La idea de Gardey resultó. La esquina, solitaria pero señorial, atrajo a los habitantes y en 1913 se creó el pueblo; veintitrés años antes, este inmigrante vasco francés había tenido la visión. Así se hizo el país, sin estudios de mercadeo; con solo observar el horizonte, el hombre capaz se daba cuenta. A partir de entonces, el almacén fue y es la esquina más importante del pueblo. “Ya en el 1893 funcionaba a pleno, solo estaban la estación ferroviaria y esta esquina, y nada más. Era una zona de mucho movimiento agrícola. En el libro contable figuran el estanciero y el peón, los dos tenían cuentas en el almacén. Era el lugar de reunión, se juntaban el dueño del campo, el peón y el indio. Esto nunca se volvió a producir; acá no hubo rejas, no había enfrentamientos”, remarca Germán, y acaso nos traza mejor que nadie la trascendencia que tuvieron estas esquinas para nuestra historia: bajo un mismo techo se encontraban todos los actores sociales que estaban construyendo la nación. “Gardey logró incluso una punta de riel que llegaba hasta el almacén mismo, para descargar las bordelesas de vino, las vasijas de frutas secas de Cuyo, el chocolate inglés, la ginebra holandesa. Acá se vendió de todo; alpargatas y bombachas de campo, nunca faltaron”, afirma Germán.
El almacén sorprende por su buen estado de conservación y por su gran superficie. Es inmenso. Las estanterías llegan hasta el techo, muy alto. Todo fue hecho a medida, cada cajón fue pensado para albergar un producto de los miles que se vendían acá. “Hay cajones para cada medida de clavos, por ejemplo; después todo se vendía a granel, el azúcar, la yerba, los fideos y las lentejas”, sostiene Germán, descendiente de daneses que custodia la historia del pueblo. También fue un visionario, desarrolló un hospedaje rural dentro de un bosque, al fondo del pueblo, donde se permite al viajero recuperar fuerzas y descansar en cabañas muy cómodas.
Jorge Miglione, historiador de Gardey, hace una reseña sobre el movimiento del almacén en los años en los que abastecía al pueblo en formación. “Tenía una gran variedad de rubros: tienda, mercería, calzado, talabartería, perfumería, artículos de limpieza, de bazar, losa, cigarrería. Todo se vendía suelto y al menudeo, cuando los cajones de los fideos eran limpiados se solía destinar un recipiente para recoger los sobrantes, que luego se regalaban a los mendigos todos los sábados”. “Las Horquetas” fue el primer nombre que tuvo, pero siempre fue “el almacén de Gardey” y desde 1922 la familia Vulcano se hizo cargo de él hasta 1973 y de ahí derivó la denominación que la posteridad ha elegido para recordarlo. Adentro, el peso de los años se siente. El aroma de la madera y del tiempo flota como pequeñas volutas, apenas imperceptibles, pero visibles cuando la luz solar entra por los grandes ventanales. Los pasos perdidos, el sonido de los cucharones buscando un kilo de fideos, las voces de los vecinos pidiendo una galleta, un apero o un litro de vino tinto de mesa, todo esto forma parte del inventario inmaterial de este almacén. Sentarse hoy implica, además, hacer el ejercicio mental de pensarlo colmado de gente. Las horas del día no alcanzaban para atender a tantos gallegos, italianos, españoles y turcos que se venían en busca de su América.
Germán Christensen quiere recuperar algo de aquello y tiene abierto el almacén. Hoy las cosas no se venden a granel, pero los peregrinos de los caminos rurales vienen en busca de la generosa picada, del sándwich de jamón crudo y queso, y de la tapa de asado, aquello por lo que Tandil es tan conocido. El almacén Vulcano se ha volcado a la gastronomía criolla, esa atracción que genera el movimiento de las familias que buscan un plato abundante y sabroso, amparado por las estanterías y su silencio nutritivo.
La propuesta aquí es disfrutar de un almuerzo en calma, probando productos locales, mientras los niños recorren el parque que está frente a la fundacional esquina, donde hace más de un siglo un francés pionero soñó con el pueblo que provoca el regreso de las familias que quieren vivir en paz y tranquilidad. Con las bicicletas en la vereda y las puertas abiertas.
