—¿Ah sí? —dijo ella sorprendida—. ¿Seguro que la quieres? —me interrogaba usando aún ese tono de borracha que no me gustaba ni un pelo
—Eh… Pues sí, estoy seguro —contesté algo ofendido e incómodo.
—¿Y entonces por qué llevas todos estos días pensando en que hiciera esto? —agregó ella levantándose del cuerpo del ciervo y acercándose a mí para, sin previo aviso, besarme.
En un principio, cuando lo hizo mi primer instinto fue apartarla de mí, pero al sentir el contacto de mis labios con los suyos llegaron a mi mente flashbacks de todos los momentos que había pasado con ella: los de aquel último verano en el campamento, esas noches que salíamos a escondidas para mirar las estrellas, las charlas hasta las cinco de la mañana, las bromas pesadas que les gastábamos a los monitores, también las semanas que pasamos enviándonos e-mails con emoticonos de corazones, las noches que me quedaba despierto por echarla de menos, la tristeza que sentí cuando dejamos de hablar, la rabia que inundó mi cuerpo cuando la vi con otro chico… También recordé perfectamente cómo me gritó barbaridades mientras le limpiaba la sangre de la cara al otro chaval y también los días que habíamos pasado juntos desde que ella y Cristina nos salvaron de los lobos, la tensión que había entre nosotros, la discusión en el bosque, conocer a Hércules, las montañas, los entrenamientos… Todo. Y mientras esas imágenes pasaban una a una por mi cabeza, inconscientemente yo seguí besándola.
Todo eso duró unos pocos segundos, pero fue como si lo hubiera vuelto a vivir y a sentir todo desde el principio. Y cuando esas imágenes llegaron hasta el momento en el que estábamos ahora, a lo que estábamos haciendo en ese momento, fui consciente de lo que estaba pasando y le di un fuerte empujón a Kika para alejarla de mí. Ella cayó de espaldas al tropezar con el cuerpo del ciervo en el que se había sentado anteriormente y cuando se reincorporó tenía puesta la capucha de su sudadera, que estaba completamente manchada de sangre negra, igual que la mía. Después se volvió a sentar encima del cuerpo calcinado del ciervo mientras se cubría la cara con la capucha, seguramente por la vergüenza de lo que acababa de hacer o, más posiblemente, enfadada por el hecho de que la hubiera besado y después la tirara al suelo.
Tras un par de minutos de incómodo silencio, sin mirarnos ni decirnos nada el uno al otro, ambos cogimos el cuerpo de un ciervo que no estuviera ni calcinado ni infectado por los inferis, nos los colgamos a la espalda y nos pusimos a caminar para volver con los demás.
—Oye, Kika, siento lo del empujón —me disculpé cuando ya llevábamos un buen rato andando y sin mirarnos—. Es solo que ya no siento eso por ti. No deberíamos haberlo hecho —le dije mientras hacía el esfuerzo de llevar el cuerpo del ciervo a cuestas. Ella siguió caminando lentamente, tambaleándose un poco por el peso de su ciervo. Seguía sin decir nada, con la mirada vaga y cabizbaja todo el camino—. En serio, Kika, no te comportes como una niña. Ha sido solo un beso sin importancia. No quiero que por esto estemos a malas, pero entiende que quiero a Natalie y que no voy a hacerle daño de esa manera —le expliqué intentando poner un tono lo más tranquilo y sereno posible, pero ella seguía sin mirarme y sin apartar la vista del suelo. Parecía que estaba meditando mientras caminaba. Eso o que trataba de ignorarme para asimilar lo que había pasado. Aunque tenía la duda de si ella también había visto esas imágenes y había sentido todo ese cúmulo de sensaciones extrañamente rápido—. Oye, ¿al besarnos tú viste algo? ¿Algún tipo de imágenes o de recuerdos? —le acabé preguntando, aunque sabía que seguramente no obtendría respuesta por su parte.
—El sol poniente… tiñe el desierto… de un tono… carmesí —me respondió entrecortadamente y con la voz ronca y repitió esa frase varias veces hasta que consiguió decirla de seguido. Por la manera en la que hablaba, parecía como si estuviera borracha o drogada desde hacía ya un rato, desde antes de besarme.
