—Vete con tu colega, compadre, que este derrapa… Se ha pasado de carrete —me avisó Lautaro, porque buena parte de la trifulca yo me la había perdido intentando arrimarle a una poetisa.
Salí disparado y me lo encontré en la rambla del Raval, desierta a esa hora. Estaba sentado al revés mirando la luna, con los pies colgando por detrás del respaldo de un banco, la espalda sobre el asiento y la cabeza echada hacia delante, invertida.
—Te vas a ahogar en tu propio vómito, salame —creo que le dije, y me senté al lado.
—Digo yo, ¿este Pep no será medio puto? ¿Qué onda con el «quiero un toro»? ¿A mí me parece, o está pidiendo a gritos que lo empomen?
—Mirá quién habla…, el rey de Sodoma de la calle Aurora, si ahí donde parás vos se dan entre machos sin asco, y eso lo vi yo…
No me acuerdo de cómo siguió la cosa, pero me parece que el Metafísico se atoró con las carcajadas. Al final el boludo no se iba a ahogar con el vómito, sino de risa. Y siguió bardeándome mal un rato, porque yo era una nena traumada con lo que había visto en el ático de la colombiana. En ese momento, lo único que quería era que el Metafísico se dejara de hinchar las pelotas y se metiera en su guarida de una vez, para volver al tajo y seguir trabajándome a la poetisa.
Y no sé cómo siguió esa típica conversación de borrachos, pasados de rosca los dos, pero en un momento me acuerdo de que me soltó una que se me quedó grabada, justo cuando yo le decía que se sentara bien, que se dejara de romper las bolas o que se fuera a dormir la mona de una vez. Me señaló la luna, con la jeta así toda roja, porque ya se le acumulaba la sangre, y me preguntó: «¿Es la misma luna la que cuelga al revés?».
Se me quedó grabada la pregunta, porque en eso no me había fijado. Sí en lo demás: en el agua que gira en sentido inverso al escurrirse por el desagüe, en las constelaciones del hemisferio norte que son irreconocibles para nosotros y, ahí sí, te muestran otro cielo que no tiene nada que ver, o en la desorientación que sentís, quieras que no, con el sol recostado para el otro lado que parece evolucionar al revés en el cielo.
Sin darme cuenta, ya estaba sentado como él con la cabeza colgando invertida, mirando la luna del derecho. Y esa sí era la mía, era la buena. ¿Pero y la otra?
OIXAGALANGA
Mariana Travacio
1
Yo tenía una mujer hasta que le agarró eso del vacío. Yo la vi aferrarse a esa bandeja y llenarla de comida, en la fila, en el buffet. Empecé a verla un poco ida. Dejó de hablarme; yo le sacaba temas, pero no había caso; empezó a obesarse y ya no paró. Podía encontrarla a las tres de la mañana sentada en su banquito de la cocina, un banquito de madera que después se volvió sillón, con la puerta de la heladera entreabierta, sostenida por su pie que empezaba a tomar la forma de un pie inflado, con los dedos chiquitos y hundidos, y ella sentada en ese banquito, abriendo la puerta con su pie globo, sacando sándwiches de miga de la bandeja. Al principio eran veinte sándwiches, pero pronto fueron cincuenta, y luego cien, hasta que llegué a casa una tarde y encontré todos los estantes de la heladera con paquetes de sándwiches. Ya no había agua, ni las frutas que tanto le gustaban, ni las jarras de jugo que ella preparaba, solo bandejas, bandejas de cartón envueltas en papel, llenas de sándwiches que Elena sostenía con sus dedos ahora cortos, blandos, casi redondos.
Era una bella mujer. Cuando nos casamos, se daban vuelta para mirarla. Más de una vez la halagaron delante de mí. No me molestaba. En cierto modo, me daba orgullo. Cuántas noches me encontré reprochándome lo del crucero. Me lo habían advertido. Yo igual firmé el contrato, acepté todo con tal de ver el azul prometido, ese azul innombrable, ultramar. Fue mi culpa. A veces me calmo, intento exculparme pensando en esa salvedad del contrato. El virus es menos riesgoso para almas enteras, decía, y yo estaba seguro de la integridad de Elena, aunque me basta verla ahora para darme cuenta del error.
