Santiago Sánchez Suárez - Amores, miradas y cuentos de la traza

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Amores, miradas y cuentos de la traza: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro recoge treinta y cinco relatos, divididos en tres bloques totalmente diferentes, reconocibles en el título del libro y separados en el interior.
"Amores" expone al lector en quince visiones, un muestrario de situaciones en las que el amor puede ser trágico, o misterioso, o cínico o, incluso, terrorífico, pero siempre tomando tal amor como sentimiento que mueve vida y da razón de ser a existencias no siempre bien paradas en la sociedad actual.
"Miradas", pretende ser un retrato variado de una sociedad actual, cuyos paradigmas se ponen en cuestión. Relatos que pretenden reflejar los temores, incertidumbres o descontentos sobre la economía, el terrorismo o la religión.
En «Cuentos de la traza», el autor realiza una recopilación de relatos nacidos en el exilio profesional de quien se expatria y trabaja fuera de su entorno para servir rendidamente al ferrocarril, ya que «traza» es la denominación de «vía de tren» en el argot ferroviario.
En su conjunto, el libro pretende hacerse cercano, ameno y digerible.

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—Mira, Bernardo. —Y el humo del puro en boca del jefe formaba nube grisácea entre los dos—. Lo que te encargo es delicado.

—Sí, D. Lucio, lo sé y estoy a sus órdenes.

—Ya he visto cómo te bandeas con las chicas, y te felicito. No va a ser fácil sustituirte, pero la tarea que te voy a encomendar requiere un par de cojones y tú andas sobrado. ¿No?

—D. Lucio, usted sabe cómo tratar a las personas. —Aquí, la voz de Bernardo suena casi agradecida. Nunca había oído que alguien le reconociera la labor realizada, excepto en esta ocasión. Daría todo lo que fuera preciso por cumplir su nueva tarea.

—Vas a tener que viajar bastante. Los encargos son numerosos, ¿sabes? En época de crisis como esta, sube el número de okupas, baja mucho el número de buenos pagadores y se incrementan los niveles de corruptelas, así que, incluyendo las venganzas por adulterios conocidos o intuidos, hay quien considera oportuno llamarnos para presionar un poco, ya me entiendes.

—Sí, D. Lucio, lo sé y estoy a lo que me mande.

El nuevo trabajo le gustó desde el principio porque le permitió, no solo beber mucho en cantidad y calidad, sino conocer sitios de su país, que nunca imaginó que existieran.

En Asturias saboreó fabadas y cachopos en los dos días de estancia que disfrutó, justo el tiempo que le llevó analizar el terreno y dar aviso al dueño del restaurante de que le pasaría lo mismo que a su coche si no cumplía decentemente con sus deudas y deudores. El automóvil quedó para el desguace. El asturianín prometió que no habría problemas y Bernardo, a solas, se bebió la mejor sidra para celebrarlo.

Pudo disfrutar también la sobrasada mallorquina mojada con un buen vino rosado de la tierra, aunque esta vez hubo de emplearse a fondo en su cometido, porque el hotelero tenía guardaespaldas y no le fue fácil cogerle a solas.

Visitó Cataluña y pudo probar los calçots, después de dar unos toques a un concejal corrupto que hizo trampas en ciertos contratos prevaricadores, en los que había intereses contrapuestos con varias empresas del ramo, de las cuales una era la que pagó a D. Lucio por darle cera al concejal. Degustó la sabrosísima paella en Gandía después de partirle la cara al amante de una mujer, a cuenta de su marido celoso. ¡Y para qué hablar del exquisito cochinillo segoviano que se metió entre pecho y espalda, después de sobar a tope los morros del industrial que no saldaba sus deudas!

Aquel fue el período en la vida de Bernardo en que se convirtió en un auténtico tío malo. Sí, un verdadero tío malo, aunque mucho más viajado y mucho menos pobre. Entre faena y faena se pasaba el día en el antro del Cipri, sentado tranquilamente y observando desde el amplio ventanal que daba a la calle cómo sus antiguas muchachas paseaban al anochecer sus encantos y adornaban las esquinas.

El vinillo caro era ahora su distracción y tanta copa de Ribera le levantaba no solo el espíritu sino la libido, sobre todo cuando veía a la Rosarito ejercer el oficio con tanta aplicación y gracia profesional, que parecía la diosa Venus en persona mientras sonreía a los transeúntes con picardía y mostraba, sin querer queriendo, los pechos exuberantes y prometedores.

Fue en esa época que el tío malo que Bernardo era y la Rosarito hicieron intimidad y él se adornaba ante ella refiriendo orgulloso sucesos de su oficio; le relataba cómo los pacientes a los que aplicaba su medicina gemían al compás de los golpes que él les propinaba. Incluso le llegó a explicar con detalle cómo a un pobre desgraciado le rompió la columna y le dejó tullido para siempre.