Pablo Acosta (Azul) es un paraje muy pequeño de un puñado de casas. Una esquina en lo alto de una loma, lo domina, es el almacén y comedor de campo Viejo Almacén. El pueblo tiene un secreto: está asentado sobre un río subterráneo de agua mineral. “El agua de la canilla, o para bañarte, es mineral, y de las mejores”, afirma Fabián, es un buen indicador. Histórico y señorial, el almacén es amplio, bello y categórico. Así era hace cien años, el paso del tiempo le ha sentado bien. El menú es apreciado por los conocedores de los aromas de campo que peregrinan los fines de semana: empanadas de vizcacha, de mulita, guisos, locros, corderos y asado. Para salir del paso: sándwich de crudo y queso, con pan francés tostado y una caricia de manteca. Emocionante. + info:Desde Gardey se puede ir por camino rural o por la ruta 226 hasta el cruce con la 80.
Posta Pampa, la familia
de los salames perfectos
Esta es una historia de amor que permitió que Tandil tenga los mejores salames artesanales. En 2011 Victoria Joosten y Carlos van Olphen se conocieron, ella tiene treinta y un años y él, treinta y tres. Tuvieron una idea, que todos celebramos: ser soberanos en los caminos de su destino. Crear una senda nueva, apostar por lo genuino. Alejarse un poco de la ciudad, pero para poder verla desde otra perspectiva. Levantar una casa en lo alto de una loma, en el paraje La Porteña, en el kilómetro 119,4 de la solitaria ruta provincial 30, donde la comarca serrana tandilense se funde con la belleza absoluta. Allí donde el sol todos los días se recuesta en los cerros, creando una pintura interminable de paz y melancolía. Los dos hicieron su casa, pero también la fábrica donde comenzaron a producir salames como los que hacían sus abuelos, con la vieja tradición. Sin apuro, sin la prisa de abastecer un mercado que está ávido de estos productos. Eso lo pueden hacer las grandes empresas, y lo hacen muy bien en Tandil. Ellos se plantaron en un concepto: ser pequeños y crecer siendo así. Controlando de manera manual la producción. De esta manera nació Posta Pampa, chacinados artesanales, delicias del campo argentino.
Victoria tiene las ideas muy claras, es contadora, pero fundamentalista de la vida rural y de ser dueña de su tiempo. Tiene la vida que quiere. Esto no es poco. “Buscamos un nombre que nos identificara con las costumbres argentinas. La mayoría de los emprendimientos que hacen chacinados están identificados con lo italiano, vasco o español, y para nosotros la elaboración de chacinados es una costumbre argentina. Posta Pampa tiene que ver con el gaucho y con la buena calidad de la carne de la región pampeana”, explica. En 2012 se oficializó la idea, pero el sistema no ve con buenos ojos a aquellos que apoyan la independencia de su vida. Las trabas fueron muchas. Mientras buscaban habilitaciones y superaban problemas, no se desviaban del rumbo, seguían construyendo su vivienda y la fábrica, al lado. El sueño llevó tiempo en hacerse realidad. Recién en 2015 pudieron hacer sus primeros 120 kilos de salames caseros. “Aquella puerta la compré en un remate. La ventana es de un familiar. La mesa la encontramos”, señala Victoria sus victorias. Todo fue hecho a pulmón. Hoy, muchas cosas faltan, pero Posta Pampa es una realidad feliz para el mundo del sabor de las costumbres de nuestro campo.
La fábrica está a un costado de la casa. El trabajo lo tienen a mano, también el cielo y la tierra. Los salames son conocidos por un secreto. Existe algo en lo que hacen que los diferencia. En un territorio donde hay más embutidos que aire, ser diferente es un gran valor. “Nosotros nos planteamos hacer salames como los hacían nuestros abuelos, con esas recetas. Es el sabor de antes. No apuramos la maduración. Los salames industriales se largan al mercado entre tres a ocho días. Nosotros los tenemos en el secadero hasta veinte días. Nuestro ideal es lograr tenerlos un mes. El paladar de la zona los prefiere blandos, pero el que sabe comer salames entiende que deben estar más duros”, afirma Victoria.
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