Metí rápidamente el dosier en mi resignada cartera.
Una última cosa, añadió mientras recogía los papeles que había ido dejando sobre la mesa. ¿Sabe en realidad por qué le he citado aquí? Le va a encantar.
Me limité a sostenerle la mirada, aunque mi mente flotaba en algún punto impreciso más allá de su cogote.
La chocolatería, dijo por fin. Este McDonald’s ocupa el edificio donde mataron al Aragonés. Increíble, ¿verdad? Jamás se me hubiera ocurrido, dije. La puerta trasera por la que trató de huir da acceso ahora a la cocina del local, añadió. Y la puerta principal por la que el Nelo salió exhibiendo su chulería es la misma puerta que utilizaremos para marcharnos. Creo, por cierto, que será mejor que no lo hagamos juntos. Me iré yo antes, si no le importa. No trate de ponerse en contacto conmigo, lo volveré a llamar. Mañana por la noche, por ejemplo, así habrá tenido tiempo de examinar el material. Ha sido un placer, señor Vico.
Hizo un fulgurante saludo que me trajo a la mente alguna serie de ciencia ficción y bajó las escaleras a paso rápido. Me limpié con la tela del pantalón el sudor que había quedado impregnado en mi palma derecha. Me pasé la otra mano por el pelo. Estrujé el vaso de cartón. Me levanté. Descendí. Salí a las Ramblas. Giré hacia la izquierda, tomé la calle Ferran, volví a girar en el mismo sentido y me interné en el callejón paralelo. Era una vía poco transitada, a pesar de encontrarse en una de las zonas más turísticas de la ciudad. Localicé el acceso trasero al que el chaval había hecho referencia. La puerta estaba manchada con los grafitis de rigor, examiné el dintel y las jambas de piedra, compendié tres fechas, ocho exabruptos políticos, media docena de caricaturas genitales…
La superficie metálica comenzó a moverse de repente. Me eché hacia atrás. Un empleado asomó con una gran bolsa de basura que dejó junto a un cubo verde. Llevaba un delantal lleno de lamparones y un gorro de cocinero en un estado similar. Me miró. Yo disimulé fingiendo que consultaba mi móvil. Me preguntó si tenía fuego, o eso me pareció. Guardé el teléfono, saqué un mechero promocional con el logo del periódico, se lo acerqué. Miutchas grazzias , masculló, y mientras yo trataba de determinar a qué rincón del mundo pertenecería su rarísimo acento y reparaba al mismo tiempo en el tatuaje que adornaba su dedo cortado, él le dio la primera calada a su apestoso cigarrillo, un Gitanes sin filtro, creo.
LATERO Y YO
Tatiana Goransky
El duelo silencioso es el peor. El duelo silencioso trepa y se agarra a cada órgano hasta sacarle todo el aire, todo el oxígeno. El duelo silencioso puede matar un cuerpo y después matarlo de nuevo. No tiene límite la cantidad de muertes que puede provocar. No tiene tiempo. O, si se quiere, no tiene límite de tiempo. Y mi mamá me dice «Estás preciosa», pero lo que quiere decir es que estoy flaca. Y para ella flaca es preciosa. No importa si hace cuatro semanas que solo como agua y no duermo más de dos horas por noche. No importa si me miro al espejo y no me reconozco: cuerpo de nena sin caderas ni tetas, huesos a la vista y venas que me atraviesan como lo haría un pincel de preescolar. Soy restos, desechos, soy lo que dejaron de un pollo. Seguro que ahora se juntan él y ella y tiran de la pieza a ver quién se queda con el huesito más grande.
Antes éramos Latero y yo. Ahora ellos viven una vida de aventura, pintan y crían a sus cinco hijos en plan Peter Pan. Juntos parecen los niños perdidos más Wendy más Peter. Vuelan por toda Barcelona pegando latas de amor, esas que antes él escribía para mí.
