Los sillones «destartalados» que habían pasado años cubiertos con una frazada escocesa, los cambié en esa primera Navidad. Ella emocionada recibió a los pobres hombres de la mueblería que, sudados enteros, subieron los doscientos cincuenta y dos escalones con el juego de sillones, color café, en la espalda. Yo ya había firmado el primer crédito de mi vida, doce eternas cuotas. Le compré ropa y zapatos nuevos, ante sus ojos comencé a ser importante, las traiciones quedaron en el olvido y, poco a poco, me fui ganando un espacio.
Las cosas en casa estaban más tranquilas, salvo por mi hermano que para esas alturas ya había sido descubierto por mi madre en sus andanzas nocturnas y la hoguera ardía, pero sin buenos resultados, porque mi hermano ya se había emancipado, solo quería vivir sus amoríos sin entender razones y mi madre en vano «rayaba la cancha» una y otra vez.
El dentista resultó ser un irresponsable y abandonaba a los pacientes en las tardes, por ese motivo eran tan largos y eternos los tratamientos, pero con su simpatía los envolvía y lo perdonaban mil veces. Aprendí a mentir descaradamente para cubrirle la espalda y, finalmente, me especialicé en «limpieza dental y destartraje», así terminé muchas veces haciendo ese trabajo con su consentimiento. Toda una irresponsabilidad que con los años he podido sopesar, pero en aquel entonces lo importante era mantener el trabajo contra viento y marea.
Seve tuvo a su hijo menor y me pidieron ser la madrina, fue mi primer ahijado. En la vida tuve seis: Harold, Paolita, Patricio, Yanara, Ramiro y Ricardo Jr., este último mi sobrino.
A veces, en la noche después de clases pasaba a ver a mis amigos, hacíamos unas reuniones muy entretenidas en donde cantábamos y organizábamos juegos como niños, eran lindos tiempos. Mi amistad con Seve y Luis ya se había consolidado para toda la vida.
Un triste día desapareció el King. Lo buscamos día y noche durante semanas, pusimos avisos por todos lados y hasta ofrecimos una recompensa que no teníamos, todo por él, pero nunca más lo vimos. Nuestro mayor sospechoso fue don Gilberto, pero nos juró casi con la mano en la Biblia que él no había sido, no obstante, los dardos apuntaban a él, porque cada vez que llegaba a casa le pegaba al pobre perrito con el periódico. Una vez lo había encontrado en la cama de mi mamá y había querido pegarle, pero el perrito lo mordió cuando se vio en peligro y terminó por ganarse un enemigo en potencia. Definitivamente, el odio era mutuo.
Fue nuestro primer duelo como familia, lo lloramos como a un hijo y lo más terrible fue no haber sabido nunca cuál había sido su destino. De haber podido enterrarlo, hubiese sido menos doloroso para todos. Así quedaba cerrada la historia del perrito, blanco y negro, llamado King, y su cunita, sus ropas de invierno y sus compras para ayudar a la familia. Nos dejó un espacio eterno de testamento, sus recuerdos y su paso lleno de ternura por nuestras vidas.
En conclusión, es como si la vida estuviese escrita, todo sucede por algo o será que uno le busca justificación a todo, como para tratar de entender o será que es un continuo aprendizaje y es necesario pasar por todas las pruebas posibles, para crecer y evolucionar…, ¡qué sabe uno! Lo cierto del caso es que, en mi primer día de clases por un error administrativo, quedé en un curso donde había mujeres mayores, casadas, separadas, con hijos.
Ese era mi lugar, para entender que yo no era la única víctima en la vida, que había otras mujeres con historias mucho peores que la mía, como la de Carmen que tenía siete hijos, todos pequeños y solo quería terminar su enseñanza media para poder trabajar, independizarse y dejar de ser golpeada por su esposo; Anita que había sido prisionera política, torturada, violada y sometida a vejámenes espantosos; Mónica que había sido castigada por ser madre soltera y obligada a estudiar de noche y cuidar a su hijo en el día, sin posibilidad de nada más en la vida y Mariana que había sido expulsada de la casa materna por estar embarazada, y obligada a vivir con sus suegros y el padre de la criatura, un espécimen de hombre que la golpeaba y torturaba. Ese era parte de mi curso, muchas otras, todas con historias símiles, lo mío no era nada.
