Bily López - Ensayos maquínicos

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Vivimos en un mundo en el que se suele experimentar la «realidad» como algo dado que acontece al margen de nosotros y ante lo cual no queda más que pronunciarse desde posiciones con frecuencia maniqueas y simplistas. A favor, en contra; lo bueno, lo malo; lo justo, lo injusto; lo verdadero, lo falso. La mayor parte de nuestras producciones culturales da cuenta de ello, y el deplorable estado de nuestra cultura puede comprenderse como uno de sus efectos.
En este libro partimos de lo anterior y utilizamos la exploración teórica y práctica de la escritura como un punzón que fisura, desde y con el lenguaje, las estructuras que posibilitan la construcción simplista y dicotómica del «mundo». A través de diferentes ejercicios —y en compañía de autores como Deleuze, Foucault, Shklovski, Bajtín, Lispector y Kafka—, intentamos proponer a la escritura como un ejercicio que es capaz de dislocar de diferentes modos lo que se escribe y a quien lo escribe. Concebimos que si el lenguaje es aquello que posibilita y orquesta el sentido, entonces es él mismo quien lo puede resquebrajar —entre otras formas— mediante la escritura.
Cuando comenzamos a escribir éramos siete, en el camino —juntos— devenimos innumerables.

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¿Cómo y cuál rascacielos describir si el puño y la letra son los míos? He de arriesgarme. Subo la escalinata de peldaños estrechos y altos, pavimentados de piedras irregulares, son 238, pero dicen que eran más. El sol cae sobre la construcción con la fuerza de un diluvio, y yo, perseverante y paciente, sigo ascendiendo, el bloqueador solar habrá de ayudarme, me digo mientras jadeo, sin levantar la vista que mantengo asida, como manos, a los escalones. El sudor tiene cristales que punzan en la nuca y la frente. Tomo asiento en un angosto peldaño que, junto a la accidentada geometría de las piedras, no concede reposo más allá de medio minuto. Treinta segundos para ver la Calzada de los Muertos cubierta de grava ocre bajo el firmamento azul Tiziano. Mal de ojo el que arroja el sol con su fuego transparente. Urgencia de líquido. Bebo agua de la botella que me he provisto. Me pongo de pie y giro para reanudar la marcha. Un mareo que, en este caso, es mal de montaña, me empuja hacia atrás primero y luego adelante. Una fuerza desconocida, que viene de no sé dónde, le impone equilibrio a mi cuerpo y a mi cerebro. ¡Quietos los dos, es una orden!, y obedecen. Reanudo la escalada, alpinismo urbano, sin mirar otra cosa que no sea los escalones de este rascacielos mesoamericano, levantado sobre un montículo de tierra y cuatro recubrimientos de lava petrificada. Los muros, algunas piedras recortadas y otras, tal como nacieron. Los colores abrasados por la luz solar: negro arenoso, café canela, rojo óxido. La cuenta de los peldaños me produce hipnosis y pierdo el número de la cantidad que he subido. Me detengo sin erguirme. Los ojos sujetos al empedrado. La mirada, pasamanos, cinturón de seguridad. Hago un esfuerzo y vuelvo el rostro hacia la cumbre de la pirámide. Estoy cerca. Acá arriba el aire es otro, más denso, más corpóreo. Pongo un pie sobre la cúspide, luego el otro. Un silencio con una textura que sobrecoge, he oído decir que así se escucha cuando Quetzalcóatl contempla. Quisiera los ojos de los cuervos de Nuestra Señora de París, aunque, tengo la plena seguridad, ellos, en su Catedral, no experimentaron la sensación de poder que entra al cuerpo de quien sube a esta cima. Aquí se alcanza la cercana superficie de la Luna.

Piel de cristal, nervadura de acero

ALEJANDRA RIVERA

Alas de mi clase nos fastidia el escándalo, sin embargo, en incontables ocasiones hemos sido motivo de fuertes disputas entre civilizaciones que nos han utilizado como símbolos de poderío, de riqueza o de superioridad. Así ha sido la historia de nosotras, las torres, y, cada tanto, esa historia se repite. Desde míticos tiempos, los pueblos humanos han edificado construcciones que pretenden conectar a lo alto del cielo con lo profundo de la tierra, pero cada vez que se ha creído conquistar una cima jamás alcanzada, invariablemente, ha ocurrido una debacle antecedida por la caída de alguna imponente construcción que representaba a un imperio. Así se derrumbó Babel, así cayó Rodas, también Olimpia, y Alejandría. Sobre sus ruinas, las civilizaciones más venturosas se refundaron, mientras que otras —las menos afortunadas— quedaron mermadas, fueron aniquiladas o desterradas al olvido. Nunca es fácil saber cuál torre será abatida, ni tampoco es sencillo adivinar el futuro de las que nos mantenemos en pie, pero ha de resaltarse que pocas entre nosotras somos portadoras de un linaje capaz de persistir a la catástrofe. Dentro de esas pocas me encuentro yo, que provengo de una estirpe imperecedera.

