Cristian Barría Huidobro - Nada que temer

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NADA QUE TEMER es una invitación a dudar de la veracidad y contundencia de los relatos apocalípticos acerca del presente y futuro de las máquinas en nuestras vidas. La idea de que vivimos amenazados por dispositivos asociados a los sentidos -ojos y oídos- omnipresentes de la web, que leen todo lo que hacemos y saben todo sobre nosotros, nuestros gustos, nuestras preferencias, ha derivado en un discurso determinístico que se ha vuelto no solo patrimonio de las elites intelectuales, sino que ha ido infiltrando y moderando copiosamente el pensamiento y el habla de sujeto común, del ciudadano de a pie. Tanto es así, que ya nadie parece dudar de ello y por lo tanto el dominio de las máquinas sobre los humanos puede considerarse un hecho. En consecuencia, los autores exploran en este libro los orígenes del temor, la necesidad genuinamente humana de construir desconfianza, de describir escenarios ominosos por improbables que estos puedan parecer, y nos invitan a contrastarlos con las posibilidades y los eventuales alcances de la inteligencia artificial, aspecto que a la larga constituye el eje temático del libro. Una invitación a explorar desde múltiples perspectivas (políticas, psicológicas, filosóficas) un espacio que recién comienza a desplegarse, y a discutir, sin temor, sus posibles repercusiones.

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Aquí es donde comienza todo.

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Es muy probable que Tomás Moro escribiera su célebre Utopía pensando en un mundo mejor. No fue el primero en hacerlo. Ya Platón había plasmado su propia idea de un mundo mejor (o al menos una ciudad mejor) en su República. Hay poco menos de dos mil años entre ambos autores y Moro llegó a saber mucho menos sobre Platón y su tiempo que nosotros. Pese a ello, al redactar su obra más conocida, ingresó al mundo de las letras por la misma puerta que el griego, la de los ensueños. Su creación se hallaba más allá del tiempo y del espacio. Se habrá abierto paso a la fuerza entre sus ocupaciones cotidianas, como diría Bergson. Así, curiosamente, para hacerle un lugar, la llamó “Utopía”, del griego “oú” sin y “το′πος” lugar. El mismo Platón se había referido en sus obras Critias y Timeo a un lugar semejante, al que llamó “Atlántida”. Esta idea de un lugar legendario destinado, en cierto modo, a forzar la realidad para que revele sus aspectos más puros (y crudos), es eso, un recurso literario, un tropo en último término. En el caso de la Atlántida, ella cobró vida propia e inspiró el trabajo de filósofos y escritores como Tomás Moro.6 Como hemos hecho notar con anterioridad, estas influencias se propagan de manera no-lineal en alas del lenguaje, dando lugar a una estructura más parecida a la de un follaje que a la de una línea recta. Así fue como la palabra utopía dio origen también a su contraria, la palabra distopía, también proveniente del griego, “δυσ” mal y “το′πος” lugar. Más adelante nos referiremos a las distopías, de momento nos centraremos en la creación de Moro. No olvide el lector que nuestra idea es hacer visible la trama en que nos hallamos atrapados por el hecho de ser creadores y porque en tanto creadores estamos llamados a desconfiar de nuestras criaturas, estableciéndoles prohibiciones, fijándoles límites o, sencillamente, expulsándolas de nuestros paraísos.

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Tomás Moro nació en 1478 y siempre fue un hombre de letras. Asistió a Oxford, de donde su padre lo retiró para enviarlo a Londres a realizar estudios de leyes. Contrajo matrimonio con Jane Cult en 1505. “La joven pareja se estableció en Bucklesbury, donde fueron visitados dos veces por Desiderio Erasmo, quien, como camarada humanista y cristiano, preocupado por la reforma de la iglesia y la sociedad, le dedicó [a Moro] su Elogio de la locura (1509).”7 El matrimonio duraría pocos años a raíz de la muerte de Jane, luego de lo cual Moro vuelve a casarse, esta vez con una viuda, Alice Middleton.

Una serie de circunstancias lo llevan hasta el círculo íntimo del rey Enrique VIII, quien lo nombra canciller en 1529. Una de esas circunstancias tenía que ver con el hecho de que Moro no era sacerdote. De hecho, fue el primer laico en ejercer ese puesto, lo que se habría debido a que en esa condición iba a resultar un obstáculo menos para el rey Enrique, empeñado en divorciarse de Catalina.8

Figura 1 Tomás Moro por Hans Holbein Fuente Wikipedia 2020 Nuestro autor - фото 4

Figura 1. Tomás Moro por Hans Holbein.

Fuente: Wikipedia (2020).

Nuestro autor empieza la redacción de su obra en 1510, la que es finalmente publicada por Erasmo en 1516, en la ciudad de Lovaina, Bélgica. Recordemos que Moro será nombrado canciller en 1529, de manera que Utopía se hallará referida, antes que a lo que le tocó vivir, a la época misma; de allí que su idea de sociedad recoja y confronte lo que para él eran las deficiencias de un mundo como el suyo, ya fuera transformándolas para bien o aboliéndolas. Ejemplo de ello es la abolición, en Utopía, de la pena de muerte por robo, la prohibición de los juegos de apuestas o el uso de soldados mercenarios. El esquema, entonces, considera una primera parte o Libro I —diálogo del consejo—, con las objeciones al estado de cosas y una segunda o Libro II —sobre Utopía—, con la propuesta de un modelo de sociedad.

