Santiago Sánchez Suárez - Amores, miradas y cuentos de la traza

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Amores, miradas y cuentos de la traza: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro recoge treinta y cinco relatos, divididos en tres bloques totalmente diferentes, reconocibles en el título del libro y separados en el interior.
"Amores" expone al lector en quince visiones, un muestrario de situaciones en las que el amor puede ser trágico, o misterioso, o cínico o, incluso, terrorífico, pero siempre tomando tal amor como sentimiento que mueve vida y da razón de ser a existencias no siempre bien paradas en la sociedad actual.
"Miradas", pretende ser un retrato variado de una sociedad actual, cuyos paradigmas se ponen en cuestión. Relatos que pretenden reflejar los temores, incertidumbres o descontentos sobre la economía, el terrorismo o la religión.
En «Cuentos de la traza», el autor realiza una recopilación de relatos nacidos en el exilio profesional de quien se expatria y trabaja fuera de su entorno para servir rendidamente al ferrocarril, ya que «traza» es la denominación de «vía de tren» en el argot ferroviario.
En su conjunto, el libro pretende hacerse cercano, ameno y digerible.

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Esto es una muestra de lo que le pasó a un valiente que le dio un disgusto a D. Sixto. Tenemos a tu putita en el bar. Está cerrado, pero llama tres veces y te abriremos. D. Sixto quiere saber si tienes cojones.

Manuela quería leer a su vez en el rostro de Bernardo, pero solo vio cómo la cara enrojecía y las lágrimas pugnaban por salir a la calle. Sin cerrar la puerta, entró a la habitación y comenzó a vestirse. Manuela vio cómo, en un santiamén, Bernardo estaba ya en el umbral pidiéndole paso. Ella se apartó y le vio marchar. En su mandil llevaba la propina que un tal emisario de D. Sixto le había dado por su colaboración mensajera, y, una vez cumplida su misión, se fue de nuevo cerrando previamente la puerta de la habitación que Bernardo había dejado totalmente abierta.

—Huelo a sangre —dijo tristemente y pensó en Bernardo y la Rosarito.

El bar del Cipri tenía el cierre metálico echado, tanto en la puerta como en la única ventana, pero Bernardo, siguiendo las instrucciones del papel recibido, golpeó primero con el puño. Tres veces. Después a patadas cuando la cancela no se movía. A partir del tercer puntapié y el segundo grito, el cierre empezó a subirse. La puerta de entrada al establecimiento estaba ya abierta de antemano y las luces encendidas. Bernardo entró, no rápido, pero sí tenso y allí estaba su Rosarito.

No estaba sola, claro, era de esperar. El mensaje decía que hasta que él no se presentara la Rosarito estaría retenida. Bernardo vio que no solo estaba retenida. La desnudez de la muchacha relucía a la luz de las bombillas. La Rosarito le miraba ansiosa, sentada en una silla, desnuda, protegiéndose los pechos con una mano y con la otra intentando ocultar intimidades más o menos visibles a través de las piernas cruzadas. Había gente en el local. Cinco tíos. Bernardo se dio cuenta de dos de ellos que se pusieron a su espalda cuando entró. Se volvió y les dijo:

—No os preocupéis que no voy a huir.

—No esperaba menos —dijo el hombre con sombrero que estaba acodado en el mostrador y le mostraba la espalda—. Un valiente nunca huye y menos si está en juego la seguridad de su querida, ¿verdad, chicos?

—Claro, claro, D. Sixto.

—Sí, D. Sixto.

Los cuatro tipos, dos a la espalda de Bernardo y los otros dos a los lados de la Rosarito asentían servilmente.

—Vamos a ver, desgraciao. —El hombre con sombrero se había vuelto y le miraba fijamente con una semisonrisa amenazadora—. ¿Es por esta jodida furcia que tú has matado a mi empleado?

Bernardo guarda un silencio tenso y no responde.

—¿Es por esta puta que has matado a mi hombre de confianza? —D. Sixto enrojece. No es como D. Lucio el Padrecito.

—¡Cabrón! —escupe Bernardo.

—¿Qué has dicho? —Un silencio denso. El tipo con sombrero se dirige a uno de los suyos.

—Julián, ¿te gusta la tía?

—Pues claro, D. Sixto, ¿a quién no?

—Venga, tíratela a ver si el valiente te rompe el cuello.

El tal Julián deja su puesto a la retaguardia de Bernardo y se acerca a la Rosarito. Bernardo no quita ojo. A mitad de camino se oye:

—Dígale a ese andrajoso que deje a la mujer o… —Y mira con odio al hombre del sombrero, al tal Sixto, sin don.

—Tienes razón. —El hombre del sombrero sonríe de forma aviesa—. Dejaremos a la mujer. ¡A ver, sacad a la puta de aquí ahora mismo, tal como está!

—¿En pelota viva? —La voz del sicario se muestra extrañada.

—No le pasará nada. Conoce donde está la habitación del chulo este, ¿no, chulo de mierda? —La voz de D. Sixto sube un par de tonos hasta el nivel de ironía amenazante.