En Buenos Aires no salgo de mi cuarto, al menos no por voluntad propia. Me arrastran, me sacan todas las mañanas a caminar trece vueltas a la manzana, es obligatorio y « el ejercicio te hace tan bien. Tenés relindas formas ahora, ¿viste?». Veo que soy un fantasma hecho de tejidos que, con correa y bolsita para restos emocionales, da vueltas a la manzana una y otra vez. Todos los días. Llueva, truene o me den esos calambres de la falta. Los calambres de mujer que ya no menstrúa, que se quedó sin sangre porque las hormonas no andan, porque el cuerpo ya no quiere dar frutos ni pelos ni emitir sonidos ni nada. Antes cantaba, ahora suspiro y gruño. Me paso el día suspirando y gruñendo de manera involuntaria, es como una tos o un carraspeo nervioso o como si me hubiera transformado en un anciano enfermo de melancolía.
Solo falta que estés aquí, decía esa primera serie de latas. Creo que fue en el Raval o el Borne o el Gótico. Ya no me acuerdo. Las vi y pensé: ¿serán para mí? Había llegado a Barcelona por primera vez, un viaje corto, una escala hacia otro destino, y ahí estaban esas latas. Me paré. Las miré durante una hora, quizá dos. Latas pintadas de blanco, letras azules, parecía que una nube había explotado en tecnicolor y se había dado de lleno contra una pared. Me puse contenta, sonreí grande. Hacía mucho que no sonreía grande. Pensé: ¿cómo será el que las pinta?, tengo que cambiar el pasaje, ya estoy aquí, aquí . Entonces me dediqué a seguir latas.
No sé qué tienes pero lo tienes , latas verdes con letras azules; No sabes bien lo bien que sabes , latas verdes y azules, palabras en blanco; Lata Mente , latas marrones, letras rojas y blancas; Hasta el infinito y más allá , latas negras, letras azules. Lentamente ( latamente ) él había descubierto que yo era especial ( no sé qué tienes, pero lo tienes ), me había degustado a la distancia ( no sabes bien lo bien que sabes ) y estaba dispuesto a pasar el resto de su vida conmigo ( hasta el infinito y más allá ).
Me enamoré del Latero. Me hice pasar por una periodista argentina que buscaba notas de color para mandar a Clarín , La Nación y Página/12 . «De algo tengo que vivir estos meses lejos de casa», le dije a una escritora que trabajaba para El País . Y remarqué la palabra casa para que ella no sintiera que intentaba competir con su trabajo. Le expliqué que era una pasajera en tránsito, que la intriga del Latero era solo eso. Pero mi discurso no la convenció. Me miró desconfiada, abrió la boca para decirme algo en catalán pero después se detuvo y me soltó un «te mola» o «te pone» o algo por el estilo. No hay nada más vergonzoso que cuando alguien te descubre. Sentirse descubierto dispara una mezcla de sensaciones que nos retrotraen a la niñez, a todas esas travesuras que se hicieron públicas, a todas aquellas veces que creímos estar mirando por el ojo de una cerradura y al final nos dimos cuenta de que el piedra libre era para nosotros. No me quedó otra y me sinceré: «Estoy enamorada». Ella me creyó. No hay manera de fingir un enamoramiento y menos si va camino a ser amor.
En el altillo de mis viejos encuentro una foto enorme que mandé imprimir cuando volví de visita, casi dos años atrás. En ese momento volví también para contarles, armar una valija sentimental y mudarme a Barcelona por tiempo indeterminado. Qué jodidamente increíble es quererte . Latas pintadas de rojo sangre, rojo pasión, letras a dos verdes. Tal vez mi composición preferida, ya no sé. Rompo la foto en un millón de pedazos y después me arrepiento. Me tiro en la cama con todos los fragmentos de lo que fuimos y me pongo a pegarlos con Voligoma. Nos pego con Voligoma, quizá la Voligoma alcance para que él se olvide de ella y de la familia instantánea que supieron construir. Ella ya tenía hijos y, ni bien se encontraron en la calle Avinyó, él en una pared con sus latas, ella en otra con sus aerosoles muy gastados, no hubo nada más que hacer. Se descubrieron en picardía. Dos conquistadores de ciudades, dos poetas, dos personas que buscaban el anonimato, que vivían de día y también de noche, que dejaban sus mensajes para los que, como yo, se sentían solos o identificados.
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