Rosa Chacel - Astillas

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Astillas reúne un plural conjunto de ensayos y artículos que por diversos motivos no fueron en su día incluidos en los correspondientes tomos de la Obra completa de la autora. Algunos matizan el anterior relato autobiográfico; otros tratan de sus libros, o de temas característicos del pensamiento de Chacel, ahondando en su singular mundo interior; algunos abordan la condición de la mujer y reflexionan sobre nuestro destino; otros hablan de «lo que se ve» o «lo que pasa», y constituyen lúcidas crónicas del presente; y hay también exquisitas piezas que versan sobre escritores u obras con los que ella mantuvo una amistad o afinidad intelectual y estética. Estos textos muy distintos entre sí por su variada temática, procedencia y extensión, iluminan la vida y la obra de Rosa Chacel.

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Creo que carezco de amenidad, la reiteración incansable puede hacerme pesada, pero es, al mismo tiempo, el arraigamiento que me mantiene —algo así como un árbol andante—… Tal vez sea esa mezcla arbitraria la que caracteriza al Caballero de la Mancha, ese contrasentido que parte de él y se reparte por todas estas tierras que nos retienen y nos lanzan.

PRESENCIA I

Parece cosa natural que un autor, aportando la presencia de su madurez, exponga una visión de su obra que defina sus ambiciones logradas, sus anhelos inalcanzables, su visión del mundo, en fin, y su propósito de intervenir en él. Una vez expuesto el corpus de su obra en total, puede muy bien aludir al proceso seguido desde los comienzos y puede suceder que un autor, en su madurez, encuentre difícil dar una idea clara del fruto de su largo trabajo; en consecuencia, puede suceder que sus dificultades parezcan vaguedad, indecisión o inconsistencia, cuando en realidad obedecen a causas bien determinantes, tan enmarañadas que sólo una exégesis minuciosa podría abarcar su número aterrador, calcular la…, no quiero decir inmensidad, cosa que no es numerable, diré multitud de notas que le causa una especie de desfallecimiento, por no saber cómo empezar la cuenta, por titubear ante el orden —¡máximo desorden!— en que ello se produjo.

El autor, que conserva sus haberes caóticamente revueltos, despreocupadamente abandonados a su natural bullicio en el que nada se pierde porque cada entelequia se mantiene por la densidad de su ser y su querer seguir siendo; ese autor, para poder circular, como autor, no tiene más recurso que el marchamo del arte. Quedamos, pues, en ver a ese autor como artista y así la indecisión aparente queda admitida. Pero no se crea ni un momento que esta definición resulte encubridora por su semejanza con el período caótico del arte actual —tan necesitado de defensa ante el ignaro que no sospecha sus causas ni razones—. Yo no hablaba de eso, yo hablaba del gran arte, cuando el gran arte existía y sin embargo era igualmente difícil calibrar los elementos de su génesis. Con este título de artista cualquier autor se atreve a confesar la maraña inextricable, por su enmarañamiento adorable.

Creo que queda bien expuesto el motivo de mi torpeza y quisiera subsanarlo, pero para ver claro tendría que recurrir a los espíritus benignos que se esforzaron en juzgarme, todos ellos críticos altamente autorizados que tienen toda mi gratitud, a los que elaboran magníficas tesis sobre mi obra, a los que calificaron alguna de ellas entre las más magistralmente acatadas.

Puesto que me complace destacar a críticos tan halagüeños, puede parecer que tengo una completa satisfacción de mi obra. No, no la tengo, pero tampoco puedo decir todo lo contrario. Lo justo es que conservo el mismo anhelo, impulso inacallable, vitalmente imprescindible, que me sentencia a seguir labrando la tierra. Hablo, pues, de aquel tiempo en que había que trazar surcos impolutos y arrojar en ellos la pura ambición que germinaría sustentada por la única sustancia que teníamos segura, la lengua materna, que en aquel tiempo nos esmerábamos en afianzar. Tengo que decir qué tiempo era aquel, para que quede a la vista la ocasión gloriosa en que sentíamos lo que era empezar, aquel era el tiempo singular en que la pluralidad de los ánimos tendía al mutuo entendimiento. Con esto voy destacando el comienzo sin definir la conclusión. No había nada que significase llegar al final, nuestra finalidad evidente era no tener fin mientras tuviésemos vida. Aquel tiempo, pues, fue el tan famoso que parece haberse congelado, fijo en su esplendor. En ese tiempo teníamos —unos más, otros menos— el capital infinito de la lengua materna y el mandato —orden naturalmente magistral— era poseerla con todo el poder de su flexibilidad ilimitada. Podría decir que la orden —la moda, el deseo, la gracia, gratuidad de gracia divina— era aceptarla como aventura.

