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Rex Stout: Los Amores De Goodwin

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Rex Stout Los Amores De Goodwin

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Cuando un poderoso representante gubernamental de la O.R.P. (Oficina de Regulación de Precios) está preparándose para hablar ante un grupo de millonarios pertenecientes a la A.I.N. (Asociación Industrial Nacional) muere asesinado. El mundo de los negocios se tambalea ante las sospechas vertidas sobre los magnates asistentes a la conferencia. La A.I.N. exige que se encuentre al asesino y Nero Wolfe decide hacerse cargo del caso.

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– También yo seré franca -dijo ella sonriendo igualmente-. Mire usted, señor Goodwin. Ya comprenderá usted que todo este asunto es de la máxima incomodidad para nuestra Asociación. Nuestro invitado, el personaje que tenía que pronunciar el discurso principal en el banquete, el director de la Oficina de Regulación de Precios, fue asesinado en el momento de comenzar la cena. Me encuentro en una situación muy violenta. Aun cuando mi oficina haya desarrollado la labor más eficaz que se recuerda en los últimos diez años en el empeño de promover unas buenas relaciones públicas, todos estos esfuerzos pueden quedar aniquilados por obra de un suceso que ocurrió en diez segundos. No hay…

– ¿Cómo sabe usted que ocurrió en diez segundos?

– Hombre… debió… quizás -dijo parpadeando.

– No está demostrado -dije en tono trivial-. Le golpearon cuatro veces en la cabeza con una llave inglesa. Claro está que los golpes pudieron darse dentro del término de diez segundos. O quizá el asesino le golpeó una vez y le dejó sin sentido, descansó un rato, volvió a golpearle, descansó otro rato, le golpeó por tercera vez…

– ¿Qué se propone usted? -saltó ella-. ¿Que me coja el toro?

– No, lo que quiero es darle a entender lo que es una investigación criminal. Si hubiera formulado usted esa observación ante la policía, eso de que ocurrió en diez segundos, estaba usted perdida. A mí, claro, me entra por un oído y me sale por el otro, y además no me importa nada, porque he venido sólo a conseguir lo que me ha mandado el señor Wolfe. Le agradeceríamos mucho que nos proporcionase usted esa lista.

Tenía un discurso en el disparadero, pero me interrumpí al verla cubrirse la cara con las manos. Pensé que iba a echarse a llorar desesperada por el crepúsculo de la oficina de Relaciones Públicas, pero todo lo que hizo fue oprimirse los ojos con las palmas de las manos y dejarlas puestas sobre ellas. Era el momento para echar en el suelo la nota que traía y así lo hice. Estuvo con las manos en los ojos el tiempo bastante para que yo dejase caer un mazo entero de notas. Cuando descubrió los ojos, éstos aparecieron con la misma expresión de suficiencia que había observado al entrar.

– Perdone -dijo-, pero no he dormido en dos noches y estoy hecha una ruina. Tendré que rogarle que se retire. Tengo que asistir a otra conferencia en el despacho del señor Erskine para tratar de este terrible asunto. Empieza dentro de diez minutos y tengo que prepararme para ella. De todos modos, ya comprende usted que no puedo facilitarle la lista sin aprobación de mis superiores. Por lo demás, si el señor Wolfe está en relaciones tan estrechas con la policía como dice la gente, ¿por qué no se la proporcionan ellos? Usted hablaba de si se explicaba bien; fíjese en las cosas que estoy diciendo. Dígame una cosa. Espero que me lo aclare usted: ¿Quién ha encargado al señor Wolfe de ocuparse en este asunto?

Moví negativamente la cabeza y me puse en pie.

– Me encuentro en el mismo brete que usted, señorita Harding. Tampoco puedo tomar determinación alguna de importancia, tal como contestar a una sencilla pregunta sin la aprobación de mis superiores. ¿Qué le parecería un trueque de ambos favores? Yo le preguntare al señor Wolfe si puedo contestar a su pregunta, y usted pediré al señor Erskine si puede facilitarme la lista. Que tenga usted éxito en la conferencia.

Nos estrechamos las manos y yo crucé rápidamente las alfombras, sin preocuparme de que la señorita Harding encontrase la nota a tiempo de recogerla y entregármela.