Bernardo no aguanta más y se dirige a él con voz resuelta.

—No consiento que la humilles más, so cabrón, ¿me has entendido? ¡Me importan una mierda tus pendejos y te voy a sacar los ojos ahora mismo!

Solo dos pasos hacia delante y todo se pone en movimiento, menos D. Sixto. Los de vanguardia y retaguardia se lanzan sobre Bernardo navaja en ristre. La Rosarito sale huyendo desnuda y gritando despavorida angustiosos gritos:

—¡Auxilio, que me lo matan! —El vecindario guarda silencio mientras la mujer grita y llora histérica.

Dentro del bar, el drama sube de intensidad y deja de serlo para convertirse en tragedia. A Bernardo le empiezan a salir regueros de sangre manando de los diversos pinchazos que está recibiendo.

A pesar de todo, Bernardo llega a ponerse frente al Sixto, mirándole retador. Recibe una puñalada en los riñones. Se tambalea.

D. Sixto observa cómo cae Bernardo a sus pies.

—Pues sí que era valiente el pringao —murmura.

—¿Le cortamos la oreja, D. Sixto?

—No, dejadle morir. Vámonos.

Tendido en el suelo, Bernardo intenta tapar las heridas, pero nota cómo se le va la vida en los chorros. No se rinde, pero se ve débil. Intenta levantarse, pero solo la cabeza alza nivel. Ve que la Rosarito no está. Sonríe. Suspira.

Con la cabeza levantada, con orgullo, grita:

—¡Muero por ti, Rosarito, te amo!

Con el último suspiro notó que toda su vida tuvo sentido. Conciencia tranquila y el nombre de Rosarito fueron sus últimas sensaciones antes de dejar este mundo.

Murió solo. Ni D. Sixto ni sus rufianes estaban ya, pero Bernardo, sin tener conciencia de ello, les regaló una sonrisa extraña. La de morir satisfecho.

EL HOMBRE QUE LEYÓ POESÍA COTIDIANA EN EL DÍA EQUIVOCADO

I

Confieso que soy un hombre vulgar de ojos tristes. La verdad es que, en la situación en que estoy, no sé si ser como soy es interesante o tiene algo que ver con lo que sucedió, lo que sucede a causa de lo que sucedió y lo que, previsiblemente, sucederá si algo no remedia lo que sucede.

Me llamo Alfredo, y… ¡bah! ¿Qué importa eso ahora? Lo importante para mí es responder a la pregunta de por qué se me ocurriría ir aquel día a leer un librito de poesía que me habían regalado y saborear un café irlandés en el pub aquel, tan oscuro, tan conspirador…

Estoy convencido de que hay cosas ajenas a nosotros muy misteriosas, que nos dirigen y, sin explicar por qué, hacen que actuemos de forma rara, inusual, de modo y manera que el mundo se pare o ralentice, o que vengan mujeres de ojos brillantes y nos cautiven o, peor aún, que vengan hombres que piensen que tú sobras en este mundo y te quieran hacer desaparecer.

Todo pasó en un día… creo que era lunes, sí, lunes, porque los días siguientes a festivos no aguanto mucho en la oficina y me salto un poquito el horario saliendo un rato antes, no mucho, ya que mi jefe, José Luis, aunque lo sabe y acepta, me mira a veces un poco atravesado. Es que le he dicho que sufro de indolencia posdominguera y necesito adaptar paulatinamente el espíritu a la semana laboral que se avecina. Se rio entre dientes cuando se lo dije por vez primera, y de vez en cuando me lo restriega cuando quiere que me quede más tiempo a trabajar. Típico de los jefes, que te dan dos, pero te piden diez.

El caso es que ese día, lunes, yo caminaba lentamente por una calle céntrica, hombre libre, sintiendo pereza de entrar en casa a pesar del fresquito de un febrero, demediado entre un invierno moribundo y una primavera con ganas de nacer… Vamos, casi feliz podría decirse. Saboreaba caminar solo, pensando en naderías sin importancia, sentir la soledad como algo atractivo, una compañía a mi lado. Creo que es obvio que en mi casa no me espera nadie, salvo mis libros y la tarea de resolver la cena.

Andando iba yo tan campante, cuando aparqué mi vista en un llamativo comercio donde, en el escaparate, se mezclaban libros, parafernalia relacionada con escritorio, papelería y todo un enjambre de propuestas para el consumo editorial de moda. Luminoso y atractivo el escaparate, de verdad. Miré, interesado, los libros. Lástima. La sensación frustrante de que lo expuesto en el escaparate era pura y simplemente basura encuadernada, puso en marcha un desasosiego que me pedía a gritos entrar, ver si sería dentro donde alguna perla perdida me guiñara un ojo, acariciar un par de lomos de volumen comercial descaradamente procaz, intentar abrir con delicadeza la mitad de tal libro a la mitad de profundidad y leer en vertical, rápidamente, los finales de las frases.

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