Bily López - Ensayos maquínicos

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Vivimos en un mundo en el que se suele experimentar la «realidad» como algo dado que acontece al margen de nosotros y ante lo cual no queda más que pronunciarse desde posiciones con frecuencia maniqueas y simplistas. A favor, en contra; lo bueno, lo malo; lo justo, lo injusto; lo verdadero, lo falso. La mayor parte de nuestras producciones culturales da cuenta de ello, y el deplorable estado de nuestra cultura puede comprenderse como uno de sus efectos.
En este libro partimos de lo anterior y utilizamos la exploración teórica y práctica de la escritura como un punzón que fisura, desde y con el lenguaje, las estructuras que posibilitan la construcción simplista y dicotómica del «mundo». A través de diferentes ejercicios —y en compañía de autores como Deleuze, Foucault, Shklovski, Bajtín, Lispector y Kafka—, intentamos proponer a la escritura como un ejercicio que es capaz de dislocar de diferentes modos lo que se escribe y a quien lo escribe. Concebimos que si el lenguaje es aquello que posibilita y orquesta el sentido, entonces es él mismo quien lo puede resquebrajar —entre otras formas— mediante la escritura.
Cuando comenzamos a escribir éramos siete, en el camino —juntos— devenimos innumerables.

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La torre es un gran tubo que remata en una cápsula desde donde se aprecia, a 1 228 metros de altura, los 360 grados de la ciudad de Calgary. Me dieron un aparatejo que me iba a explicar no sé qué cosas. Pero la verdad no le entendí. Estaba ansiosa. Las ventanas que rodeaban la cápsula eran enormes. Enormes. Y desde ahí se veían los techos de los grandes edificios del centro y, más allá, el resto de la ciudad. Afuera del elevador había una zona en la que, además de los cristales verticales, había uno que se extendía sobre el piso. Las personas se sentaban en él, supongo, para sentir que volaban. O que estaban por caer. O que podían estar sobre semejante altura sin precipitarse.

Caminé por la circunferencia. Miraba el río cuando se podía ver el río, la extensión de la ciudad cuando parecía que aquella mancha seguía y seguía, profunda, hasta el horizonte; los techos cuando había techos. Pero luego, no sé por qué, no sé movida por qué fuerza, comencé a caminar a través del pasillo circular cada vez más rápido, sin poder detenerme. Hasta que empecé a sentir que las rodillas no respondían y estaban a punto de doblarse, y luego surgieron las náuseas y el vértigo: daba vueltas alrededor de aquella inmensidad, que a pesar de estar rodeada de cosas, era un vacío.

Algo similar sentí hace poco cuando vi una animación de cómo el Sol avanza, mientras los planetas giran alrededor de él; no en círculos, sino en espirales; imaginar la velocidad en medio del cosmos me dio terror, me provocó el deseo imperioso de sentarme y decir: paremos, prefiero pensar que el mundo es plano y no se mueve.

Una sensación parecida y no, porque en la Torre de Calgary no podía detenerme. Daba y daba vueltas, como si entre el afuera y el centro del edificio hubiera quedado yo —¿un planeta?— presionada de tal forma que no tuviera más remedio que seguir adelante. Sí, un planeta con náuseas, que no tolera su propia rotación y al que se le doblan las piernas, desfallecen, y no tiene más remedio que pararse frente a la máquina de refrescos y comprar un agua —porque tampoco se trata de consumir no sé cuántas calorías con una Coca Cola— y unas papitas —porque qué tal que las náuseas son por traer el estómago vacío—.

Respiré, traté de normalizar los latidos, dar tiempo a que los jugos gástricos se calmaran; el boleto no había sido precisamente barato como para bajarme tan pronto. Era, por lo menos, precipitado. Pero en cuanto di unos pasos me di cuenta: toda yo rechazaba la altura, la circularidad del pasillo; hasta la alfombra me dio asco —¿quién usa alfombra en estos días, por dios?—, me pareció sucia, pesada, y aquella cápsula era un encierro que contradecía las imágenes de inmensidad: no había vuelo, no había aire, no había espacio. Tal vez por eso, ahora se me ocurre, tuve tal necesidad de movimiento; movimiento neurótico, como el de los animales en el zoológico.

Descubro una hélice: la visita a la Torre de Calgary fue el 24 de julio de 2014 y abrí este archivo el 23 de julio de 2015 porque debo llevar el texto a la sesión del 25. No era así: el seminario estaba planeado para otros días, pero, quién sabe por qué, decidimos vernos este sábado, un año después de aquella visita. Pero no en la misma fecha, no justo en la misma fecha: no se cierra un círculo, se traza una curva, una pequeña desviación del número siguiente. Miro esa torre, la miro desde mis piernas sucediéndose, una y otra vez, más rápido, con menos control, y surge la espiral en medio de la inmensidad del tiempo, un giro sin ninguna relevancia, diminuto; y pienso en las distintas —incontables, inconmensurables— fuerzas del universo que nos atraviesan.

