ASTILLAS
CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL
Responsable literario: Francisco Javier Expósito
Diseño y cuidado de la edición: Armero Ediciones
© Fundación Banco Santander, 2013
© De la introducción, Ana Rodríguez Fischer
© Rosa Chacel y herederos de Rosa Chacel, 2013
ISBN: 978-84-92543-47-2
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
ANA RODRÍGUEZ FISHER
ROSA CHACEL EN EL LABERINTO DEL TIEMPO
Cuando, hace ya un par de décadas, recopilaba y estudiaba (para proceder a su inmediata edición) los ensayos breves, artículos, conferencias, prólogos o epílogos y otros textos de similar naturaleza que Rosa Chacel había ido forjando en paralelo al resto de su creación (poesía, novelas, autobiografía, diarios y ensayo), puse al frente de aquellos dos voluminosos tomos una afirmación de la escritora vallisoletana: «Toda obra, como toda vida, tiene estrecha y fatal relación con el tiempo en que transcurre»[1]. Y no hay mejor prueba de la indisoluble e íntima trabazón de una obra con la vida que la alumbra y con el tiempo que la enmarca que la posibilidad de verificar de nuevo la pervivencia de esta alianza incluso en la más escondida y circunstancial de las piezas chacelianas, tan reveladoras todas de la profunda raigambre con que ciertos temas, procedentes del fondo personal propio, anidaron en el pensamiento de la autora, así como del modo en que se formulan y expresan: de la escritura propiamente dicha.
Y decir tiempo equivale a decir vida y realidad, o «el mundo ante mí»[2], instancias que Rosa Chacel encara y afronta (para analizarlas y meditar sobre ellas o para transformarlas en materia de su literatura) siempre desde un subjetivismo inamovible anclado en la experiencia personal. Abundan en estas páginas las afirmaciones que subrayan esta perspectiva o posición, abrazada desde muy temprano y que no se explica sólo por el autodidactismo de la escritora (que le impediría en ocasiones arropar o ilustrar sus argumentos e ideas con una vasta explayación histórica o cultural: «mi autoridad cultural es escasa pero mi patrimonio vivencial es abundante», reconoce en «Mi religiosidad»), sino también por otros atributos o cualidades no canonizadas ni calibrables como lo es la formidable potencia de su mirada, capaz de desnudar toda apariencia hasta alcanzar lo medular (de una experiencia, un suceso, un objeto, una imagen, un sentimiento, un rostro), el núcleo primigenio donde algo se modula y a partir del cual germina y brota. Desde ahí opera y actúa una tan prodigiosa como natural predisposición para descifrar, aun por tenues que sean, los múltiples hilos que anudan o quiebran hechos, ideas, conductas, sentimientos, pasiones… Quien conozca Desde el amanecer —la autobiografía donde Rosa Chacel rescata y narra los diez primeros años de su vida— sabe de lo que estoy hablando, pues hallará en esas páginas numerosos ejemplos de tan peculiar aprendizaje que, cuando tenía como escenario la naturaleza, derivaría en unas «nupcias con la vida»: los días en Rodilana, «tan cerca de la tierra, con todos los sentidos sumergidos en su proximidad», evoca la autora en el discurso pronunciado en Valladolid. Desde ahí era posible ascender otros peldaños: los que la llevarían, por ejemplo, a uno de los eslabones capitales del pensamiento de Ortega y Gasset (la razón vital, o el vitalismo orteguiano, idea que vertebra sus novelas Estación. Ida y vuelta, 1930, y La sinrazón, 1960, a las que a menudo se refiere en las páginas autobiográficas recogidas en este volumen), uno de sus grandes maestros, como lo fueron también Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna, o Baudelaire y Nietzsche, según descubrirá el lector de estas páginas, donde Rosa Chacel declara abiertamente la liaison que une su obra con la de los grandes pensadores y poetas de su tiempo, «porque creo muy sustancioso continuar nuestro tejido o tapiz sobre la firme trama dejada» por ellos.
