Bily López - Ensayos maquínicos

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Vivimos en un mundo en el que se suele experimentar la «realidad» como algo dado que acontece al margen de nosotros y ante lo cual no queda más que pronunciarse desde posiciones con frecuencia maniqueas y simplistas. A favor, en contra; lo bueno, lo malo; lo justo, lo injusto; lo verdadero, lo falso. La mayor parte de nuestras producciones culturales da cuenta de ello, y el deplorable estado de nuestra cultura puede comprenderse como uno de sus efectos.
En este libro partimos de lo anterior y utilizamos la exploración teórica y práctica de la escritura como un punzón que fisura, desde y con el lenguaje, las estructuras que posibilitan la construcción simplista y dicotómica del «mundo». A través de diferentes ejercicios —y en compañía de autores como Deleuze, Foucault, Shklovski, Bajtín, Lispector y Kafka—, intentamos proponer a la escritura como un ejercicio que es capaz de dislocar de diferentes modos lo que se escribe y a quien lo escribe. Concebimos que si el lenguaje es aquello que posibilita y orquesta el sentido, entonces es él mismo quien lo puede resquebrajar —entre otras formas— mediante la escritura.
Cuando comenzamos a escribir éramos siete, en el camino —juntos— devenimos innumerables.

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Mirándote desde el cerro del Chimalhuache , quiero pensar que te gustaba ser visitada por mi parvada. Ahora ya no lo hacemos. Hay días y semanas en que ni siquiera te notamos, el aire se ha vuelto de un color que te oculta a la vista y, recuerda que nosotros tenemos muy buena visión, de hecho nos ocupan para alertar sobre posibles invasiones aéreas en territorios nacionales del norte —ni los actuales drones nos igualan—, vemos tan claro a la distancia que, por eso, te apreciamos, pues observamos tus luces destellantes durante los días de claridad y también desde los principios de tu levantamiento. Además, ya hay más construcciones parecidas a ti. Y aunque son cautivantes por sus distintos tipos de cristalería, a ti te valoramos por ser la primera que alcanzaba la altura de nuestros árboles en estos cerros.

Nuestra estirpe ha vivido durante mucho tiempo. Ese recuerdo que nos contaba mi abuelo, sólo lo comparaba con las altas pirámides que construyeron más allá del lago de Texcoco, son dos las más altas, y solían visitarlas los ancestros palomos en épocas de migración. Ahora nos hemos vuelto parvadas de sitio, hemos dejado los árboles para vivir sobre lo sólido de los techos.

Matrimonio

LÁZARO TELLO

Como la pierna de un Coloso de Rodas moderno, la Torre Latinoamericana inaugura el Centro Histórico de la Ciudad de México. La otra pierna, voluminosa o robusta, es el Palacio de Bellas Artes. La una acompaña a la otra para dar el primer paso y caminar sobre la calle Francisco I. Madero. Porque por sí misma la Torre Latino no vale como insignia de la ciudad. En las fotos aparece la colada, de fondo, siempre con su vestido ancho, Bellas Artes.

Comenzará a llover: el brazo de Júpiter cae contra el pararrayos y la bella de artes abre su paraguas. El caballero la jala del brazo y dan media vuelta. Es la época del cortejo y las jacarandas riegan su alfombra. ¿La familia del siglo pasado está representada en ese par? ¿Se dirigen acaso hacia el Zócalo haciendo sonar los mocasines y los tacones? Un carruaje se detiene con las puertas abiertas sobre 20 de Noviembre para perderse en un paseo horizontal y vertical de un camino errante.

Ya quisiera verlos caminar ahora, esquivando las botargas y las estatuas móviles, quitando con el bastón y el paraguas a los volanteros, entrando a comprar un pésimo café a una tiendita comercial, en una cita llena de polvo con perros removiendo la basura.

Como estamos ante lo que parece ser la época de la desintegración familiar —así lo ejemplifican las torres gemelas, pues, como sabemos, una huyó en un avión trasatlántico— la Torre Latino quedaría sola, relegada, apareciendo en las postales como un puente destruido, como un asta sin bandera, como un falo desolado.

Elevador

GONZALO CHÁVEZ

¿De qué color viste la infidelidad? Hoy, al entrar al ascensor, me hice la pregunta. Al cerrarse las puertas de un elevador cualquiera, de un edificio cualquiera —bueno, ni tanto, pues aquí tuve la segunda cita con mi actual pareja, antes de estacionarnos en un hotel, ahora sí, cualquiera—, el tiempo abandona su normal discurrir. Todo pasó en un segundo con más de mil milésimas de segundo.

Un señor de gorra verde pide a la joven de singular cadera le alcance a pulsar el botón del piso catorce. Ella presiona el catorce a la vez que el nueve; mientras, una mujer, que supongo es mi mujer, sube acompañada y cariñosa de un atildado hombre. En ese largo segundo, el hombre detrás de mí pide el piso tercero, pobre, tan bien que le haría subir esos tres pisos. Seguimos en el mismo segundo, pues la puerta aún no acaba de cerrarse. La señora de mi costado izquierdo pide el piso quinto, no, perdón, el sexto, error de cálculo. Y mi segundo por fin está en el final. Yo, claro, pido el piso quince, el último, el más famoso por su café y su vista de la ciudad que nunca duerme. Se cierran las puertas.

