Nury Rojas Villarreal - Leche condensada

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Leche condensada: краткое содержание, описание и аннотация

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El año 2020 llegó con cambios en el mundo y en mi vida, el tiempo se puso en pausa justo cuando yo había dejado a mis nietos en Santiago y mi corazón nuevamente se había dividido, justo cuando estaba enfrentada a esos cambios personales que tan cansada me tienen, justo cuando era tiempo de tomar decisiones y de entender tantas cosas… de la nada aparece un virus y nos obliga a quedarnos en casa, a alejarnos de todo y de todos, pensé que era mucho, que no podría, pero un bendito día me senté frente a la computadora y comencé a escribir. Así nació
Leche condensada, mi libro, mis memorias, mi quinto hijo –como lo he llamado– porque ha sido difícil sacarlo a la luz, ha costado lágrimas, borradores eternos, sentarme a escribir y borrar, apagar y prender la computadora, cuestionarme, ordenar las presencias y ausencias… un parto con dolor. Mi tarro de leche condensada, que en realidad es un tarro de manjar delicioso, viene a rememorar mi infancia, mis vivencias, la simpleza de la vida, la felicidad de una niña herida que en un abrir y cerrar de ojos tuvo que crecer. Siento que he tenido una vida intensa y simplemente quise plasmarla en estas letras que salieron del alma, es solo mi vida.

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Él no se defendió, solo dijo que me amaba, que se había enamorado y que no supo decir la verdad. Su mujer lloraba y le rogaba que no la dejara. Entonces, mi abuela y mi madre le dejaron claro que no se acercara más a mí y se olvidara del bebé para siempre, que no queríamos ni su dinero ni su apellido, ni nada.

Todo esto sucedía a mis espaldas, no fui consultada antes de aquel macabro plan, hubiese preferido solo alejarlo para siempre y no dañar a otras personas, finalmente, el resultado sería el mismo, estaba escrito.

Mi madre siempre a mi lado, defendiendo a su hija y a su nieto, con la coraza que de aquí en adelante no volvería a sacarse. Estaba viviendo así, el primer luto de mi vida, la ilusión de casarnos se había desvanecido. No quise verlo nunca más y estaba dispuesta a salir adelante sin su ayuda. Mejor sin padre, que con uno incapaz de enfrentar la vida.

Alfredo durante mucho tiempo insistió en vernos, pero las instrucciones eran claras y mi madre se encargó de hacerlo llegar hasta la puerta. Yo seguía en cama, este incidente afectó y agravó aún más la colestasis, solo me interesaba cuidarme para que mi niño naciera sin problema. Roberto me llevaba trabajo a la casa, así, acortaba las horas y las penas, haciendo los libros de contabilidad y ayudándolo en todo lo que podía, además de seguir recibiendo un sueldo por eso.

Cada cierto tiempo, Alfredo enviaba mensajeros a casa con cartas que nunca leí y de vez en cuando llegaba una camioneta cargada con cosas que pudiésemos necesitar. Finalmente, y tal vez por el cariño que mi madre alguna vez le tuvo, ella le permitió descargar conciencia, aceptando además que se hiciera cargo de los gastos de la clínica. Para mí las cartas ya estaban echadas, él no sería el padre del bebé, ni tampoco había vuelta atrás. Así pasaron los seis meses restantes, mi pena era enorme, pero sentir a mi hijo moviéndose en mi vientre y preparar su llegada, me daba ánimo para enfrentar lo que viniera.

La fecha de mi cesárea había sido fijada para el mes de abril. A principios de ese mes, llegó Roberto a verme con los primeros huevitos de pascua que recibía en mi vida, con la noticia de que cuando naciera mi bebé podría seguir trabajando con él y me ayudaría a hacer los trámites para que pudiese comprar una casa, era otro ángel en mi vida.

Y llegó el gran día, nerviosa con mi bolso a cuestas, con mi madre y Gilberto, ingresé a la clínica la noche anterior al nacimiento de Rodrigo, la vida estaba a punto de cambiar para siempre.

A las seis de la mañana entró una enfermera a buscar la ropa del bebé y otra enfermera a hacer algunos procedimientos. Luego una camilla que me llevaría directo al pabellón. En el camino divisé las caritas de mi madre, de mis hermanos, mis abuelos, la tía María Isabel y Teresa, que también había llegado a verme, tomaban mi mano a la pasada, y así sin más, estaba en manos del doctor viviendo una nueva experiencia.

Dar a luz es lo más maravilloso que puede haber, la «madre de cesárea» debe ser una mujer valiente y yo lo era, no sabía lo que me esperaba, pero ese dolor que me acompañó en el pabellón y luego durante los días y meses posteriores, se soportaba, pues me hacía recordar que había valido la pena donar mi cuerpo para dar vida a mi hijo. Así viviría en el futuro el nacimiento de mis hijos, con la misma convicción y amor.

