No lo hay. No hay una única palabra que se oponga a trauma. Y es que un solo evento negativo puede aguarle la fiesta a cualquiera. Hay relaciones matrimoniales que se destruyen por un solo acto de infidelidad. No importa cuánta devoción haya habido antes ni cuánta posiblemente pudiera haber después, ese solo acto puede acabar con todo. ¿Cuáles serían los opuestos, se preguntan los autores, de palabras como “accidente” o “riesgo”? Incluso, señalan, la mayoría de las personas no puede nombrar un antónimo para “disgusto”.
Como consecuencia, entonces, el optimismo o las buenas noticias, no venden. Nada nuevo hasta aquí. Lo que sí es nuevo es que recién estamos descubriendo que lo anterior es cuantitativamente cierto, no solo en los hechos, sino en el lenguaje mismo. Tenemos una inclinación natural a apreciar más lo malo que lo bueno y lo sabemos como consecuencia de investigaciones científicas recientes. Pero hay más: el efecto de negatividad no se detiene frente a las señales de peligro que van quedando atrás. Sigue. Se prolonga. La sensación de riesgo o de disgusto puede hallarse en el origen de toda clase de conflictos, desde los que involucran a una pareja, hasta los que pueden involucrar a países enteros.
La tecnología no está libre de estos malos presagios. Los pesimistas, los alarmistas, los tecnófobos, están en todas partes. Para ellos, el apocalipsis es inminente. Una historia universal del pesimismo, incluidos los malos presagios, ocuparía varios volúmenes. Y no ha dejado de escribirse. En lo que sigue veremos algunos ejemplos asociados a nuestro tema. Por lo pronto, no perdamos de vista que no hay determinismo tecnológico, que como humanos poseemos una enorme capacidad para inventarnos enemigos y males y que poseemos, del mismo modo, una naturaleza que permanece constante o fiel a sí misma. “Debiéramos ser escépticos”, nos propone David Nye, “acerca de quienes sostienen que las personas pueden ser fácil o radicalmente alteradas por el hecho de mirar la televisión, usar internet, adquirir un teléfono móvil o comprar alguna máquina inteligente” (Nye, 2006, 222). Proponemos que nada se halla más lejos de la realidad. La tecnología ofrece nuevas y variadas formas, a veces asombrosas, de canalizar nuestra humanidad. Por ella, por sus tubos, cables, espacios aéreos y hasta por el vacío, circulan nuestras pasiones más antiguas, las mismas que llevaron a Moro a crear un lugar sin lugar llamado Utopía, y a su rey a ordenar que le cortaran la cabeza.
Síntesis
Los humanos poseemos una enorme capacidad de fabulación y ensoñación que se ve exacerbada por el lenguaje. Vimos que lo que decimos influye en lo que hacemos, por lo tanto si somos el animal que cuenta historias, somos por extensión el animal que cree lo que le cuentan. Quizá como consecuencia de esto, somos también el animal que desconfía de lo que oye, pues conocemos la diferencia entre el decir y el hacer. No somos crédulos pero tampoco somos invulnerables. Relatos míticos, leyendas, cuentos, novelas, películas. Todos ellos ponen en ebullición nuestros miedos e inseguridades. Sabemos, asimismo, que poseemos una tendencia natural hacia la exaltación de lo malo y lo negativo y que cuando esa tendencia se sale de control, nuestro mundo se complica. En esta dimensión, el apocalipsis de lo cotidiano funciona como una droga que debemos ingerir cada mañana para funcionar el resto del día. Pese a todo, la buena noticia es que ya lo sabemos. Contra lo que pudiera pensarse, la tecnología —a la que solemos atribuir todos los males posibles para todos los futuros posibles— no nos ha hecho más curiosos ni más crueles, solo nos ha hecho, si cabe, más fieles a nuestra propia naturaleza de narradores y oidores más o menos desconfiados. El depredador ha mutado, ya no es el tigre ni el león dientes de sable el que nos acecha, ahora es otro humano como nosotros el que reviste la amenaza mayor. De allí que la demonización de la tecnología por sus mismos creadores (los humanos), pueda acabar con ella: luditas, alarmistas, tecnófobos y una larga serie de intelectuales y líderes de opinión, reinventan nuestros miedos tribales, olvidando que —así como el pez no elige sus escamas— el hombre no escoge acompañarse de herramientas. El futuro de lo humano tal vez se esté moviendo en la dirección de las herramientas, hasta el extremo de que probablemente sean ellas el medio y el modo que tengamos de trascender.
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