Si tomáramos el final por el principio, la satisfacción por la exigencia, la saciedad por el hambre, entonces el movimiento y el progreso tampoco serían concebibles más que en el seno de exigencias ficticias, de un hambre provocada por estimulación; y esto es lo que, en verdad, constituye el acicate vital de toda nuestra actual cultura, cuya expresión es – la moda . La moda es un estimulante artificial, que despierta exigencias que no son naturales allí donde no hay otras que sí lo sean: ahora bien, aquello que no surge de exigencias reales es arbitrario, tiránico, incondicionado. De ahí que la moda sea la más inaudita y demencial tiranía que haya surgido nunca de la insensata perturbación de la esencia humana: exige de la naturaleza absoluta obediencia; impone a las exigencias reales una autonegación completa, en aras de otras que son imaginarias; violenta el natural sentido de la belleza que posee el ser humano obligándole a venerar lo feo; mina su salud para inocularle el gusto por la enfermedad; quiebra su fortaleza y su fuerza con el objetivo de que encuentre placer en su debilidad. Donde impere la moda más risible, se encontrará risible a la naturaleza; donde lo haga la artificiosidad más criminal, la exteriorización de la naturaleza parecerá el crimen supremo; donde la locura ocupe el lugar de la verdad, ésta será internada como si fuera una enferma mental.
La esencia de la moda es la uniformidad más absoluta, de la misma manera que su dios es egoísta, asexuado e incapaz de procrear; su actuación es, por tanto, una arbitraria alteración, un cambio innecesario, un nervioso esfuerzo sin orden, y se contrapone a su esencia, que es absolutamente uniforme. Su poder es el poder de la rutina. Pero la rutina (Gewohnheit) es la déspota incontestable de los débiles y los cobardes, de los que, verdaderamente, carecen de exigencia. La rutina es el comunismo del egoísmo, el pertinaz vínculo de conservación del egoísmo comunitario e innecesario; su artificial acicate vital es, justamente, el de la moda.
Así pues, la moda no es una producción artística autónoma, sino sólo una derivación artificial a partir de su antítesis, la naturaleza, única fuente de la que, en el fondo, no tiene más remedio que alimentarse, tal como, por su parte, el lujo de las clases altas se nutre sólo de la apremiante necesidad de sustento de las exigencias vitales naturales de las clases bajas, de las clases trabajadoras. De ahí que la arbitrariedad de la moda no pueda crear tampoco sino a partir de la naturaleza real: a fin de cuentas, todas sus configuraciones, adornos y fiorituras no tienen su imagen primigenia más que en la naturaleza; ella, tal como todo nuestro pensamiento abstracto en sus divagaciones más remotas, no puede, al fin y al cabo, concebir o imaginar algo distinto de lo que, por su esencia primordial, ya existe sensible y formalmente en la naturaleza y en el ser humano. No obstante, su manera de proceder es arrogante, y se separa, de una forma arbitraria, de la naturaleza: ordena y manda allí donde, en verdad, todo ha de obedecer y someterse. Con lo que, en sus configuraciones, no puede representar la naturaleza, sino sólo deformarla; lo único que le es posible es derivar , pero no puede inventar ( Erfinden ), porque, en realidad, inventar no es más que descubrir ( Auffinden ), es simplemente el descubrimiento, el conocimiento de la naturaleza.
El inventar que la moda lleva a cabo es, por lo tanto, mecánico. Dicho inventar se diferencia del artístico en que marcha de desviación en desviación, de un medio a otro, para producir, finalmente, sólo otro medio, la máquina ; por el contrario, el inventar artístico emprende justo el camino inverso, dejando tras de sí un medio tras otro, y prescindiendo de las distintas desviaciones para llegar, por fin, a la fuente de éstas y de aquéllos, a la naturaleza , que de forma comprensiva satisface sus exigencias.
La máquina es, en consecuencia, el frío e implacable benefactor de una humanidad necesitada de lujo. Pero ésta, por medio de la máquina, ha logrado a fin de cuentas que hasta el entendimiento humano sea su súbdito; apartado del anhelo y el descubrimiento artísticos, negado y deshonrado, al final se consume en exquisiteces mecánicas, identificándose con la máquina en vez de hacerlo, en la obra de arte, con la naturaleza.