Me detengo. Decido no terminar el ejercicio el 23 y, en consecuencia, no lo entrego el 25. (De hecho, nadie entregó el 25.) El trazo es otro: se desvía del patrón.

A 134 metros sobre la miseria y el tiempo

BILY LÓPEZ

El aroma del esmog se respira con soltura en este diáfano bastión del funcionalismo. Desde aquí arriba, la ciudad despliega, espléndida, su miseria. Azoteas colmadas de mugre se asolean luminosas, tubos oxidados resisten el paso del tiempo, vetustos maderos resisten la negligencia humana, desperdicios en las techumbres presumen, orondos, inutilidad; centenarias construcciones a punto del colapso se codean, hacia el Paseo de la Reforma, con luminosos rascacielos.

Por los cuatro puntos cardinales se adivinan las montañas a lo lejos, pero sólo se adivinan, se presienten, guardianas, de esta sucia tersura que cobija al asfalto, a los roedores, a los otrópteros que corren por las noches, y a los ruidos festivos de la ciudad, trémula.

Hacia abajo, por el Eje Central, Madero y otras calles aledañas, la neurosis que recorre los cuerpos aparece lejana, parsimoniosa, acaso tranquilizante. Esos cuerpos que al nivel del piso conforman un paseo esquizofrénico, estulto, ataviado de furias adornadas por la rutina, la vendimia y la desesperación, siempre al borde del colapso y el desastre total, se contemplan desde aquí lentos, calculados, calmos, meticulosamente diseñados para cumplir con su función.

Desde aquí, dan ganas de sentarse y contemplar, sonriente, el espectáculo de esa magnificente decadencia que puebla la ciudad. Desde arriba, soberano, el tiempo articula de manera distinta la vida cotidiana, la regula, la colma, la alimenta.

La cercana superficie de la Luna

CARMEN ROS

¿Describir un rascacielos desde una perspectiva que desautomatice lo automatizado a fuerza de tanto verlo, desviándose de las convenciones estéticas para presentar lo conocido como si fuera algo nuevo y único?

Quién tuviera la pluma de Víctor Hugo, que estaba cargada con tinta compuesta de observación, imaginación e intuición, requisitos para un artista según él mismo postuló en ese texto —monumento faraónico al género ensayístico, porque es un ensayo de los grandes, de los señeros, por su profundidad y estatura estilística— Prefacio a mi obra y post-data de mi vida. Quién pudiera pedir prestada la pluma del autor de Los miserables , quien eligió, en su novela Nuestra Señora de París , un rascacielos del siglo XV, el edificio más alto de la ciudad, y lo presenta no visto de abajo hacia arriba, sin mencionar rasgo alguno del edificio, ni siquiera la cúspide de una de sus torres, sino que provoca la sensación de altura y gloria describiendo el París abajo, el que, «desde lo alto de las torres de Nuestra Señora, veían los cuervos que ahí moraban, en 1482» y le concede a esta operación descriptiva, casi nada, un capítulo completo: «París a vista de pájaro».

Y entonces, como uno de los cuervos, el lector mira, desde la lejanía de las alturas, la Universidad, los palacios, el Louvre, el ábside emplomado de la Capilla, el Ayuntamiento, los campanarios de veintiún iglesias, las cuatro torres de París, tejadillos puntiagudos, torrecillas colgadas y chimeneas. Y el ojo del cuervo en el ojo del lector ahora ve —porque el ave afina la mirada, aguza la pupila— techumbres variadas y graciosas, los mercados, conventos y monasterios, los puentes, las calles, las plazoletas y el cementerio —envueltos todos por racimos de casas y buhardillas amontonadas— atrapados en la espesura y el entrevero de calles sombrías y estrechas. Y desde las encumbradas torres, el cuervo, ojo rapaz, alcanza a apreciar, a lo lejísimos, el Sena, oculto bajo las casas, sin malecón, con sus mil tiendas, los tejados mugrientos de la corte de los milagros, el tránsito y flujo de estudiantes, frailes, artesanos, señoras con sus doncellas; y ese ojo afilado tiene oído porque escucha el murmullo de medio millón de habitantes, el eco distante del chillar de las lavanderas, el repiqueteo de las herramientas de los artesanos y, luego, todos los rumores silenciados por un tumultuoso doblar de campanas, sus «diez mil voces de bronce, flautas de trescientos pies de altura», «sinfonía comparable al ruido de la tempestad». Y todo esto percibían los cuervos junto a las gárgolas de la Catedral.

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