3
Cuando nos conocimos ella tenía los ojos de almendra y un flequillo largo y lacio y negro que le cubría el borde inferior de sus cejas de trigo, perfectas. Tenía la piel suave y unas nalgas redondas y tan pequeñas que me cabían en las manos. Hoy sus ojos naufragan en la inmensidad de un rostro inabarcable; sus nalgas son ahora unos pliegues de carnes fláccidas que no lograría abrazar ni con todo mi cuerpo puesto a su alrededor. A veces sueño con obesos que empujan bandejas, las llenan de comida, bufan. Se parecen a mi esposa que se parece a un búfalo, los mocos cayendo de sus narinas que exhalan resoplidos de obesidades, que empujan desde adentro, ensanchan la piel, la estiran, la revientan. Sueño a menudo con obesos vacíos, con obesos nadas de grasas y pieles y narinas bufantes. Empujan bandejas los obesos, hacen fila, empujan panes, se aglutinan, después degluten y reglutinan, posgluten papa y pan. Son abdómenes insaciables que ingieren, voraces, indigieren, gigantes; atragantan y asustan. Dan miedo, en mis sueños, los obesos. Pero me sobrepongo a mis miedos y la invito a tomar algo, al río. Y ella hace como que no oye y yo también me hago el dormido y por más que repita la pregunta, allí queda todo. Y al otro día, entonces, me toca de nuevo ver a mi mujer, la que fuera mi mujer de piel suave y ojos de almendra, sentarse en su banquito, después silla, después sillón, a comer primero veinte, después cincuenta, después cien sándwiches de miga, primero con la puerta de la heladera abriéndose a intervalos regulares desde su pie globo y después con la puerta directamente abierta y ella comiendo desde los estantes mismos. Hoy mi mujer acerca el sillón a la heladera y come desde adentro de ella como si comiera sentada frente a un manantial en una tarde cálida de primavera. Pero yo la quiero porque sé que en algún lugar esa cosa obesa que come desde los estantes alguna vez fue mi Elena. Entonces decido que esta tarde irrumpiré, en la cocina, y la invitaré a tomar algo, al río.
4
Pasé el día evocando a mi Elena decidida, mi Elena franca, pura promesa, de cuando compartimos ese año en la facultad, de cuando ella irrumpía en el aula, siempre tarde, y sonreía displicente, y se sentaba a mi lado. Mi Elena de entonces, que me leía con esa voz como distraída, o alegre, con esa voz capaz de quitarle peso a cualquier abismo, por confuso que fuera, y volverlo etéreo, insignificante. Hay voces que vuelven inteligibles las ideas más confusas. Elena era una de esas voces. Recordaba esto, mientras me pensaba irrumpiendo en la cocina, haciendo barullo para despertarla, y sacarla del sopor, y escucharla de nuevo, con su voz clara, dirigiéndome la palabra, proponiéndome un espectáculo, fabricándome la promesa de abrazarme como si eso probara la existencia irrevocable del verde o del azul.
No, no podía aceptar que Elena se desmoronara. Irrumpiría en la cocina, y la sacudiría, hasta que ella se diera cuenta de mi necesidad de recuperarla y me prometiera que volvería a sonreír, franca y fresca, llena de promesas, para mí.
Así que esa tarde, sin dudarlo, entré a la cocina tratando de hacer todo el ruido posible para que su cuerpo se diera vuelta y sus ojos se posaran sobre los míos y me interrogaran. Así irrumpí, en la cocina, esa tarde: a puro deseo de Elena. Y aunque estoy seguro de haber entrado estruendosamente, para que ella se azorara, y dejara de comer, y se diera vuelta, y me mirara, lo cierto es que Elena no se dio vuelta ni me habló ni me miró. Acabé sintiéndome como la otra noche, en la obligación de refrendar que ando profiriendo mis frases en voz alta, que genero sonidos al caminar, o al abrir una puerta, y aceptando que su silencio me viene desgarrando. Decidí dar un portazo, desde adentro de la cocina, con todas mis fuerzas, de pie, parado al lado de la puerta, solo para que mis propios oídos certificaran el estruendo. El portazo no la inmutó. No produjo la menor inflexión en su cuerpo: ni siquiera un involuntario meneo de su cabeza, acaso molesta por el estrépito. Solo siguió comiendo sus sándwiches, desde el sillón, frente a la heladera abierta de par en par, como si yo no existiera. Como si no le importara. Sentí rabia. Sentí que ya no había Elena. Y decidí que no la invitaría al río. No, no la invitaría. Había otra urgencia: comprar una cama más grande. Le dije: compraremos otra cama. Lo dije con miedo, todavía sin querer herirla, pero decidido, sofocado. Pensé que acaso la noticia podría importarle. Elena no me contestó. No dejó de comer. No se dio vuelta. No me miró. Le dije: necesitamos otra cama: una cama más grande. Escuché su deglutir invariable, su bufido regular, puro ruido manso, de espaldas a mí, pura masa grande muda sorda, delante de mí. Insistí: no puedo así, no descanso; necesitamos otra cama. Y ella sin emitir palabra, solo provocando el sonido de su glotis injuriante, de espaldas a mí, pura parálisis parlante, puro gloteo de garganta y gorgoteo y más gloteo. Quise sacudirla, abrazarla, insultarla, decirle que la amaba, pero me di vuelta y salí de casa. Fui directo a la tienda de colchones y pedí un colchón de soltero, para mí. Un colchón bueno, el mejor que tuvieran, pedí. La vendedora repasaba las bondades de los resortes, de los espesores, de los géneros, mientras yo me daba cuenta de que mis ojos eran capaces de descansar en cualquier parte. Creo que miré con hambre el más simple de todos. Al final, elegí el único que podían entregarme enseguida. Se veía lindo. Y cómodo. Y ya no tendría que dormir con Elena. Sentí pena. Y algo parecido al alivio. Un alivio raro, como esas resignaciones que nacen de lo que no tiene remedio. También sentí un poco de culpa. Como si la estuviera abandonando, ahora que tanto me necesitaba. Traté de calmarme, de pensar que acaso mi mudanza pudiera provocarle una ausencia, una nostalgia que la despertara, al fin, de ese viaje voraz, y me la devolviera.