Si, en «Confidencia», la autora reconoce cómo en ocasiones la mente actúa a impulsos de una impresión o estímulo pasajero, una sacudida, un «pronto» —uno de esos momentos «en que no se posa la meditación más que de paso, causando sólo un pensamiento intenso pero breve»—, hay que destacar una nueva imagen que plasma de manera igualmente elocuente otro rasgo destacable del quehacer chaceliano: el abismamiento o inclinación hacia lo interior, que tan a menudo linda con las experiencias místicas.
«Como me conocéis bien, sabéis que no soy modesta, pero sin embargo sé que no llegaré a tener nunca una aceptación considerable, tal vez porque nunca aspiré a ello con empeño, porque vivo en mi rincón de cara a la pared —no es esto tan tonto ni tan falso como parece—; vivo de cara a la pared, es decir, a mi pantalla particular, donde aparece mi película interior, que, por la lentitud de mi trabajo, tardará mucho en proyectarse».[3]
Ni la imagen que traza este rasgo del autorretrato chaceliano ni el símil fílmico son caprichosos. A menudo destacó Rosa Chacel otra experiencia iniciática que modularía vida y obra: el aprendizaje de la mirada[4] o la capacidad de entender con sólo ver, leer y descifrar el mundo, abrirse a un destino de contemplación —visión y revelación— que seguirá en rigurosa progresión y que no es ajeno a la experiencia mística, al éxtasis que la autora reconoce como condición de su mismidad. Léase con cuidado el breve texto «La edad de mis novelas», donde aborda ese proceso que sitúa en el núcleo de su creación y que afecta al modo de novelar, porque enseguida quedaría reforzado por la llegada de «la otra escuela de la mirada» que crecería a la par que los jóvenes nacidos con el siglo, el cine, que afianzará aquel aprendizaje primero. De ahí que la autora reconozca en el verso de Rafael Alberti «Yo nací, ¡respetadme!, con el cine» una de las señas de identidad de su generación —el grupo del 27—, y que una y otra vez aborde las relaciones entre imagen y palabra, proceda aquella de la contemplación directa de la realidad, del cine o de la televisión, a la que alude especialmente en los escritos más tardíos, no sólo por la progresiva reclusión de la escritora sino también por el creciente papel de la televisión en nuestras vidas, en un presente cuyos signos ella sigue descifrando, a menudo para separar el grano de la paja. Porque así como en sus novelas queda excluido el didactismo, los ensayos chacelianos constituyen una lección de primer orden.
Confiesa Rosa Chacel ver las palabras y apreciar su belleza tanto en la escala cromática que contienen como en el timbre que resuena al pronunciarlas. Y subrayará que una idea es también una forma. En la pubertad o primavera genésica fue el profesar en Apolo: juramento y nupcias que presidieron y presidirán la vida toda. La imagen apolínea como una ley: forma, logos y mito; serenidad, rigor, claridad, exactitud, belleza… En la prosa de Rosa Chacel —tan cuajada de impresiones y reminiscencias— la orientación apolínea —simetría y ritmo— se percibe en la amalgama o correspondencias profundas que se dan entre los diversos elementos que entran a formar parte de la composición; en el rigor semántico —un permanente esfuerzo por sacar a la palabra del «fango del uso», un trabajarla, limarla, ahondar en ella, probar su poder, su capacidad de matizar, evocar o sugerir—; en la exactitud y belleza de algunos títulos que todo lector reconoce como inequívocamente chacelianos. Desde entonces, lo clásico, ya no sólo como «origen primigenio», sino como la propia historia; los autores clásicos, como caudal o fuentes, lejanas y próximas: desde Platón a nuestro fray Luis, desde Alonso Quijano el Bueno a don Miguel el Terrible, desde Góngora y Quevedo a Juan Ramón Jiménez y Rilke, desde san Agustín a Kierkegaard, desde Nietzsche a Ortega, desde Dostoievski, Poe y Baudelaire a Proust, Joyce y Freud.
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