A mí siempre me han dicho que no puedo afirmar nada más allá de mi experiencia, así que no lo hago. Mi mujer y el hombre en turno tomarán algunos tragos de un vino más o menos corriente que, sin embargo, a las alturas valdrá como si fuera fino. Después, una plática igual de fina que el vino. Me da permiso, me dice el señor holgazán al llegar a su piso, y lo primero que hago es no dárselo, no lo merece. Me empuja y se baja. Primer enfrentamiento, quizá sólo es el simulacro de lo que se espera del porvenir.

Mi mujer siempre le ha tenido pavor a los elevadores, así que llegar al piso número quince es un acto de valentía. Pienso en dirigirme a la joven y decirle que apriete todos y cada uno de los botones, hasta el fondo, para así suspender el tiempo. Pero no lo hago. Después del altercado con el holgazán, advierto que el lapso de tiempo para que se abran las puertas es un tiempo diferente, es más lento, se prolonga casi a mi necesidad. Espero.

Quinto piso —desde hace cuatro, las más de mil milésimas hacen de las suyas—, la puerta se abre y no baja nadie. Quizá para los demás son segundos perdidos, gracias al error de la señora. Para mí es tiempo ganado. Miro fuera, lo más que puedo. De inmediato, sexto piso, la mujer un poco apenada baja de prisa. Los pisos ascienden cada vez más y más rápido, la tensión de mirarla es cada vez más impaciente. El hombre de gorra verde externa su inquietud por no llegar tarde a un lugar etcétera.

Por fin, piso nueve. Para este momento, mis ansias se conforman con mirar al atildado hombre en turno, claro, con la esperanza de que sea un hombre en turno de otra mujer, o de otro hombre, qué más da…

El hombre de la gorra verde —aunque, viéndola bien, no es tan verde, sino azul— no deja de reprocharle al elevador su inconciencia del tiempo. Pobre, no entiende que el elevador ahora es dueño del tiempo, del espacio y de nuestras pasiones. Vuelvo a recrear las escenas que sucederán después del vino. Bajar del edificio por las escaleras, jugueteos entre escalón y descanso, entre piso y escalera. Los recuerdos se me agotan, quizá por falta de palabras. De nuevo, me distrae la gorra del hombre que se ha convertido en pura ansiedad, pues me hace rectificar y volver a mi tesis anterior, la gorra no es azul, sino verde.

Me pregunto si el tiempo del elevador y el de la escalera son el mismo o pertenecen a universos separados. Entre piso y piso pasan por mi cabeza mínimo doce formas distintas de los besos entre el hombre en turno y mi mujer. Afuera, en el universo de la escalera, quizá sólo se hayan procurado uno de tantos guiños, aunque si pensamos en todos los que pueden darse en un solo escalón, sin nombrar descansos, el número se hace infinito. Las escaleras son el recinto perfecto para concluir los filtreos del vino. Si regresan un piso, no sólo ascienden, sino que recuperan el tiempo y otro infinito número de guiños, y así sucesivamente.

Piso catorce. Ya no miro. ¿Cuál es mi miedo?, ¿mirarlos y saber que la sonrisa de aquella segunda cita ahora le pertenece al hombre en turno?, ¿no mirarlos de vuelta y saber que se perdieron en algún infinito de los tantos escalones? Decido presionar el botón que me traerá de nuevo a la tierra donde el tiempo y mi mujer son aún una certeza. Sin embargo, es demasiado tarde, el botón del piso quince sigue encendido. El tiempo de las puertas abiertas amenaza con mostrar demasiado. Mi esperanza es que mi mujer voltee, y me reivindique como su pareja. No ocurre. El botón del quince indica tercamente que estamos por llegar. Mis dedos insisten en volver. Las puertas se abren a su propio tiempo, con sus prolongados segundos.

Afuera, en el otro tiempo, el hombre en turno, y con él, la mujer en turno.

A más de cien pies de altura

GONZALO CHÁVEZ

No sé si es el recuerdo o el dolor atrasado. No sé si es el dolor o un atrasado recuerdo. Hoy amanecí con un ánimo que involucra a más de una furia, a más de tres demonios y, por supuesto, a más de cien pies de altura. Desde aquí, desde el crisol de la vida en las alturas, lejos del jardín de Tebas, también se hace imposible soñar cerca de los dioses. ¡Dionisos!, ¡Apolo!, ¿dónde fueron desbocados por el hombre moderno? Esto no es una petición para su regreso y que lo remedien todo en un abrir y cerrar de ojos, sino una búsqueda de los restos de aquellas fuerzas insufladas que aún penan una vida digna. A más de cien pies de altura, a dos pies en el balcón, ofrezco una vida.

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