Llegué a casa agotado. Me asomé a la cocina, Elena no estaba. Había salido: tampoco estaba en el cuarto. Volví al living y me puse a trabajar. Ubiqué los dos sillones contra la misma pared, el de dos cuerpos y el de un cuerpo, uno al lado del otro, y puse la mesita de café contra la pared de enfrente. Quedó un pasillo entre los muebles, un pasillo para mi colchón. La mesita de café me serviría de mesa de luz. Fui a buscar mi velador al cuarto y lo instalé en la mesita. También traje el libro que estaba leyendo y lo apoyé junto al velador. Quedaba espacio para mi vaso de agua y mis medicamentos. No podía quejarme. Miré satisfecho mi obra y advertí que no teníamos sábanas de una plaza. Volví corriendo a la tienda y llegué justo antes de que cerraran: compré dos juegos de sábanas, azules, de una plaza.
5
Las primeras noches en mi living-dormitorio resultaron bastante apacibles. Apenas apoyaba mi cabeza en la almohada sentía una pesadez que se aprestaba a cerrar mis párpados y a mantenerlos amarrados con la sola promesa de que ella no llegaría a hundir ese sueño en aquella gimnasia de músculos tensándose, retorciéndose, en ese parco equilibrio que apenas me permitía descansar. Entonces, una sonrisa ladeada se escapaba de mis labios y mi brazo indolente se extendía hasta el interruptor. Cuando apagaba la luz, mis músculos se relajaban y agradecían ese remanso de dormir hasta el otro día, sin tregua.
Al cabo de unas cuatro o cinco noches es probable que mi cuerpo ya estuviera ebrio de tanta reparación: empecé a escuchar los ruidos que ella producía cuando se desplazaba desde la cocina hasta el dormitorio, invariablemente, a las tres de la mañana. Lo que se oía eran ruidos sordos, como de algo blando pero compacto chocando contra una superficie dura. Eran sus caderas llevándose por delante la punta de la mesa o sus hombros chocando contra el marco de la puerta. Me desvelaban sus golpes. Pensaba en su piel, antes tan tersa, lastimándose noche a noche, a pura demasía, a puro empeño de vacío, y me daba cuenta de cuánto la extrañaba. Me preguntaba si acaso ella también era capaz de sentir alguna clase de añoranza, por mí o por mi cuerpo. Cada vez que sus ruidos me despertaban, yo trataba de conciliar el sueño entre estos sentimientos alagunados por el agobio y la incertidumbre. Dormitaba hasta las seis o siete de la mañana, pero empezaba a tener pesadillas otra vez. Dos o tres noches consecutivas soñé que hacíamos el amor. Yo me acercaba a la cama grande, la de antes, la que compartimos tantos años; me acercaba miserable, muerto de deseo, rendido, y me acostaba a su lado, despacio, como no queriendo despertarla. Ella se daba cuenta. Yo oía un resoplido excesivo justo antes de que ella se diera vuelta. Apenas me veía, me daba un abrazo que era como de asfixia; yo intentaba alejarme, asustado, pero ya era tarde. Estaba atrapado entre tentáculos que me sorbían: me digerían como si de sus carnes dimanaran néctares poderosos, invencibles. Al rato yo recuperaba mi cuerpo descompuesto. Mis músculos yacían extenuados y yo recobraba mi conciencia, a duras penas, una conciencia indigente que solo buscaba su sexo, puro vicio. Unos brazos endebles procuraban encontrarlo, pero se perdían en interminables pliegues de pieles pendulares. Mis manos se trenzaban en una pelea desigual, se esforzaban y luchaban hasta que yo perdía la batalla anegado en unos jugos que de súbito me disolvían: me deshacían para siempre desde el interior de su sexo pujante y final.
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