Por allí se escabullía, salía a escondidas a conocer la vida nocturna de Valparaíso, situación que nos convirtió en cómplices de inmediato, porque por fin, tendría a alguien que le abriera la puerta en la madrugada. Ese hecho comenzó a crear entre nosotros un tremendo lazo de secretos y complicidad, que duraría la vida entera. Por aquel entonces, cuando llegaba de madrugada nos quedábamos conversando hasta muy tarde y me entretenía con sus historias de cabaret; de mujeres que bailaban con trajes brillantes y grandes plumas en la cabeza. Así conoció él a la que sería su primer amor y así también, a la que fue más tarde su esposa y madre de sus hijos. Mi hermano para mí, ha sido tremendamente importante y nos queremos mucho.
La vida se había presentado así para nosotros, cada uno cargaba en la mochila sus propias vivencias, todos teníamos algo que nos motivaba a reír o llorar, como todas las familias, solo que en esta, cada uno lo hacía en soledad. No fuimos capaces de unirnos, ni tampoco mi madre nos enseñó, ella estaba demasiado absorta en sus problemas, en las costuras y lavados de ropa, no veía más allá de eso. La infancia que ella había tratado de hacer bella, había sido corta, ya no podía luchar con una realidad que era inminente.
Mi padre ya era historia, la vida es así, bloqueé mi mente y saqué de mi corazón ese tremendo amor que alguna vez había sentido por él, mi dolor se había desvanecido en ese abrazo con mi amiga Seve, tan sentido, importante y único.
Carolina, llevaba muchos días llorando de noche, ni su madre ni nadie podía consolarla, entonces, mi madrastra se animó a ir a buscarme. No recuerdo muy bien en qué circunstancias se produjo ese encuentro, pero ahí estaba ella a los pies de la escalera con Marcelita en brazos. La pequeña se agarró de mi cuello y no me soltaba, y Teresa solo me pedía que volviera porque la bebé me extrañaba.
Le expliqué que mi decisión no tenía vuelta atrás, que tenía que trabajar para ayudar a mi madre. No sé si ella se daría cuenta de lo que pasaba, nunca lo hablamos, ni tampoco cuestionó con rabia mi determinación de no volver, solo me pidió mi bata para que la pequeña Carolina pudiese sentir mi olor… Así fue, le di mi bata y mi pequeñita pudo dormir.
Nunca perdí contacto con ellas. Después del episodio de la bata, mi madre aceptó a su rival y a las niñas y, en más de una oportunidad, la mayor entró tímidamente a nuestra casa y pasó algún cumpleaños con nosotros.
Cuando estuvieron más grandecitas les enviaba cartas y ellas esperaban al cartero con ansias y cuando entré a trabajar destiné siempre una parte pequeña de mi sueldo para sacarlas a pasear un domingo, siempre con la escondida intención de hacerme su cómplice de secretos y cariño incondicional, para que nunca se sintieran solas y confiaran en mí. Eran unos domingos maravillosos, las tres solas en nuestra burbuja de amor, nunca olvidaron eso.
Todas esas cartas me fueron devueltas hace muy poco, en mi cumpleaños número sesenta, amarradas a una cinta rosada en una cajita. Habían sido guardadas como un gran tesoro.
Mi padrastro tenía los días contados en casa, mi madre en el cumpleaños de una de sus amigas, había conocido al que sería su nuevo compañero por muchos años más.
Claramente, la relación se había desgastado y la separación con mi padrastro, se debía única y exclusivamente a su condición de alcohólico, él no dejaba de beber ni tenía el menor interés en hacerlo, pero en sus épocas sobrias habían formado una linda pareja.