Fui forjada a mediados del siglo xx como un rascacielos, emblema de la modernidad que, pujante, le hacía promesas a un joven México. Toda mi estructura fue diseñada para soportar las sacudidas telúricas de esta metrópoli, y de la impecable hechura de mi sistema nervioso se ha dado testimonio durante los últimos sesenta años. Pero lo más importante de mí no está en mi piel de cristal y aluminio, ni en mi esqueleto forjado en concreto y acero; mi verdadera supremacía se halla en mis fundamentos. Ahí, en lo más profundo de mi cimentación, por debajo de mis tres sótanos, se encuentran las piedras angulares de México Tenochtitlán. Sangre imperial corre por mis venas, la misma sangre que bañó al Templo Mayor, ese santuario en el que aún habitan deidades pretéritas y elementales. Me he ganado a pulso mi lugar en la Ciudad de los Palacios. El Edificio de Correos y el Palacio de Minería me saludan cada mañana con el espléndido garbo de la cantera chiluca. Soy confidente del Palacio de Bellas Artes; cada tarde, ambos gustamos de lucir nuestras mejores galas con el fulgor del ocaso. De mi buena cuna puede dar cuenta la Casa de los Azulejos, la misma que ha recibido en sus entrañas por igual a hidalgos y a obreros, y todas las noches me encomiendo al cuidado del Convento de San Francisco y de la Iglesia de San Felipe de Jesús; sus atrios y cúpulas se erigen tan cerca de mí que, incluso en mi grandeza, me hacen sentir cobijada.

Aquí, soportada por la misma piedra que alguna vez sostuvo al tunal, permanezco altiva y soberbia. Soy un colosal barco que flota sobre la tierra lacustre que vio nacer a esta civilización. Si mientras permanezca el mundo permanecerá la fama y la gloria de México Tenochtitlán, sépase también que si cae la Torre Latinoamericana, se destruye la Ciudad.

Regalo

PAMELA CASTRO

Todos los días, cuando salgo de casa, la observo. Queda justo en el centro de la Ciudad de México. Si hay clima despejado, se nota el brillo reflejo de los altos cristales. Tengo un recuerdo muy particular de ella. Poco antes de cumplir dieciocho años, le pedí a Eder que me regalara el día de mi cumpleaños un paseo por el centro de la ciudad. Eder era el chico más atractivo de la preparatoria, mide poco más de un metro noventa, jugaba básquetbol, escuchaba música no popular, tenía una nariz hermosa y, sí, estaba completamente enamorada de él. Así que una tarde, entre la timidez y el coqueteo, le hice la solicitud, recuerdo que su primer respuesta me desconcertó.

—¿No quieres mejor ir al cine?

—No, quiero caminar por el centro y que tú vayas conmigo.

Llegado el día, la caminata se tornó emocionante, el centro de la ciudad estaba transitado por consumidores que portaban montones de bolsas y andaban con paso apresurado. Nosotros a las tontas. Eder me contaba no sé qué cosa sobre el barrio chino. Al llegar a Eje Central, poco antes de Madero, señaló:

—Ésta es la Latino —dijo, haciendo a la vez un gesto que indicaba al enorme edificio.

—Ah —respondí sin avanzar y alzando la cabeza hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba y hacia atrás, hacia arriba / mareo / hacia atrás. Hacia arriba / me voy a caer / hacia atrás.

Ya no pude más. Me incorporé.

—Arriba hay un mirador. ¿Quieres subir?

—No.

Seguimos caminando, él hablaba y me contaba cosas que ahora no recuerdo, yo estaba feliz de andar a su lado y de pasear por el centro de la ciudad. En aquel momento las calles con la multitud de gente me parecían interesantes y asombrosas. Eder era muy inquieto. Compramos un papalote y lo volamos en la plancha del Zócalo. El viento soplaba con fuerza, logramos levantar el papel, alto, muy alto.

Columbiformes

PAMELA CASTRO

Te conozco desde 1984. Mi familia suele tener un recuerdo muy presente de ti, yo apenas soy una cría. Por las noches, mi tórtolo abuelo suele contarnos la misma historia.

«A la distancia vimos su creación. Durante el día, la transparencia de los cristales tenía magnanimidad, los rayos de luz se manifestaban en distintos colores. Notamos eso desde aquí, y quisimos acercarnos más, pero esperábamos el momento. Eso sucedió cuando percibimos una punta alta y enjuta, incapaz de seguir dando crecimiento a esa torre, que bastante tiempo atrás nos tuvo impresionados. Un día la tía tórtola y el tío palomo prepararon rutas de vuelo hacia esa torre, pues era tan alta, que nuestra mirada en el horizonte norte era limitada por su presencia. Han de recordar que el tío palomo solía prepararnos para los vuelos, él nos disciplinaba y nos brindaba ánimo para mejorar el ritmo de aleteo. Recuerden que desde tiempos antiguos mantenemos un ritmo de 52 km/h en cada viaje. Aquella mañana, mientras volábamos, percibimos un ligero reflejo de luz que se iba intensificando en los cristales conforme nos íbamos acercando. No teníamos idea del resultado que hay, al unir la luz de día con los cristales de la torre. Un tornasol nos deslumbró y tuvimos que dar un ligero desvío en semicírculo para acercarnos por el sur, pues siempre amanece por el oriente, justo la luz venía detrás de nosotros, y daba directo en todos sus altos cristales. Al llegar ahí nos alegramos mucho, esa torre era única, no había otra igual.»

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