Matias Nespolo - Barcelona - Buenos Aires

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La urbe catalana y la capital argentina están hermanadas por una extraordinaria tradición literaria.
Barcelona-Buenos Aires, once mil kilómetros, nos brinda la posibilidad de transitar el puente literario que las une a través de
veintidós cuentos inéditos, escritos por autores y autoras que representan con fidelidad el pulso actual de la literatura a ambas orillas del Atlántico. Sus historias conviven aquí y se dan cita por primera vez en este libro. Hogar de una maravillosa familia de talentos: Marta Orriols, Matías Néspolo, Mariana Travacio, Juan Vico, Tatiana Goransky, Mariano Quirós, Marta Carnicero, Félix Bruzzone, Verónica Nieto, Franco Chiaravalloti, Hugo Salas, Sebastián Chilano, Aleko Capilouto, Graziella Moreno, Sonia Budassi, Martín F. Castagnet, Tamara Ténenbaum, Rodrigo Díaz Cortez, Roser Amills, Patricia Kolesnicov, Diego Gándara y Josan Hatero.

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Siempre creí que él me amaba, que sus palabras eran todas para mí. Ella siempre supo que él escribía para todo el mundo. Escribía con la esperanza de dar esperanza y escribía para convencerse de que valía la pena vivir.

Todo el tiempo que lo quise (y pensé que él me quería a mí), me sentí radiante, irradiante, fuerte, protegida por un campo energético. Tan valiente me sentí que por única vez imité su estilo: busqué latas del mismo tamaño, las pinté de amarillo y rojo, esperé que se secaran y después tramé una oración: Mi superhéroe tiene poderes . Me escapé de nuestra cama y la pegué en una callecita del Gótico, a metros de la calle Ferran. Pero nunca supe si la leyó o no.

Había pasado por Barcelona en viaje desde Londres, donde había cursado un posgrado en biología marina. Volvía a mi país con el proyecto de mudarme a la Patagonia. Quería ser una solitaria rodeada de ballenas, quería nomenclar el mundo acuático, salvar los mares, conquistar nuevos puntos del mapa. Quería vivir en un lugar donde hiciera frío y no criticaran mis botas, mis bufandas, mis tres o cuatro abrigos; artefactos que los demás llevan en invierno pero yo uso durante las cuatro estaciones. Pensaba que viviendo aislada nadie se iba a dar cuenta de que era una solitaria. «Vos nunca vas a poder convivir con nadie —me decía mi papá—, sos una persona difícil.» Y yo pensaba que no era difícil, sino un desafío, y que poco me importaba porque en el fondo era una solitaria. Pero en lugar de explicarle, le respondía con alguna mueca de agotamiento, mueca adolescente al estilo de «No jodas, pa. No jodas».

Y hoy me duele mucho la panza. Identifico que el duelo es también una lombriz que te come los órganos, una lombriz que se alimenta de los miedos que fuimos acumulando, de nuestras inseguridades, de nuestros secretos y de las cosas que quisimos pero no pudimos confesar.

Me miró y dijo que nadie sabía que él era el Latero. Que había dado dos entrevistas por teléfono pero nunca había quedado para encontrarse con nadie. Que yo era una excepción porque le había jurado que no quería una nota, le había implorado que me recibiera, le había dicho que necesitaba hacerle una confesión. Te amo, le dije. Así, sin dudarlo, la primera vez que lo vi. Me recibió en su casa que en realidad era un estudio con altillo, me recibió y me invitó a sentarme en un sillón de un solo cuerpo. Yo no podía creer que después de seis meses lo estaba mirando a los ojos, esos ojos en los que se mezclaban todos los colores de su paleta. «Me llamo Grisel, leí tus mensajes y te amo.»

Se quedó callado. Era alto, musculoso y debía de pesar tres veces más que yo. Tenía cara de pasar mucho tiempo al sol, quizá pintaba las latas en alguna de las playas cercanas a Barcelona, quizá trabajaba ahí para no vivir encerrado en ese estudio tan pero tan chiquito. No tenía por qué ajustarse al prototipo de artista nocturno y torturado y al parecer no lo hacía: era tostado y saludable, con dientes blanquísimos que nunca habían fumado, con ojos de colores y manos de dedos tubulares. Dedos que seguro había estampado en más de un abdomen para manchar panzas de mujer, eso imaginé: primero su mano impresa en mi panza. Después, sus dedos de carbonilla trazando líneas imaginarias en el interior de mis muslos. Sentí que alguno de sus pomos de pintura me estallaba en la cara y quedé roja de vergüenza. Me alzó del sillón y nos reclinó sobre una plancha de madera sostenida por cuatro caballetes. «Vale, sabía que no eras periodista.» Eso fue todo lo que dijo antes de hacerme el amor, de tallar nuestro autorretrato en la madera, de esculpirme un cuerpo nuevo, lleno de co­lores primarios, con relieve delicado al tacto y técnicas de collage. Ese cuerpo que me gustaba ver en el espejo cada mañana y recorrer con mis nuevos dedos de arcilla. Fui una escultura automática, una maqueta de museo, una artesanía catalana. Más tarde me llevó al altillo y me acomodó en la cama de una plaza. Esa cama que se convirtió en mi patria por más de dos años. Nuestra cama, la que en mi imaginación compramos juntos, la que nunca había sido estrenada con nadie más, la que era tan pequeña que nos obligaba a dormir en cucharita.