2
Teníamos una cama matrimonial de las comunes. Con el tiempo, ella empezó a ocupar más de la mitad y, por más que intentara afinarse, porque por las noches se ponía de perfil, como no queriendo quitarme tanto espacio, yo ya no cabía en el avaro rincón que me dejaba. La falta de sueño empezaba a arruinar mis obligaciones, por pobres que fueran, y aunque yo me acurrucara de mi lado, jurándome que todo pronto volvería a la normalidad, la situación se volvía insostenible. Y llegó la noche en que la encontré sentada frente a la heladera abierta de par en par, con su sillón enfrente, y ella comiendo directamente desde los estantes. Ya no disimulaba abriendo y cerrando la puerta con su pie inflado. Ahora comía desde la heladera misma. Me fui sin hacer ruido y me encerré en el baño, a llorar. Pensaba, o trataba de pensar, buscaba una manera de ayudarla. No quería herirla, nunca habíamos hablado del asunto, pero esa noche consideré que mi silencio era peor. Decidí hablarle. Me acosté a esperarla balbuceando las mejores palabras. Le hablaría suavemente, como cuando nos conocimos en ese cumpleaños de Alicia y nos quedamos hasta el amanecer en la Costanera, frente al río. Me hice el dormido y, apenas volvió de la cocina, escuché cómo se cepillaba los dientes: siempre hacía lo mismo. Después se acercaba a la cama con sumo cuidado, para no despertarme. Aún así, había perdido la noción de su cuerpo y, por mucho empeño que pusiera, solía llevarse algo por delante. Los ruidos eran inevitables. Yo me hacía el dormido mientras ella contenía algún grito de dolor, por los golpes que recibía, generalmente en alguna parte de sus piernas, que ya estaban todas lastimadas, con pieles rojizas, raspadas, con manchas violáceas, ovaladas, y aunque el ruido me despertara, yo me hacía el dormido, porque no quería mortificarla: no quería que ella notara que yo era consciente de sus dificultades. Creí que mi prudencia la ayudaría a volver atrás, a que ella pudiera hacer de cuenta de que nada había sucedido. Pero esa noche comprendí que si persistía en mi silencio, todo se pondría peor.
Ese día no se llevó nada por delante, pero aún así, cuando apoyó su cuerpo sobre la cama y la hundió, obligándome a hacer fuerza para no caerme sobre ella, conminándome a un descanso magro, excesivamente pobre, acabé sintiéndome acorralado, aunque lo evitara, y acabé diciéndole que al día siguiente quería invitarla al río.
Elena no dijo nada. Se mantuvo muda, como conteniendo incluso su respiración, una respiración que últimamente era ruidosa y oliente. Me abstuve de repetir la pregunta, me hice pasar por dormido yo también, como si fuera un loco que apenas musita entre sueños. Esperé su respuesta en silencio, pensando que acaso mi invitación la sorprendía, por inusual, pero pasó un tiempo considerable y no hubo respuesta. Estimo que en algún momento ya no pudo contener el aire, porque oí un resoplido de búfalo e imaginé sus narinas estirándose al límite y sus pulmones exhalando un viento tibio, iridiscente y enorme. Me mantuve callado, en ese diálogo de silencios en farsa, y seguí aguantando sin exhalar. Yo podía hacerlo. Mi cuerpo se venía achicando al tiempo que se agigantaba el de ella. Y cuando solté el aire que mantenía dentro de mí, sé que lo hice suavemente. Imposible que ella lo notara. Fue un suspiro de ganso, una levedad, un olvido menor. Apenas terminé mi exhalación, vacilé unos segundos que me parecieron eternos: me preguntaba si debía insistir o seguir haciéndome el dormido. Decidí insistir, por mucho temor que me causara su reacción, porque lo cierto es que pronto, tal vez mañana, resultara indispensable comprar una cama nueva y, acaso, una segunda heladera.
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