Una vez, en el bar y ante la tercera copa de un Rueda blanco y afrutado, le confesó que le gustaba ese trabajo, que disfrutaba pegando porque era su particular venganza por el trato recibido hasta entonces, por parte de una sociedad que, cuando no le ignoraba, lo despreciaba a secas y sin disimulo.

Cuando contó aquello, la Rosarito le estaba mirando fijo. Sin decir palabra, le retiró la copa a medio vaciar y la puso velozmente en el mostrador ante la mirada atónita del hombre que quería demostrar, con orgullo y vanidad, el tamaño de su venganza rencorosa, mostrando así mismo tanto su actitud como su operatividad profesional.

Cuando la Rosarito volvió a su lado le dijo:

—Anda, ven, desgraciao, que me parece que te sobra mala leche y te falta un buen polvo.

Y sí, en esa época Bernardo y la Rosarito empezaron a frecuentar la pensión de la tía Manuela; allí, en la habitación de Bernardo, ella le desahogaba sentimental y sexualmente de forma altruista y sin previo o posterior pago.

A partir de entonces fue que Bernardo quiso ensanchar horizonte añadiendo a la Rosarito en su paisaje. Esa inclusión le hizo ver que necesitaba más dinero, por lo que solicitó a D. Lucio trabajo de mayor riesgo y mejor remuneración, mejor pagado, para entendernos. D. Lucio le miró de arriba abajo y le interrogó para saber hasta dónde estaba dispuesto a asumir riesgos. Vamos, que hasta dónde estaría dispuesto a llegar para obtener ganancias más sustanciosas. Bernardo solamente le dijo que se ponía a la disposición para cualquier cosa que se le encomendara, pero que quería, necesitaba, parné para que la Rosarito no estuviese en la jodida esquina cada tarde-noche durante mucho tiempo más.

D. Lucio dejó pasar un rato de silencio, encendió de nuevo el puro que tenía en la boca, y, exhalando el primer humo, le dedicó una sonrisa.

—Mañana tendrás una respuesta, Bernardo. Ven a verme a eso de las doce y tomamos juntos un vinillo que me han traído de Italia.

Inmediatamente después de ese «ven a verme», el tiempo se ralentizó en exceso para Bernardo. Por la mañana ni se acercó al bar del Cipri, y esperó la hora del mediodía acicalándose a fondo. Era un privilegio compartir con D. Lucio el Padrecito un aperitivo regado con buen vino.

A las doce en punto llamaba a la puerta del despacho. Iba guapetón, bien aseado y oliendo a la colonia que la Rosarito le había regalado no hace mucho.

—Pasa, pasa, Bernardo —oyó después de llamar a la puerta.

Pasó y observó apocado el despacho. En la mesa auxiliar, un plato con triángulos de queso. Al lado, dos copas terciadas de un vino casi negro.

—Ea, siéntate, que ahora estoy contigo —dijo con voz acogedora.

—Gracias, D. Lucio. —Y en ese momento Bernardo piensa que daría la vida por este hombre que le trata con tanta estima.

—Escucha, Bernardito —dijo con tono totalmente paternal—, gracias a tu dedicación has podido ver cómo se puede prosperar en este barrio. Pero ten cuidado. La ambición puede cegar.

—Sí, D. Lucio, pero la Rosarito merece una vida mejor.

—Contigo, claro.

—Conmigo, sí.

Después de la declaración de intenciones de Bernardo, un minuto de silencio.

Un trago pequeño de vino y Bernardo adopta el tono más elocuente de que es capaz.

—Mire —empezó diciendo—, yo estoy contento con la misión que usted me ha encomendado hasta ahora y me he volcado en resolver a plena satisfacción suya los encargos recibidos.

—Lo sé y te lo reconozco, Bernardo. —D. Lucio miraba atentamente a su empleado mientras desmenuzaba lentamente en pedacitos un triángulo de queso del plato que había en la mesa.

—Gracias, patrón. —Ahora Bernardo estaba lanzado—. Pero yo quiero sacar a la Rosarito de la calle. Los dos necesitamos un hogar y no una pensión, y para eso se necesitan euros. Yo le pido que me dé la oportunidad de ganar más de lo que saco ahora. Por la Rosarito hago yo lo que usted me vaya a pedir.

—¿Te importaría entrar en el terreno de los chutes, pinchazos y rayas?

—No me gustaría, pero si me lo pide, lo haré.

—A mí tampoco me gusta; ya sabes que lo máximo que permito es el porro, pero verás: tengo un asunto problemático. —Una pausa, un trago lento del vino italiano, un chasquido de lengua paladeándolo—. Ha venido gente nueva al barrio. Gente nueva y ambiciosa. Me ha surgido un competidor peligroso. Es un tipo que ahora controla parte de la Cañada Real, ya sabes, ese nido de mercaderes de droga mala.

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