Entonces fue cuando caí en la cuenta de la razón tan obvia por la que Kika se había comportado así. No me podía creer que no hubiese reconocido su sintomatología. Solté el cuerpo del ciervo que llevaba a la espalda y dejé que cayera al suelo para poder correr hacia Kika. Cuando la alcancé la obligué a soltar el cuerpo de su ciervo y le quité su capucha de golpe. Al hacerlo, ella se desplomó de golpe en el suelo.
Fue entonces cuando confirmé mis sospechas: tenía fiebre y la cara muy pálida, los labios morados por el frío y las pupilas muy dilatadas. Esos, junto con los delirios y alucinaciones, eran los síntomas típicos producidos por la mordedura de un inferi. Cuando le quité la sudadera y su camiseta de golpe vi que tenía un pequeño mordisco en su costado derecho. Seguramente, se lo habrían hecho en el momento en el que tuvo a más de cinco inferis encima, antes de que yo prendiera mi brazo en llamas por primera vez.
—¡Kika! ¡Kika! ¡Joder! ¡Kika, reacciona! —le gritaba mientras le daba fuertes golpecitos en el entrecejo y en las mejillas para que volviera en sí. Pero estaba completamente inconsciente, lo cual quería decir que no le quedaba demasiado tiempo hasta que llegara el momento en el que su corazón se pararía de golpe.
Me pasé un minuto entero tratando de reanimarla, dándole golpes, soplándole. Incluso opté por romperle un dedo para ver si reaccionaba, pero ni así. Entonces fue cuando volví a escuchar a los inferis. Eran gritos aún lejanos, pero se acercaban rápidamente a nuestra posición.
Yo solo no podría luchar y cuidar de Kika al mismo tiempo. Si no hacía nada, acabaríamos devorados los dos, así que, presa del pánico, la cogí en brazos y empecé a correr, olvidándome por completo de los ciervos. Salvarla era mucho más importante en ese momento.
Sabía que si la llevaba con los demás Natalie seguramente podría salvarla haciendo uso del frasco que le entregó Hércules la noche en que le conocimos. Eso si el viejo había dicho la verdad acerca de que curaría heridas mortales. A la vista de que a Kika no le quedaba demasiado tiempo, corrí todo lo rápido que pude para llegar cuanto antes con los demás, a sabiendas de que habíamos sobrepasado bastante los cuarenta y cinco minutos que nos había dado Hércules para cazar.
«¡Corre! ¡Más rápido!», me decía a mí mismo mientras seguía corriendo a toda prisa tratando de no tropezarme, algo que al llevar a Kika en brazos inevitablemente acabaría pasando. Y así fue: uno de mis pies se enganchó con varias raíces que sobresalían del suelo en una zona con árboles muy juntos entre sí y eso me hizo caer de golpe al suelo, obligándome a soltar a Kika. Cuando pude levantarme y seguir corriendo empecé a ver a unos cincuenta metros de mí las figuras de varios inferis que corrían tras nosotros. Por suerte, acabé encontrando a los demás en un pequeño claro, cerca de donde habíamos acampado aquella noche, donde estaban entrenando aún con ejercicios de agilidad y sigilo. En cuanto salí de entre los árboles empecé a gritar.
—¡Inferis! ¡Inferis! —les grité.
En cuanto me vieron aparecer de entre los árboles con Kika en mis brazos se miraron entre sí aterrorizados; aun así, sacaron sus armas al ver que tras de mí iban apareciendo inferis que salían corriendo y gritando de entre los árboles.
Cuando llegué hasta ellos le dije a Natalie que usara el líquido de su frasco con Kika y que se lo echara sobre la mordedura. Aún respiraba, pero muy lenta y forzosamente, y tenía el pulso muy lento y débil.
Mientras Natalie trataba de echarle la cura a Kika, Cristina había sacado su tridente y también una botella de plástico con agua y Hércules sacó un gran bastón de su túnica, el cual seguramente usaría como maza. Así que me uní a ellos y entre los tres cubrimos a Natalie y a Kika.
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