Rex Stout
Los Amores De Goodwin
The Silent Speaker, 1946
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra
Argyle (Leo): Hombre de negocios y de generosos sentimientos.
Archie Goodwin: Secretario y auxiliar de Nero Wolfe.
Ash: Inspector afecto a la Brigada de Homicidios.
Bill Gore: Agente a sueldo de Nero Wolfe.
Boone (Cheney): Director de la Oficina del Gobierno para la Regulación de Precios.
Boone (Nina): Sobrina del anterior.
Boone (Mistress): Esposa de Cheney.
Brenner (Fritz): Cocinero y mayordomo de Wolfe.
Breslow: Miembro de la Asociación Industrial Nacional.
Cramer: Jefe de la Brigada de Homicidios.
Del Bascom: Director de una agencia de detectives.
Dexter (Salomón): Director sustituto de la Oficina de Regulación de Precios.
Erskine (Frank Thomas): Presidente de la Asociación Industrial Nacional (A.I.N.).
Erskine (Ed): Hijo del anterior.
Gunther (Phoebe): Secretaria de confianza del asesinado Cheney Boone.
Harding (Hattie): Directora adjunta de Relaciones Exteriores de la A.I.N.
Hombert: Inspector de policía.
Kates (Alger): Miembro de la Oficina de Regulación de Precios.
Lon Cohen: Periodista de la “Gazette”.
O’Neill (Don): Presidente de la firma “O’Neill y Warder” y miembro también de la A.I.N.
Panzer (Saúl): Auxiliar a sueldo de Nero Wolfe.
Quayle: Agente de policía.
Rowcliffe: Teniente de policía.
Skinner: Fiscal del distrito.
Spero: Elemento destacado del F.B.I.
Stebbins (Purley): Sargento de policía.
Travis: Agente del F.B.I.
Vollmer: Medico y amigo intimo de Wolfe.
Warder: Vicepresidente de la firma “O’Neill y Warder”.
Winterhoff: Importante miembro de la A.I.N.
Wolfe (Nero): Sagaz detective privado, protagonista de esta novela.
Nero Wolfe estaba arrellanado en su gigantesca silla detrás de la mesa de despacho. Con los ojos semicerrados me dijo con un susurro:
– Es interesante que los miembros de la Asociación Nacional de industrias, presentes en la cena de la última noche, representen en conjunto un capital de unos treinta billones de dólares…
Acabé de poner en orden los papeles de la caja fuerte, dejé el talonario de cheques en su sitio, cerré la puerta del arca, di la vuelta a la combinación y volví bostezando a mi mesa.
– Cierto, señor -convine con aburrimiento-. Y tampoco es ninguna tontería el hecho de que las poblaciones prehistóricas edificaran más túmulos en el estado de Ohio que en ningún otro del país. En mi infancia…
– Cállese -dijo Wolfe.
Acepté esta indicación sin resentimiento alguno, primero porque no faltaba mucho para medianoche y me sentía soñoliento y luego porque era verosímil que existiese alguna relación entre la observación que él había formulado y nuestra conversación anterior, cosa que no podía decirse de la que había expresado yo. Habíamos estado hablando del saldo del Banco, de los ahorros para pagar los impuestos, de las facturas y cargas próximas, una de las cuales era mi sueldo, y de asuntos afines a éstos. Después de haber bostezado yo otras tres veces, Wolfe me dijo súbita y enérgicamente:
– Archie, saque su cuaderno de notas. Voy a darle instrucciones para mañana.
En dos minutos consiguió desvelarme por completo. Cuando hubimos terminado y me fui al piso de arriba a acostarme, tenía tan impreso en la mente el programa del día siguiente, que estuve revolviéndome en la cama por lo menos, por lo menos medio minuto, antes de que el sueño se apoderase de mí.
