Los padres de Mariana vivían en el centro de la ciudad y tenían una residencia, era una casona antigua con muchas piezas. La tía Carmen, madre de Mariana, era una mujer encantadora y muy trabajadora, me acogió con cariño desde un principio. La casa era entretenida, mucha gente entraba y salía todo el día, allí también había historia. Cada pieza era un mundo, estudiantes, matrimonios jóvenes, mujeres solas y entre todo, un matrimonio encantador, Jaime y Wilma, una pareja que se amaba contra todo evento, los dos de vidas sufridas y trabajadores. Ella limpia y ordenada como mi madre, todo brillaba en esa pieza; nos conocimos y nos quisimos mucho, con los años cultivamos una linda amistad que ha perdurado en el tiempo.
Los años pasaron entre los estudios, el trabajo, las amigas, los paseos dominicales con mis hermanitas y uno que otro amorío que a nada llevaba. El pasado iba quedando atrás, con la indolencia que eso significa, no quedaba tiempo para sufrir ni para recordar, la vida continuaba y no daba tregua. En casa me había ganado un espacio, el hecho de aportar económicamente y permanecer poco, me permitía vivir en paz. Mi hermano estaba trabajando, ya se había ido de casa y mi hermana estudiaba y vivía en lo que se puede llamar una vida normal de adolescente.
Llegó el final de los cuatro años de educación media, todas lindas con nuestros vestidos preciosos para la ocasión. Cuando entré al teatro en donde se efectuó la ceremonia, pude divisar en mi puesto, un hermoso ramo de flores, el primero que recibía en mi vida, la tarjeta decía: «Felicidades y felicitaciones por este gran paso», era del dentista y sus amigos masones y carabineros, firmada al reverso por todos ellos, siete en total. Un gesto hermoso tan simple y de tanta importancia para mí. Seguro nunca supieron que fue esa la única muestra de apoyo y cariño que recibí en un día tan especial e importante.
Uno de ellos me había prometido que cuando terminase mis estudios, me llevaría a trabajar con él a su agencia naviera y me pagaría un curso de secretariado. La universidad estaba vetada para mí. Al año siguiente después de cerrar la puerta del consultorio y de terminar mis estudios, fui a verlo y cumplió su promesa.
Mariana ingresó a la universidad, sus padres la apoyaron, había logrado cruzar la línea. Años después se graduó, se fue con su hijita a Suecia, allí se especializó, hizo cursos y cuando regresó victoriosa muchos años después, ya era más que el padre de su hija. Había logrado su objetivo, pero no pudo darse el gusto de mirar sin miedo a su verdugo a la cara, porque él había asesinado a la que era su esposa, y estaba preso en una cárcel del sur de Chile. Ese hecho me marcó la vida y me hizo pensar en que esa suerte pudo haber corrido mi amiga sin nadie que la defendiera, afortunadamente, había escapado a tiempo.
La vida para mí no cambió mucho, trabajaba en el día en la agencia naviera y por la noche asistía a mi curso de Secretariado Ejecutivo, que duró dos años. Con un sueldo un poco mejor, le propuse a mi madre cambiarnos de casa y una vez que mi hermana terminó sus estudios, dejamos la casa de los doscientos cincuenta y dos escalones para irnos a vivir a Viña del Mar. Allí adquirí más responsabilidades económicas, y pasé definitivamente a ser un soporte importante para la familia, en ese momento tenía recién 19 años. Mi madre seguía su relación con Gilberto. Todo parecía estar en orden, Gilberto la amaba y la valoraba, y ella aprendió a callar y a respetar sus espacios. Con los años llegó a amarlo muchísimo.
En la oficina trabajaban dos gerentes, algunos empleados operativos, un contador, personal de un buque del cual ellos eran los dueños y yo, la secretaria general. Tuve la oportunidad de aprender muchísimo, estudiaba y hacía las prácticas al mismo tiempo. Pero nada era gratis, también tuve que defenderme durante años de los acosos sexuales de los que fui víctima, pero en eso ya era experta, en la selva había aprendido. Afortunadamente, tampoco perdí mi trabajo y también allí, años más tarde, me tocó cerrar la puerta cuando la compañía se declaró en quiebra al hundirse el único buque que tenían.
