Decidí hacerme una barricada: ya no permitiría que sus ruidos me invadieran. Bajé a la tienda y compré seis colchonetas baratas. Las usaría para fabricarme una pared, una pared que me alejara de su letanía.
La estrategia de las colchonetas funcionó las primeras noches. Después, fue como si algo las adelgazara. Ya no amortiguaban los sonidos. O tal vez ya me había acostumbrado a la precaria insonorización que me había fabricado. Lo cierto es que las pesadillas volvían a invadirme sin piedad: vivíamos en un mundo obesado, éramos todos gordos, apenas organismos empujando bandejas de comida; éramos masas sin ojos, gigantescas masas obscenas moviéndose entre pasillos de acero, sin cuerdas vocales, todos mudos, caminando ralentizados entre envases de cartón, o de plástico, deglutiendo lo que se nos daba. Nos empujábamos sin demudarnos, solo movidos por la vocación del alimento que nos hablaba desde las bandejas y por los parlantes que nos ordenaban, con su voz monocorde: Turno B4, en rampa cinco, desayuno; en rampa seis, almuerzo; en rampa siete, cena.
6
Después de una de estas pesadillas, una mañana especialmente calurosa, me desperté incordiado y decidí que haría todo lo posible por recuperarla. Ya no soportaba su silencio. No soportaba que me negara su mirada. Necesitaba que sus ojos se posaran sobre los míos. Se me ocurrió que la esperaría vestido, de pie, frente a la puerta del dormitorio. En algún momento ella tendría que mirarme, era imposible que solo se enfocara en el piso, y cuando mis ojos se encontraran con los suyos, yo sabría qué decirle, sabría cómo encontrarla. Eso hice. Me plantifiqué frente a su dormitorio desde las siete, sabiendo que ella salía a las ocho; me puse la camisa verde que tanto le gustaba, y la esperé. Cuando ella abrió la puerta me apartó de su senda como quien espanta un mero insecto impertinente. No puso demasiado empeño, solo extendió su brazo derecho, que ya tenía el tamaño de la mitad mi cuerpo, y me apartó de su camino. Su actitud me resultó inasible: algo se astilló dentro de mí; empecé a temer por mi propia integridad, a pensar que acaso ya no había retorno. Aún así, insistí: me puse la camisa verde, le dije, la que tanto te gustaba. Pero mis palabras se estrellaron contra sus espaldas refractarias. Elena fue directa a la heladera y se sentó en su sillón. Me acerqué con la intención de interponerme entre ella y los estantes: resultaba imposible. No había distancia suficiente entre su cuerpo y las bandejas de sándwiches. Me agaché, a su lado, pretendiendo asomar mis narices por el único resquicio que quedaba entre el sillón y los límites de la heladera. Fue en vano. Mis ojos solo lograron encontrarse con un pie descomunal. Tuve miedo. Me imaginé aplastado bajo esas pantuflas desmesuradas. Reculé unos pasos aceptando mi debilidad. Cuando estuve a sus espaldas, me sentí a salvo y volví a insistir: tendrás que hablarme, Elena; no me pienso mover hasta que me hables. Entonces escuché, desde una voz gruesa, cavernosa: Oixagalanga, oixa. No era la voz de Elena. Me mantuve en silencio, acobardado. Oixagalanga, dijo de nuevo la voz. Era un rumor gutural, como la laboriosa exhalación de un cautivo entre paredes carnosas. Sentí pánico. Me vi convertido en una masa amorfa de fofas membranas, las cuerdas vocales atiborradas de sebo de parálisis parlante, y hasta me pareció escuchar una voz, áspera y adolorida, que desde mis entrañas repetía: Oixagalanga, oixa.
Entré en el McDonald’s y me puse a hacer cola tras un par de gigantes nórdicos cuyo color de piel era idéntico al Pantone 485 del famoso logo. Luego me dirigí al piso superior con mi bandeja de plástico rayado y mi café con leche en vaso de cartón, me senté a una mesa junto a un ventanal para no perder de vista el trajín de las Ramblas y procedí a limpiar las salpicaduras de kétchup de su superficie, sin imaginar que no desentonarían como atrezo barato en la conversación que iba a mantener en unos minutos.