Una vez decidido como propio el ejercicio, quedaba clara la ruta de la profesión, y tengo que recalcar el hecho de que mi inicio profesional fue el juego del lenguaje, no especialmente de la lengua, sino de los juegos en que ella, la lengua, se entrelaza con el silencio. En esa empresa se abismó mi naciente profesión de novelista.

La novela no tiene, como las ciencias o la sociología, grados de conocimiento que van adquiriéndose en las aulas; la novela parece que en cada lengua reflejaría los sucesos que el tiempo va eslabonando y dejaría una descendencia familiar, marcando el sello de cada tierra. Digo expresamente tierra porque hablo del timbre genérico inconfundible. En aquel tiempo nuestro no seguimos en España la alcurnia de nuestros ancestros: grandiosos ejemplares de otros pueblos se impusieron por ser más concordes con la marcha del mundo. Algunos nombres destacados dieron la tónica. Los de mayor dimensión fueron sin duda Proust y Joyce. Yo opté por el segundo, que, coincidiendo con el agustiniano «Ama y haz lo que quieras», afirmaba los grandes impulsos del alma y de la mente, y aparte de eso, la libertad completa. Claro que al intentar —a mis pocos años— una novela, suscité el tema de un amor, pero como mar de fondo; espontáneamente el personaje masculino se impuso en mi mente, embrazando la primera persona, a través de innumerables sucesos, la persona en su mismidad, sin comunicar nada de lo padecido, más exactamente vivido, o pensado… Mi ambición era lograr el transcurso del pensamiento en un hombre que piensa, también ama. Sin explicación ni comentario, deseos e ideas surgen como meros actos, como presencias. Todo ello envolviendo una historia de amor, por tanto los sucesos del que piensa y ama y es amado. Aquí se presenta la máxima arbitrariedad, en los dos concurren los amores y desamores y los dos, él y ella, no tienen nombres. Él es el que habla y hablándose a sí mismo se llama YO y a ella solamente ELLA… En ese nido de silencio irrumpe de pronto el mundo, con sus nombres y sugestiones de otros mundos —es decir, nombres— que arrebatan y despiertan, con ahínco arqueológico, ambiciones que exigen o provocan la escapada, la inmersión en los nombres hasta agotarlos nombrándolos. Luego la vuelta, otra vez inmersión en el silencio. En ese libro de apenas cien páginas agoté lo que significaba oficio, métier, avanzada en la cúspide literaria; claro que no sólo eso: allí crecieron brotes, vástagos atrapados de la filosofía, del trasiego humano, del vaticinio porvenirista, de todo lo que al vivir se iba incorporando, de lo que me hacía sentir en posesión de un lenguaje sagrado, o sea intacto, soberano, exento de servidores, sucediéndose en apariciones que se mantienen y se destruyen entre ellas mismas, creando una actividad de actos voluntarios que jamás se explican entre sí. Jamás el hombre —digo el HOMBRE— se dice a sí mismo voy a hacer; su mente le pone en el acto —posible o imposible— de la pura acción.

De allí me hizo salir el encargo de la biografía de Teresa Mancha, que debía figurar en la colección de «Vidas extraordinarias del siglo XIX», y de allí no pasé a otro libro, sino a otro mundo, a otra orilla más exactamente. El clima novelístico se fundió o se ramificó en numerosos cuentos, temas breves, casi siempre imágenes transformadas en momentos poéticos que admiten la brevedad del relato siempre disimulado, enterrado en un sinfín de sugestiones. Y ahí en ese terreno sí que seguí el aprendizaje de un genio, me sumergí en los cuentos de Poe, que desde mis primeros años en que era devota de Julio Verne adoré la inmensa poesía enramada en la ciencia, plasmada y abismada en la investigación, que abarca el misterio racionalizado, entreverado de la más dura lógica especulativa. En ese universo me mantuve durante años, delineando mis cuentos, que —por circunstancias de nuestro exilio— ocupan el tiempo en que transcurría la adolescencia de mi hijo. Aquí el dato estrictamente íntimo se hace oportuno por lo mucho que aparece en el resto de mis libros la sugestión de lo que entonces primaba en la juventud incipiente, influencia de los cómics: presencia o personificación de los grandes monstruos, temibles o benignos. Esos cuentos quedaron allá en aquellas tierras con fondo de pampa o selva.

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