Juntos ganaron muchos campeonatos de cueca, llegando a ser campeones nacionales. Esos habían sido lindos días. Llegaba el 18 de septiembre y ella sacaba su prolijamente guardado y cuidado vestido de «china» y la fiesta comenzaba. La acompañamos siempre hasta tarde en alguna ramada de Valparaíso o Viña del Mar, y ella bailaba como una diosa, una y otra vez, hasta que el jurado, finalmente, les otorgaba siempre el primer lugar, así llegaron a ser los campeones nacionales. Ella jamás dejó de bailar y nosotros también aprendimos de tanto mirarla. Años más tarde en su lecho de enferma en el hospital, me pedía que yo le bailara, y en su funeral hubo que cumplir su último deseo, bailar cueca. Pero ninguno de nosotros fue capaz de hacerlo, Rosita la esposa de mi primo Erik, le regaló ese póstumo deseo y fue muy hermoso, porque además llevó un huaso que bailó alrededor del féretro.
No recuerdo el día en que mi padrastro abandonó la casa, seguramente fue sin lágrimas ni violencia porque simplemente desapareció de nuestras vidas y solo puedo recordarlo con el: «Sin vacilar marchar, soldado de Jesús» y sonreír por su paso en nuestra vida. Años después, supimos que se casó, que tuvo una hija y que nunca más volvió a tomar, no volvimos a verlo.
Don Gilberto llegó dando instrucciones, criticando todo a su paso, el pobre King salía arrancando cuando lo veía, el odio fue mutuo desde un principio, el perro seguramente extrañaba a su amo y a mi nuevo padrastro no le gustaban los «animalitos en casa».
En poco tiempo la despensa estaba con todo lo necesario, y mi madre se veía bastante más tranquila, sus días de costura en esa pieza estrecha y lúgubre quedaron atrás, y ya no la vi en sus afanes de lavandería. Apareció una lavadora y una cocina nueva, y muy de vez en cuando había que sentarse a la mesa con él, en unas cenas familiares que eran verdaderos interrogatorios. Él no vivía con nosotros, era un hombre casado, cuya esposa lo «autorizaba» a salir y a tener otra mujer, una historia rara a decir verdad, que con el tiempo fui conociendo.
De ahí en adelante, las cosas fueron cambiando paulatinamente. Los fines de semana ella se arreglaba, ahora linda con su ropa nueva y él la pasaba a buscar, y salían a bailar tango, con el tiempo también incursionaron en la cueca, pero con él no ganó ni un campeonato.
Fuimos conociendo detalles de su vida, tenía cuatro hijos, y los cuatro sabían de la existencia de mi madre, con uno de ellos cultivé una linda amistad hasta el día de hoy. Ellos contaban que su madre le preparaba la ropa a su marido para que saliera el día sábado con mi mamá. Cuando la conocí muchos años después, supe que eso era cierto, ella era una mujer especial, una gran persona.
Mi primer trabajo como flamante secretaria y asistente de un dentista fue por cuatro años. Antes de eso, cuando volví a la casa de mi madre, trabajé en la cocina de un restaurante y luego en otro de cajera. En ambos tuve que dejar de trabajar porque los dueños se sobrepasaron conmigo. Para esas alturas ya nada me asustaba. Siendo muy niña había tenido que lidiar con un tío pedófilo y con otras situaciones que podrían ser material para otra escritura. Definitivamente, estaba preparada para batallar con todo aquello, había aprendido a defenderme y a curar sola mis heridas.
Empecé a estudiar en el liceo nocturno, casi al mismo tiempo que a trabajar con el dentista. Aquí se tejería otra etapa en mi vida, para entonces yo tenía quince años.
El doctor llegaba a la consulta todos los días a las diez de la mañana, a esa hora yo tenía el aseo hecho, los instrumentos esterilizados y la cafetera lista para su café. Los pacientes eran eternos, seguían su tratamiento año tras año, y los que se iban uniendo igual. En los ratos que él no estaba, yo tomaba mis cuadernos o libros y aprovechaba de buena manera los pocos momentos libres que tenía. Los amigos del dentista frecuentaban el lugar y lo aprovechaban casi como punto de encuentro, algunos masones, y otros tantos, carabineros. Toda esa camaradería hacía que el doctor atendiera prácticamente en las mañanas. Yo igual cumplía mi horario, estudiaba y luego a las siete de la tarde tenía las clases.
Al principio todo transcurría tranquilo, trabajar y estudiar era para valientes y yo lo era, recibía mi sueldo que no era mucho y casi en su totalidad se lo daba a mi madre.
Читать дальше