El tráfico urbano del mediodía era de una congestión tan grande que, aun atajando para llegar a la calle 35 Oeste, no conseguí moverme con libertad en todo el camino. Paré el coche delante de la vieja casa de piedra, propiedad de Nero Wolfe, donde yo había vivido durante diez años, subí las escaleras y traté de abrir con mi llave, pero advertí que el pestillo estaba echado y tuve que llamar con la campanilla. Fritz Brenner, nuestro cocinero, mayordomo y criado, vino, me abrió y después de informarme de que había buenas perspectivas de cobrar el sábado, me dirigí a través del vestíbulo al despacho. Wolfe estaba sentado ante su mesa leyendo un libro. Aquel era el único sitio donde se sentía realmente cómodo. Había en la casa otras sillas hechas de encargo, de anchura y profundidad especiales y con garantía de soportar ciento cincuenta kilos de peso. Una estaba en su alcoba, otra en la cocina, otra en el comedor, otra en el invernadero, donde crecían las orquídeas, y otra en el despacho, presidido por un globo terráqueo de medio metro de diámetro y las estanterías de la biblioteca. Sin embargo, donde él se acomodaba noche y día era en la de su mesa.

Según acostumbraba, Wolfe no levantó la vista cuando entré. Y como acostumbraba yo, no hice el menor caso de que él no me hiciera caso.

– Ya están lanzados los anzuelos -dije-. Probablemente en este mismo instante las emisoras de radio están anunciando que Nero Wolfe, el máximo detective particular cuando tiene ganas de trabajar, cosa que no ocurre a menudo, se ha hecho cargo del caso Boone. ¿Quiere usted que conecte la radio?

Terminó de leer un párrafo, dobló una página y dejó el libro.

– No -respondió-. Es hora de almorzar. -Y mirándome añadió-: Se ha dejado usted ver mucho. Ha telefoneado el señor Cramer. El señor Travis del F.B.I. ha telefoneado también. También ha llamado el señor Rhode, del Waldorf. Como parecía probable que alguno de ellos viniese acá, le mandé a Fritz echar el pestillo de la puerta.

Aquellas fueron las únicas novedades del momento, y aun de la hora, o cosa así, que transcurrió hasta que Fritz anuncio el almuerzo. Aquel día la minuta consistía en pasteles de avena con lomo de cerdo, seguidos a su vez de pasteles de avena con miel. El ritmo de Fritz para servir los pasteles de avena era admirable. En el preciso momento en que uno de nosotros acababa de consumir el undécimo pastel, entraba el duodécimo, y así sucesivamente.

Capítulo VI

El pez que veníamos esperando pescar no picó hasta la mañana del viernes. Todo lo que ocurrió en la tarde del jueves fue un par de visitas inesperadas: la de Cramer y la de G. G. Spero. Como Wolfe me había dicho que no les dejase pasar, se fueron sin franquear el umbral. Para darles a ustedes idea de lo seguro que estaba yo de que el pez picaría tarde o temprano, me tomé la molestia, durante la tarde y la noche del viernes, de sacar un extracto a máquina de las noticias que tenía yo del caso Boone, obteniéndolas de los periódicos y de una conversación que había tenido el miércoles con el sargento Purley Stebbins. Acabo de leer este informe una vez más y he decidido no transcribirlo «in extenso», sino hacerlo sólo con los puntos culminantes.

Cheney Boone, director de la Oficina del Gobierno para la Regulación de Precios, había sido invitado a pronunciar el discurso principal en una cena que daba la Asociación Industrial Nacional el martes por la noche en la gran sala de baile del hotel Waldorf-Astoria. Había llegado a las siete menos diez, antes de que los mil cuatrocientos invitados se hubiesen instalado en las mesas y mientras éstos permanecían en grupos, bebiendo y charlando. Acompañado a la sala de recepción reservada a personalidades ilustres, la cual, como de costumbre, estaba, ocupada por un centenar de personas, la mayor parte de las cuales no tenían nada que hacer allí, Boone, después de tomar un combinado y de sufrir cierta cantidad de saludos y presentaciones, solicitó un lugar retirado donde pudiese repasar su discurso. Se le indicó una habitacioncita que había al lado del estrado. Su esposa, que había venido con él a la cena, se quedó en la sala de recepción. Su sobrina, Nina Boone, le había seguido al cuartito para ayudarle en lo del discurso si hacía falta, pero su tío la había hecho volver al salón casi en seguida, diciéndole que se tomase otro combinado» y la muchacha se había quedado en el salón.

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