No nos es posible saber hasta qué punto Moro jugó con la credulidad de sus lectores, pero el hecho es que el rey de Utopía se llamaba Hythloday (en español, Hitlodeo), lo que en griego viene a significar “el que habla sinsentidos”, en tanto el río Anhidros (que riega la isla con sus aguas) significa “sin agua.” Como haya sido, ironías de más o de menos, el lugar se estructuraba de un modo tan funcional como puede estarlo un hormiguero. Moro describe tanto la forma (de luna creciente) como las dimensiones (320 kilómetros en su parte media) de la isla, el número de ciudades (54), dividida cada una en cuatro partes iguales, con la capital situada justo en el centro. Es interesante notar que toda la calidad de vida, como la llamamos hoy, lleva aparejada cantidades más o menos proporcionadas, de manera que las casas, las ciudades y hasta el total de la isla, contienen números claramente definidos de instalaciones e individuos que deben mantenerse constantes. Si, por ejemplo, llegase a haber individuos de más, está previsto que se formen colonias hacia el interior de la isla. Si faltan ciudadanos, se los invita a regresar a las ciudades. Si hay de más en una ciudad, entonces se los puede redistribuir entre otras. Las puertas de las casas no tienen cerraduras y estas no les pertenecen a sus moradores porque no existe la propiedad privada. Más aún, las casas se ocupan de manera rotativa en ciclos de diez años. Los hospitales son gratuitos, las relaciones prematrimoniales son castigadas, lo mismo que el adulterio. El divorcio se halla legalizado al igual que la eutanasia. Los desplazamientos por el interior de la isla están restringidos (son necesarios los salvoconductos) y la esclavitud es parte también del contrato: cada familia puede tener hasta dos esclavos.

Es difícil saber si Moro creía en que algo así pudiera organizarse alguna vez. Si bien algunas de las costumbres de Utopía podían resultarle absurdas o imposibles de concretar, había otras con las que no necesariamente debía simpatizar. Señalar las cualidades de un lugar al que se denomina ideal llamándolo “no-ideal”, es una buena manera de decir que aspiramos todo el tiempo no solo a lo que no podemos obtener, sino a lo que no sería posible mantener aunque lo obtuviéramos. Si bien sería posible diseñar reglas comunitarias, ellas no van a funcionar si no están todos los miembros de esa comunidad dispuestos a cumplirlas. Y es muy posible que si nosotros nos damos cuenta de que los acuerdos totales son tan utópicos como la ciudad de Moro, entonces él también lo sabía.

Las ciudades ideales son —para todos los efectos— sociedades ideales. Y tanto la República de Platón como la Utopía de Moro pasan por alto, al menos en apariencia, el inconveniente de que las piezas del tablero, o sea los individuos de esas sociedades, piensan todo el tiempo y suelen tener también sus propios planes. Así, tanto para Platón como para Moro, el orden perfecto de una sociedad sin fisuras demandaba un tipo fijo de componente, cuya voluntad, en razón del modelo, debía ser abolida. Y así fue: esta es la razón de que Utopía fuese la descripción de un lugar en el que los habitantes han dejado de ser humanos. (Una novela de raíz utópica podría estructurarse del modo siguiente: “Esa mañana, luego de oír el despertador, se levantó, tomó desayuno, cogió sus cosas y se fue al trabajo. Por la tarde regresó cansado. Repítase lo mismo por las próximas trescientas páginas.)

El ideal de Moro no podía realizarse, pero siempre podía formularse como una realidad en tanto el margen de imposibilidad fuese sustituido por otro margen: el de la credulidad. El autor solo crea las condiciones, el que cree es el que lee. Este es el mayor logro de cualquier artesano de sociedades perfectas: el hacer que sus lectores las crean posibles. Hoy ya nadie recuerda los paisajes del país de Moro, pero no es ir demasiado lejos el pretender que las personas asocian la palabra a un imposible. Algo similar ocurre con la especialización del trabajo en la visión de Marx y Engels, estructura que en el esquema de ellos nos obligaría a dedicarnos a una sola actividad, que es como nos dicen ellos sucede en el mundo real “capitalista”, sin embargo, “en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, [resulta] cabalmente posible que yo pueda […] por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar…”.9 A diferencia de Moro, Marx y Engels no dejan caer una isla —como Utopía— donde no la hay, sino que proyectan su “ciudad ideal” sobre un fondo real, oportunamente añadido por el lector (una plaza, un parque, una calle de su barrio). De esta manera, el lector ve esta ciudad ideal, del mismo modo que los Piranhã veían a Xigagai, es decir, proyectada contra el fondo de lo real. Everett y su hija pequeña veían la playa. Los Piranhã, en cambio, veían proyectado sobre ella a Xigagai. Pese a las diferencias, el medio que obra la magia es el mismo, el lenguaje. La idea de fondo también es la misma: ver lo que no está allí.

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