La Historia, diosa tan adorable, tiene hoy día una cooperadora, sirviente halagüeña que le aporta los más incorruptibles frutos de inmortalidad, la cámara, estática o móvil, vertiginosa, en la pantalla. El libro y el cine nos impiden olvidar a los grandes que lucharon y gozaron, queda por historiar el primer combate, el que consistió en forjar el arma, en crearla, no de la nada, sino como se crean los seres vivientes, desprendiéndose de otras vidas ya logradas por pueblos imperiales. Sería preciso estudiar —sé que hay muchos que lo están estudiando— el nacimiento de las palabras cuando todavía no existían, y había que arrancarlas de las madres soberanas, ya exhaustas de haber amamantado tantos cachorros. En un tiempo remoto, en el que malamente se tejían paños para abrigar el cuerpo, un luchador se afanaba en el trance de partear los simples balbuceos del pueblo, sacándolos de las más consagradas entrañas y haciéndoles colear como peces recientes, en los labios de razas multicolores… Valiosos y admirables son los estudios profesorales de esta hazaña, pero un poeta académico, esquivando la lección magistral, lo englobó en tiradas de versos que, sonoramente, van enumerando a todos los capitanes de las huestes de Nebrija, de todos aquellos que, poco a poco, fueron construyendo un ámbito parlante en el que llegó a lucubrar —en sus noches— Cervantes, en el que dio rienda suelta a su alma andante, que sólo tuvo un momento de paz —forzosamente nocturno— con los cabreros. Hoy, después de todo lo que ellos hicieron, no nos queda más que entrar, con amor, en ese clima que nos es dado, y poner la vida misma en mantener su pulcritud, en saber que esa es nuestra única grandeza, nuestro único poder, inagotable, de conquista, ¿Tierras susceptibles de mudanza en el mapa?… Nunca jamás vanidad limitada, sólo inspira un puro deseo la inmensidad de la criatura humana que, uno a uno, oye, entiende y responde.
Desgraciadamente dedicamos mucho tiempo a ese espectáculo que nos ofrece la pequeña pantalla a diario, porque el mundo está lleno de dolor, y no es posible ignorarlo, pero sí es posible contemplar todo lo que nos rodea en esta época, si no feliz podríamos decir acaudalada, porque tiene más riquezas al alcance de la mano como ningún otro siglo tuvo. La belleza del mundo en su ser natural —campos, bosques, ríos y el mar inmensurable—, todo esto fue contemplado y ensalzado por la poesía y los simples cánticos del pueblo, pero hoy tenemos medios de visión incomparables y además se ha descubierto un sentido, una extrema percepción y una —o varias— condiciones que nos llevan al goce desmedido: en primer lugar los medios de locomoción, ¡llamémoslos por sus nombres!, coches, motos, aviones… Dije en primer lugar, pero hay algo que ocupa el primer lugar en esto y en todo, la libertad. ¿Cuándo el hombre ha gozado de su iniciativa, de su elección en oficio, en afectos, en sexo? Es tanto lo que tenemos que parecería suficiente para creernos en el mejor de los mundos y, sin embargo, la realidad es muy otra. ¿Por qué?… Podría decir que averiguarlo es cosa de vida o muerte, sí, en efecto…, pero no sirve ordenar las cosas de casa, como desempolvar y cambiar de lugar… Lo vitalmente necesario es el estudio. Pero no se alarmen los escolares, el estudio exige una previa meditación, es decir, una disposición de ánimo, una seriedad ante lo que nos ayuda a vivir, un convencimiento de que nada de lo bueno fue obtenido gratis, sólo el conocimiento práctico o impráctico, es decir el conocimiento de las ciencias de la naturaleza y, ¡sobre todo!, de la naturaleza humana, el conocimiento de la pura ambición que fue animando el pasado, creando la historia de la cultura como una cadena sin falla, sin solución de continuidad, sin tropiezo… Claro que nuestra historia —digo nuestra— hablando del mundo…, de nuestro mundo que es delicioso si sabemos gozarlo, ¡con mucho cuidado!… De la rectitud de nuestra mente y la habilidad de nuestras manos depende su imprevisible existencia.
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