Durante el procedimiento, el doctor me hablaba mucho y me iba explicando lo que iba pasando. De repente ahí estaba, la más bella de mis creaciones, mi hijo hermoso, el más bello del mundo, llorando primero y mirándome fijamente después, por fin pudimos conocernos y tocarnos, era tan bello.

Rodrigo Alfredo llegaba así al mundo, un 25 de abril de 1981, cuando yo tenía veintidós años.

Mi madre me contó tiempo después, que Alfredo había pagado todos los gastos de la clínica y le había rogado poder conocer a Rodrigo. Mi madre, entonces, en un descuido familiar se lo había permitido y el hombre, había llorado al ver a su hijo. No volví a verlo, sino hasta mucho tiempo después, mi hijo quedó inscrito con mis apellidos, como hijo natural. Así quedaba para siempre, su padre desvinculado de nuestras vidas.

A esas alturas, también le había advertido a mi madre que ya no recibiera más ayuda de él, era la única forma de cerrar el capítulo.

Rodrigo llegó para unirnos, para alegrar ese hogar de tanta tristeza acumulada. Mi vida cambió por completo, lo malo había quedado lejos guardado por ahí, tanto que ahora que escribo a mis 61 años, me ha costado recopilar y tratar de ser clara.

Fue el primer hijo, sobrino, nieto y bisnieto. Antes de él por el lado materno había nacido Lisette, hija de mi prima Ximena y por el lado paterno había nacido Laurita, hija de mi prima Laura. Todo giraba en torno a él. Mi hermana enloqueció de amor y por primera vez nos acercamos mucho. Mi madre volcó en este niño todo su amor, afloró la ternura y la paciencia que nunca tuvo con nosotros y fue capaz de acariciar, besar y abrazar, como tampoco nunca lo hizo con sus hijos. Definitivamente, Rodrigo llegó para sacar lo mejor de todos y pudimos —al menos por bastante tiempo— ser una familia unida y feliz.

Volví a trabajar cuando mi hijo tenía poco más de tres meses. Mi madre asustada tomó el papel de abuela cuidadora, con toda la responsabilidad que significaba hacerse cargo de un bebé. Gilberto la apoyaba en todo, y, además, yo había contratado a una persona para que le ayudara en las tareas de la casa.

Tiempo después me contaba que la noche anterior no había dormido pensando en cómo haría semejante labor, pero el mismo día cuando yo ya había cerrado la puerta, sus miedos se habían disipado. Y se tomó tan a pecho el papel, que parecía la mamá de la criatura. A veces se enojaba conmigo cuando yo no hacía las cosas como ella, y casi no quería salir con Gilberto porque nadie cuidaba al niño como ella. Cuando meses después, se le cayó el niño del andador y quedó con su carita arañada, lloró y sufrió más ella que su nieto, lamentándose de no haberlo cuidado como debía.

La unión y el amor especial que se formó entre ellos fue fuerte, sólida, duradera y recíproca. Estuvieron juntos, hasta el último día de vida de mi madre. Cuando ella murió, lo hizo tomada de la mano de su nieto mayor, el que por esas cosas de la vida —que están escritas— estuvo con ella en el lugar y momento preciso. Su amor por Rodrigo separó en algún momento a la familia, porque nunca escondió ni disimuló su clara predilección.

El trabajo en la oficina me permitía ir todos los días a almorzar a casa y poder estar con Rodrigo unos momentos. Aunque el trabajo era exigente, había aprendido bastante en esos meses de dulce espera, todo funcionaba perfecto y en las tardes terminaba temprano.

Roberto me estaba ayudando a hacer los trámites en el banco para poder comprar mi casa propia, ya la había visto, era una casa a orilla de la quebrada, cerca de donde estábamos actualmente, no era la casa soñada, pero sería mi hogar definitivo.

Mi madre y mi abuela me habían advertido que, de conocer a alguien, no le dijera por nada del mundo que tenía un hijo, porque eso no le daría seriedad a la relación, los hombres pensaban que la mujer soltera con hijo era una cualquiera. Lo que ellas no sabían, era que yo era experta en defensa y que, con hijos o no, los hombres no sabían respetar, pero daba lo mismo, porque con lo vivido nada más lejano que pensar en otra relación, recién había logrado salir de mi duelo. Pero la historia estaba escrita por el otro lado del papel…

La oficina estaba sin luz, pasé la tarde sin poder usar la máquina de escribir eléctrica y la vela casi no me dejaba ver los números que tenía que traspasar a los libros. Roberto aún no llegaba. Sentí los golpes en la puerta y fui a abrir. Allí estaba Patricio, si existe el amor a primera vista, eso fue, alto, buen mozo, la tenue luz dejaba entrever sus ojos verdes, y su voz, todo él era especial. Andaba en busca de su amigo Roberto, le expliqué que estaba sin luz, y su amigo no había llegado y tal vez ni siquiera llegaría, pero insistió en esperarlo.

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