Aquel día había sido un miércoles de finales del más cálido mes de marzo de la historia de Nueva York. El jueves fue aún más caluroso y ni siquiera me puse sobretodo cuando salí de nuestra casa, situada en la calle 35 Oeste, y fui al garaje en busca del coche. Iba bien pertrechado y provisto para enfrentarme con todas las contingencias. En la cartera llevaba provisión de tarjetas que rezaban:
ARCHIE GOODWIN
Colaborador de Nero Wolfe
Calle 35 Oeste, n.º 922 Teléfono: Proctor 5-500
Y en el bolsillo de la chaqueta, junto con los encargos acostumbrados, traía informaciones especiales, que acallaba de elaborar en mi máquina de escribir. Iban escritas en una hoja de memorándum donde se hacía constar que procedían de Archie Goodwin para Nero Wolfe. Decían así: «El inspector Cramer está de acuerdo en la inspección de la habitación del Waldorf. Más tarde informaré por teléfono».
Como quiera que había salido temprano de casa y la oficina de la Brigada de Homicidios, en la calle 20, distaba solamente una milla, era poco más de las nueve y media cuando fui recibido en un despacho de ella y me acomodé delante de una vieja mesa. El hombre que estaba sentado en una silla giratoria, al otro lado de la mesa, mirando con rostro ceñudo unos papeles, era de cara redonda y colorada, ojos hundidos y grisáceos y orejitas delicadas y pegadas al cráneo. Al sentarme en la silla, transfirió la mirada ceñuda a mi persona y gruñó:
– Estoy muy ocupado. -Y mirándome la corbata, observó-: ¿Se ha figurado usted que estamos en Pascua?
– No sé que haya ninguna ley -dije altivamente- que prohíba que un hombre se compre una camisa y una corbata. Sea lo que sea, voy disfrazado de policía. Comprendo que esté usted ocupado y no quiero hacerle perder tiempo. Quiero pedirle un favor, un gran favor. No para mí: Ya me doy cuenta de que si yo estuviese bloqueado por las llamas en un edificio, usted acudiría con un bidón de gasolina. Es para Nero Wolfe, que quiere que me autorice usted a inspeccionar la habitación del hotel Waldorf donde Cheney Boone fue asesinado el martes por la noche. Quizá habrá también que sacar fotografías.
El inspector Cramer apartó la vista de mi corbata y la fijó en mí.
– Dios mío -dijo luego con amargura-. ¡Cómo si este caso no estuviese ya bastante embrollado! Lo único que faltaba para convertirlo en una mascarada era Nero Wolfe, y hete aquí como aparece. -Se frotó la mandíbula y mirándome ásperamente, preguntó-: ¿Quién les paga a ustedes?
– No tengo noticia de ello -dije moviendo negativamente la cabeza-. Por lo que sé, se trata exclusivamente de la curiosidad científica del señor Wolfe. Se interesa por el crimen…
– Ya me ha oído lo que le he preguntado: ¿Quién les paga?
– No, no -dije con acento apenado-. Ábrame usted en canal, llévese mi corazón al laboratorio para que lo examinen y en él encontrará usted escrito…
– ¡Basta ya! -gruñó él, volviendo a sumergirse en los papeles.
– Ciertamente, inspector -dije poniéndome en pie-, reconozco que está usted ocupado, pero el señor Wolfe agradecería mucho que me diese usted permiso para examinar…
– ¡Rábanos! -contestó él sin levantar los oíos-. No necesita usted permiso alguno para hacerlo y sabe usted ya demasiado bien que no lo necesita. Es la primera vez que Wolfe se preocupa de solicitar a la autoridad algo que desee hacer. Si tuviera tiempo, trataría de imaginar lo que anda persiguiendo, pero ahora estoy demasiado ocupado. Basta.
– ¡Uf, qué malpensado! -suspiré al dirigirme a la puerta-. Sospechas, siempre sospechas… ¡Qué mala vida se debe dar usted!
Johnny Darst era, por el aspecto, el traje y las maneras el tipo más alejado de lo que ustedes consideran, el empleado de hotel característico. Se le podría haber tomado por vicepresidente de una Compañía o por mayordomo de un club de golf. Estaba mirándome atentamente en la habitación del hotel, más parecida a una jaula de grillos que a una alcoba, por el tamaño, mientras yo examinaba la topografía, los ángulos y los muebles, que consistían en una mesita, un espejo y unas cuantas sillas. Como Johnny no tenía nada de tonto, me abstuve de darle la impresión de que yo estaba realizando algún trabajo abstruso.
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