Lo vi subir las escaleras: un niñato con una gabardina negra, pantalones demasiado estrechos, botas militares y una bolsa al hombro. Se presentó, me tendió su mano sudorosa, sacó una carpeta abultada, la depositó sobre la mesa. Por teléfono me había insistido en la necesidad de encontrarnos para proporcionarme una información de vital importancia, y había añadido que yo sabría apreciar su trascendencia mejor que nadie. Eso, por desgracia, me intrigó. Esperaba que se tratase de alguien de más edad, sin embargo. Le pregunté cómo había conseguido mi teléfono particular. Con indisimulada prepotencia aseguró que no había necesitado ni tres segundos para localizarlo en la red. A continuación me explicó que era un gran aficionado a la crónica negra y que desde hacía tiempo mantenía un blog en el que se ocupaba de diferentes casos de la historia criminal de Barcelona que espigaba en las hemerotecas virtuales. Extrajo de la carpeta un fajo de páginas impresas. Todas eran noticias de sucesos. Todas pertenecían al mismo diario. Todas estaban firmadas por su escamado interlocutor. Escogió una de fecha reciente, llena de subrayados.
Es el primero de sus artículos que me llamó la atención, dijo. Tras la lectura, me quedó la extraña sensación de que había algo que se me escapaba. Me pasé días releyéndolo, rompiéndome la cabeza, hasta que por fin descubrí el juego.
Chico, no tengo la más mínima idea de a qué te refieres, repliqué.
Por favor, no disimule conmigo, dijo; le aseguro que soy de confianza.
Levanté los brazos.
OK, explícate.
Esta primera vez fue muy sencillo, dijo: solo había que leer el texto saltándose una de cada tres líneas. De ese modo se obtiene un relato paralelo en el que los culpables se convierten en inocentes y viceversa. Es decir, que fue la propia policía la que se quitó a tres de sus agentes de en medio, probablemente para que no pusieran al descubierto algún asunto turbio.
Tomé la hoja. Aquello era un galimatías narrativamente absurdo del que uno podía extraer el mensaje que le viniera en gana. Echó mano del resto de los recortes mientras me explicaba que, tras el deslumbrante descubrimiento, había rastreado anteriores textos míos en busca de más mensajes ocultos.
Aquí traigo una selección de ellos, añadió con una terrorífica sonrisa. Por ejemplo este otro, uno de mis favoritos.
Me ofreció una nueva página que acepté con resignación. Se trataba de una investigación sobre una demente que años atrás había raptado y asesinado a un par de niñas.
Su mecanismo era más sofisticado, pontificó. Había que recopilar todas las mayúsculas, eliminar una de cada cinco y disponerlas en orden inverso al de su aparición. Solo así se obtenía el mensaje en clave.
¿Y qué mensaje es ese?, pregunté, entornando los ojos.
El chico me miró sorprendido de que aún mantuviera lo que él consideraba una torpe pantomima. Suspiró, escribió en una esquina de la página:
FONSECA ASESINO SINO ES
Fonseca era el padre de una de las niñas; supongo que no se habrá olvidado, añadió con sorna antes de proseguir con su demostración magistral. Con este otro rizó usted el rizo en cuanto a ingenio, aunque, para mi sorpresa, no contenía ninguna revelación de importancia. Era una simple broma, pero le reconozco que me descojoné.
Eché un vistazo a esa tercera fotocopia. Recordaba perfectamente el caso, por supuesto: el Verdugo de Sarriá, uno de los pocos asesinos en serie auténticos que han operado en la ciudad. Sobre el texto habían sido marcados con amarillo fosforescente todos los números: direcciones, fechas, edades… En el reverso de la hoja aparecía impresa la página de pasatiempos correspondiente al periódico del mismo día.
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