De día lo acompañaba a la playa a pintar su obra. Quería que, mientras él hacía lo suyo, yo pudiera disfrutar del mar, de la soledad de esos lugares en invierno y de la multitud de cuerpos alegres en verano. Me enseñó a no tenerle fobia a la gente, me enseñó que no era la única que podía pasarse horas sin hablar. Nunca me dijo una palabra de amor más que en sus latas, pero yo no las necesitaba. Tenía el Mediterráneo, podía investigar otro tipo de fauna, podía incluso tostar mi cuerpo de ciudad y seguir sin fumar (mis dientes no eran tan blancos, yo sí había fumado). Él guardaba su distancia y cuidaba su espacio y por la noche volvíamos a la cama de una plaza. Una vez a la semana, siempre con aviso, se iba en medio de la noche, colgaba una nueva frase y volvía a la cucharita. Nunca me decía lo que había escrito ni dónde lo había puesto y eso me hacía aún más ilusión: saber que sus palabras iban a estar esperándome a la vuelta de alguna esquina y estar segura, segurísima, de que iba a leerlas en el momento justo. Nunca antes, nunca después.

Las últimas que leí decían: Cosa bonita (latas celestes, letras blancas), Nada más nada mejor (latas naranjas, letras rosas… nunca había usado letras rosas), Eres tú mi artista favorita , No tienes igual (latas negras, letras blancas y verdes). Esta última la vi en la calle de la Riereta. No voy a olvidarla. Puedo ser muchas cosas, pero nunca fui una artista. Y ahí entendí todo, de golpe, como se entra en una pesadilla. Lo descubrí. A mí me dio dolor; a él, vergüenza. Me contó su historia, ahora sí estaba enamorado. Lo nuestro había sido hermoso y pasajero, como mi tránsito.

No tuve coraje o ganas de contarles toda la verdad a mis papás. Les dije que las cosas no habían resultado. Que Barcelona era una ciudad, pero no era mi ciudad. Que Jordi, así se llamaba el Latero (antes, mi Latero), era un muy buen tipo, pero no era MI tipo. Que necesitaba unos meses para recuperarme económicamente, poner mis cosas en orden y después irme al Sur.

Así empecé este duelo silencioso, que al parecer es resistente a todo lo que antes me daba placer. No puedo evitar seguir viendo señales por todos lados. Cuando volví a Buenos Aires, mis viejos, que vivieron toda su vida en la calle Besares en el barrio de Belgrano, se habían mudado al centro, a la calle Rodríguez Peña. La casa de dos pisos queda justo en una esquina, al lado del cartel señalador al que alguien le borró el trazo que convierte la eñe en ene. Así que ahora vivo en Pena, no hay vuelta que darle.

Y esa sensación de estabilidad y confianza que te da el amor eterno, el Qué jodidamente increíble es quererte , se fue diluyendo hasta convertirse en suero venenoso. Porque el duelo también es una eterna infección urinaria. Te arde de dolor lo que antes te ardía de alegría. Te ponés en posición fetal y aguantás hasta retener la mayor cantidad de líquido posible. Después tratás de soltar, de dejar ir, de dejarlo ir, pero no resulta. Te dan antibióticos, te recetan dos tallas más grandes de ropa. En eso no tengo problema, tan flaca me estoy quedando que toda mi ropa es dos tallas más grande. Por otra parte, todos mis antibióticos tienen el mismo gusto: saben a abandono, a fatalidad.

El límite entre el drama y la tragedia es muy finito. En un drama, a veces, las cosas tienen solución. La tragedia es irreversible. Así que el destino está por empujarme a un desenlace funesto, pensé. Y después de pensar eso bajé los binoculares con los que los espiaba a diario: ellos dos abrazados, besándose con pasión recíproca y los cinco niños alrededor en ronda protectora. Ese día iban a pegar unas latas nuevas, pude ver que estaban teñidas de rosa y llevaban algo escrito en fucsia. Ahí lo supe, supe que si leía ese texto, esa nueva frase construida por los dos, no iba a quedar otra que la tragedia.

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