Cuando se dieron cuenta del error quisieron cambiarme al curso donde se encontraban las de quince, pero me rehusé, ese era mi lugar.
El primer día me senté al lado de Mariana, una mujer introvertida, callada y solitaria, al menos esa fue mi impresión. Pero no era nada de eso, era solo una mujer asustada con ganas de triunfar, sacar adelante sus estudios, seguir en la universidad y ser más que el padre de su hija, para, algún día, no tener que depender de él.
En esos tres años terminé de crecer, la vida me introdujo en un mundo de adultos al cual yo no pertenecía, me estaba saltando la mejor época de la vida, pero ya no había vuelta atrás.
El doctor me invitó un par de veces a algún almuerzo con sus amigos y otras tantas trató de cruzar la línea prohibida, me costó defenderme, pero pude lograrlo y conservar el trabajo.
Me producía dolor de estómago cada vez que me quedaba sola con él. En todas, pude salir airosa. Definitivamente, había aprendido a defenderme, usando mi mejor sonrisa y mis encantos, los cuales descubrí que me servían de mucho con el sexo opuesto. No había otra forma de defenderse, mejor con humildad y sonrisas. Podría también, haber roto un florero en su cabeza, pero eso significaba quedarme sin trabajo o terminar detenida, no era para nada fácil, eran tiempos sin justicia para las mujeres.
Finalmente, con todo, resultaba entretenido ese mundo, muchas veces después de clases íbamos al casino de carabineros y escuchábamos al capitán tocar el piano en algún cumpleaños o celebración. Creo que después de un tiempo, el doctor aprendió a conocerme, quererme y respetarme, y también entendió que, para esas alturas, era yo la única persona en la que él podía confiar y la única que pudo, tres años más tarde, mentir por él para que pudiera salir del país, después de estafar a la mayoría de sus amigos y cerrar la puerta del consultorio para siempre.
Con Mariana, especialmente, cultivamos una hermosa amistad, vivimos períodos inolvidables juntas. Ella era una excelente estudiante, muy inteligente, me ayudaba con las matemáticas y leía los libros por las dos, después me los contaba y yo podía dar las pruebas y sacar buenas notas, gracias a la facilidad de comprensión lectora y redacción que siempre tuve.
Su vida era dura, me encariñé con su hijita que tenía la misma edad de mi hermanita pequeña, cada vez que podía la ayudaba con ella y muchas veces tuvimos que ir a clases con la pequeña. A veces la pasaba a buscar después de mi trabajo para irnos a clases, ella abría la puerta con miedo y me decía casi susurrando que no podía ir. Me cerraba la puerta en la nariz para que el padre de su hija no me viera. Muchas veces pude ver, con impotencia y pena, sus ojos morados y su cara golpeada. Todo aquello sucedía a vista y paciencia de sus suegros, nadie la defendía.
Muchas veces me llevé a la niña a casa, mi madre alegaba, que «por qué, me hacía cargo de niños que no eran míos, que mi amiga era una suelta, que no se hacía cargo de su hija, que para qué tienen hijos si nos los cuidan» y bla, bla, bla… Yo que, bajo juramento, le había prometido a Mariana que no diría una palabra de lo que le pasaba, tenía que aguantar callada y buscar siempre un pretexto, el que seguramente mi madre nunca creyó.
Un día no aguantó más, y decidida fue a ver a sus padres, afortunadamente fue acogida y pudo volver a la casa paterna con su hijita, ya habían pasado dos años de liceo, de golpes y de mala vida. Ahí vino el tiempo en que teníamos que escondernos del padre de su hija, salir para ir a clases y cambiar siempre los caminos de ida y vuelta con susto y el estómago apretado. Más de alguna vez nos encontró, pero hacíamos verdaderas fortalezas de guerra para defenderla y el cobarde no se atrevía a hacer nada.
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