Trabajé hasta el final en la liquidación de los seguros de la nave y aprendí todo lo que tenía que aprender, cada experiencia era enriquecedora y cada una me permitía tener nuevas ofertas laborales. Esta no fue la excepción, años más tarde esos conocimientos me sirvieron para entrar en una gran compañía naviera. Todo estaba escrito.
En esta época conocí a mi primer amor, él trabajaba también en el ámbito naviero, nos conocimos un día en el que él participó de una reunión en la oficina para ver algunos detalles de la carga del buque. No fue amor a primera vista, al menos no por mi lado, pero él pronto comenzó a llamarme para preguntarme por uno y otro documento, después supe que nada de aquello era necesario, solo se quería acercar a mí. Alfredo era quince años mayor que yo, bastante bien parecido, aunque mis amigas dijeran lo contrario.
Aparecía en la oficina en los momentos más inesperados y me pedía cualquier documento que justificara su visita, así comenzamos a conocernos. Un día me invitó a almorzar y ahí estaba yo, en el mejor restaurante de Valparaíso jugando a ser cándida y coqueteando con el hombre que robaría mi corazón. Para entonces ya vivía en Viña del Mar y el hecho de salir tarde de mis clases de secretariado me complicaba a veces el regreso. Alfredo comenzó a facilitarme la vida, me esperaba por las noches y a veces hasta iba a buscarme en las mañanas. Así comenzaba un amor grande.
Estuvimos juntos cuatro años, nadie podía separarnos, íbamos y veníamos felices por la vida, Alfredo no daba espacio ni a soledad ni a recuerdos malos y mi madre lo adoró desde el principio. Mi vida parecía haber tomado rumbo, todo estaba en perfecto lugar y por fin sentía que los astros se habían alineado, fue un período de mucha felicidad y estabilidad para mí.
Siempre me decía que quería casarse conmigo, y quería tener un hijo, en esos encuentros de amor me lo pidió tanto que, un día decididos, dejamos de cuidarnos para poder quedar embarazada. Podría recordar el día, la hora y todos los detalles del día en que mi Rodrigo fue concebido, lo supe desde un principio y fui la mujer más feliz del mundo cuando el médico confirmó mi embarazo. Estaba en mi justo derecho, tenía estabilidad económica y laboral, y además con 21 años, ya era toda una mujer.
Mi madre puso el «grito en el cielo» yo no estaba casada y no la convencía la idea para nada, quiso que me sometiera a un aborto, me rogó para que la acompañara a un médico a ver qué opinaba el doctor, yo lloraba de impotencia: «¡Cómo iba a permitir semejante barbaridad!», pero seguí sus instrucciones hasta el final solo porque no quería discutir ni alejarme de ella, solo quería que ella reaccionara, porque en definitiva yo a mi hijo lo traería al mundo sí o sí.
Nos levantamos temprano, las dos calladas, tomamos el bus en dirección a la consulta de aquel doctor que alguien le había recomendado. Nos bajamos en la parada y caminamos muchas cuadras siempre en silencio. Casi por magia entró en un negocio en donde vendían ropa de bebé, yo asombrada la seguí y casi muero de impresión cuando ella le dijo a la vendedora: «Quiero que me muestre el traje más lindo que tenga para recién nacido, porque voy a ser abuela y quiero comprarlo ahora mismo».
Así, tal cual, nunca olvidé sus palabras, entonces, la abracé y lloramos juntas y, por primera vez en mi vida, en conciencia, sentí su olor, la textura de su piel, sus lágrimas se fundieron con las mías y sentí sus manos acariciando mi cara y mi pelo, ¡cuánto hubiese dado por recibir ese abrazo años antes! Ahí entonces seguro, Rodrigo se acurrucó tranquilo a esperar los restantes ocho meses y yo fui la mujer más feliz del mundo.
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