Así, la exigencia de la moda está en directa contraposición con las exigencias del arte ; pues éstas no pueden existir allí donde la moda es la violenta legisladora de la vida. Los esfuerzos de los artistas entusiastas y solitarios de nuestro tiempo no deberían tener, en verdad, otra meta que la de suscitar tal exigencia necesaria, desde el punto de vista del arte y por su medio: sin embargo, todo ese esfuerzo ha de ser considerado vano y baldío. Lo que al espíritu le es menos posible es despertar exigencias; el ser humano cuenta con medios para satisfacer las realmente existentes, sea donde sea y de forma rápida; pero no para producirlas allí donde la naturaleza ha fracasado, o donde no se han dado las condiciones adecuadas. Por tanto, donde no existe la exigencia de que se dé una obra de arte, ésta es igualmente imposible; sólo el futuro puede otorgamos que ésta surja, y ciertamente gracias a que de la vida brotan las condiciones que ella misma requiere.
El arte puede obtener materia y forma solamente de la vida , de esa vida que es la única que puede ser el origen de la exigencia de arte: allí donde la moda es quien da forma a la vida, allí no puede el arte formar a partir de tal vida. El espíritu que, de modo erróneo, se separa de la necesidad de lo natural, ejerce arbitrariamente, e incluso, en la así llamada vida ordinaria, no arbitrariamente, su deformante influjo sobre la materia y la forma vital, de tal manera que ese espíritu, que a fin de cuentas es infeliz en su separación, y solicita sana alimentación real que proceda de la naturaleza y su reunificación con ella, ya no sabe encontrar, en la actual vida real, materia o forma que le satisfaga. Si en su anhelo de redención se siente impulsado al reconocimiento incondicional de la naturaleza, si sólo puede reconciliarse con ésta en su más fidedigna representación, en la acción sensiblemente presente de la obra de arte, entonces se da cuenta de que esta reconciliación no puede conseguirse mediante el reconocimiento y la representación de lo sensiblemente presente en la actualidad, a saber, de esta vida deformada por la moda. Por ello, y de forma no arbitraria, ha de comportarse de un modo arbitrario en su artístico afán de redención; a la naturaleza, que en una vida sana se le ofrecería con toda espontaneidad, ha de buscarla allí donde sea capaz de percibirla en la menor deformación posible, hasta que ésta sea mínima. No obstante, por todas partes y en todos los tiempos el ser humano le ha puesto a la naturaleza el ropaje – si no de la moda – sí al menos de la costumbre (Sitte) ; ahora bien, la costumbre más natural, la más sencilla, noble y hermosa es, desde luego, la de la mínima deformación de la naturaleza, que es el ropaje humano más adecuado: la imitación, la representación de esta costumbre – sin la que el artista moderno no sería capaz de representar de nuevo, desde sitio alguno, a la naturaleza – es no obstante, frente a la vida actual, una forma de proceder arbitraria, insalvablemente dominada por la intención; y aquello que, con el más ímprobo esfuerzo, fue creado y formado siguiendo a la naturaleza aparece, tan pronto como se presenta ante la vida pública del presente, o como incomprensible, o, una vez más, como una nueva moda inventada.
En verdad, a los esfuerzos en favor de la naturaleza en el seno de la vida moderna, y en antítesis con ella, sólo hemos de agradecerles su amaneramiento y sus constantes y frenéticos cambios. Ahora bien, en ese amaneramiento se ha vuelto a revelar, de forma no arbitraria, la esencia de la moda; sin hallarse en conexión necesaria con la vida, el amaneramiento se introduce en el arte de un modo tan determinante y arbitrario como la moda lo hace en la vida; se funde y se fusiona con la moda, y con su mismo poder domina la totalidad de corrientes artísticas que están vigentes. Junto a su seriedad también se pone – con casi no menor necesidad – en el más absoluto de los ridículos; y además de la Antigüedad, el Renacimiento y la Edad Media, también el Rococó, las costumbres y formas de vestir de las tribus salvajes de países recientemente descubiertos, así como la moda originaria de los chinos y los japoneses, se apoderan más o menos por momentos, en cuanto amaneramientos, de todas nuestras modalidades artísticas; en efecto, el muy variable amaneramiento del momento actual coloca el fanatismo de las sectas religiosas frente al mundo del teatro de la alta sociedad, que en lo que atañe a religión es de lo más indiferente; sitúa la ingenuidad de los campesinos suabos frente a la lujosa artificiosidad del mundo de nuestra moda, y lleva la necesidad del proletario hambriento ante los dioses bien cebados de nuestra industria, sin obtener mayor efecto que el de una estimulación insuficiente.
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