentro de otro sueño.

Hay ciudades que duelen y otras que curan. Barcelona había estado doliéndome durante el último año. Mis peripecias para llegar a fin de mes como periodista freelance eran dignas de una coreografía circense; además, me negaba a pedirles dinero prestado a mis padres, con quienes estaba resentida por motivos que iban desde los sociopolíticos, que salpimentaban el panorama actual del país y que nos convertían de repente en algo parecido a rivales, a los emocionales, pues no entendían, y mucho menos aceptaban, que me hubiese enamorado de una mujer y que ella se ganase la vida como camarera de un bar escondido en una callejuela del Borne. En pleno siglo XXI, sentían un temor irracional hacia cualquier cosa que se saliera de los cánones y, por encima de todo, los dominaba el clasismo; creían que una camarera era una persona sin carácter, perezosa, y creían también que quien no llega a rico es porque es vago y, si además arrastra a su hija a la perversión, un embaucador, vamos. Pero no lo expresaban así, sino que utilizaban el adorno de la cultura, de la clase alta, de su paso por las mejores universidades, y conseguían que su discurso pareciese dócil entre las amistades y algunos familiares. El caso es que ella me dejó por un escritor conocido, que, según declaró en una entrevista que yo misma le hice meses más tarde, había encontrado en mi camarera la musa de su obra poética.

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